César Pérez Vivas
Si algo ha quedado evidenciado, con los acontecimientos criminales y
políticos de los últimos días, es la génesis y desarrollo del chavismo como un
movimiento violento.
El brutal asesinato del joven diputado pesuvista Robert Serra, el tratamiento
político que la cúpula roja le ha dado, y el enfrentamiento entre los líderes e
integrantes del colectivo 5 de Marzo y la policía científica o judicial
constituyen hechos indubitables, que muestran cómo la violencia forma parte del
modo de ser de un segmento significativo de quienes se cobijan bajo las
banderas del llamado socialismo bolivariano.
Desde el mismo momento de su aparición pública, el 4 de febrero de 1992,
el chavismo ha llenado de sangre, muerte y sufrimiento la vida del pueblo venezolano.
No es este un movimiento nacido a partir de un ideario, de una voluntad de
cambio o de progreso para nuestra sociedad. Se trata, y los hechos así lo
confirman cada día, de un movimiento político organizado por un grupo de
militares golpistas, ambiciosos de poder, a quienes no les importó la vida de
muchos seres humanos con tal de asumir la conducción de la república.
Como todo movimiento de esta naturaleza, justifican sus felonías con un
discurso ético, de cuestionamiento al establecimiento político y económico
existente, que luego la realidad deja al desnudo, al comprobarse con sus
conductas el vaciamiento moral que les caracteriza.
El desarrollo posterior del chavismo siempre mostraba una amenaza
permanente de recurrir a la violencia como fórmula para enfrentar los desafíos
sociales y económicos de la sociedad. Casi que asumen la tesis de la “guerra
como higiene social”, tan formalmente sostenida por los futuristas de comienzos
del siglo XX, a partir de las propuestas del italiano Filippo Marinetti.
“Hay que freír la cabeza de los adecos en aceite”. “Esta es una
revolución pacífica, pero armada”, “cuando el pueblo del oeste salga, no
quedará piedra sobre piedra en el este”, y otras tantas más, pronunciadas por
el difunto comandante Chávez, fueron haciendo mella en el subconsciente del
colectivo rojo, que se sentía autorizado para ejercer la violencia contra toda
forma de disidencia, pues así lo exige el bien de la revolución.
La violencia se ha expresado de diversas formas. La más recurrente, la
violencia verbal. El asesinato moral del adversario. Descalificarlo y someterlo
al escarnio público, utilizando para ello las tribunas institucionales del
Estado, pero sobre todo usando campañas publicitarias a través de la poderosa
red de medios públicos.
La violencia física ha estado presente a lo largo del proceso
revolucionario. Desde el comienzo del gobierno se organizaron grupos de
choque para hostigar a quienes sostenemos posiciones divergentes. Aún recuerdo,
íntegramente, “al pueblo” (grupos de empleados públicos) apostados a las
puertas del Palacio Federal Legislativo, en los tiempos previos y posteriores a
la Asamblea Constituyente de 1999. Dedicados de forma permanente a agredir a
los parlamentarios opositores. Los voceros del régimen sostenían que ese era
“el sentimiento de repudio del pueblo contra los representantes de la cuarta
república”. Se trataba de grupos movilizados, siguiendo el libreto cubano, de
“las turbas divinas de la revolución” que se encargaban de agredir y mancillar
la dignidad de personas, claramente definidas como actores políticos y sociales
de otras corrientes del pensamiento.
Luego vinieron “los círculos bolivarianos”, predecesores de los llamados
“colectivos”. Ambas estructuras, formas de organización paramilitar, promovidas
por el gobierno revolucionario con el fin de “defender la revolución” y
hostigar, y de ser necesario eliminar físicamente a los adversarios.
Los hechos son más que evidentes. Ya no pueden ocultar esa realidad con
el discurso de “promotores de paz”, de “servidores de las comunidades”.
En Venezuela el gobierno militarista-socialista ha tomado el camino de
la violencia criminal para arremeter contra toda forma de disidencia. Se trata
de grupos armados al margen de la ley, que usan armas de guerra, motos de alta
cilindrada e instalaciones del Estado (como es el caso de la antigua sede de la
Policía Metropolitana en Cotiza, Caracas) para lanzarlos contra el pueblo que
ejerce el derecho a la protesta. El reciente enfrentamiento armado, ya citado,
ha permitido a miembros de estos grupos paramilitares reconocer que durante las
protestas del primer trimestre del presente año, conocidas como las guarimbas,
se les utilizó como brigadas de choque para ir contra los manifestantes y
lograr su neutralización.
El régimen, antes que recurrir a un manejo institucional en el marco del
Estado de Derecho de este tipo de manifestaciones o protestas, prefirió
recurrir a una violencia parapolicial y paramilitar para su sometimiento. Esta
política está generando daños severos al tejido social del país. El chavismo,
por su génesis violenta, ha venido pactando con sectores del crimen para
convertirlos en sus aliados estratégicos. El discurso político, tanto de Hugo
Chávez en su momento, y de sus colaboradores posteriormente, ha pretendido
justificar, como parte de los problemas sociales, conductas criminales; y, en
consecuencia, asumir una postura de indulgencia frente al hampa desatada en
toda la geografía nacional.
Esa línea política ha permeado profundamente el sistema de justicia, y
se ha convertido en praxis recurrente la indulgencia con criminales y la mano
inflexible contra la disidencia política o de opinión. El resultado ha sido la
impunidad galopante que vivimos, y el crecimiento exponencial de la violencia
criminal, en todas sus formas.
Venezuela
necesita superar este baño de sangre. Ello solo es posible con una conducción
ética del Estado. Un Estado que no se vincule a criminales, que no les proteja.
Un Estado que haga efectivo el “imperio de la ley” y no la complicidad con delincuentes.
Ese es un desafío para todos los venezolanos de bien.
Vía El Nacional
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