Juan Francisco Misle
El ingreso de Venezuela al Consejo de
Seguridad de la ONU no significa que el gobierno de Maduro haya recibido
el apoyo de 189 países a su desastrosa gestión como lo quiere vender el
régimen, ni tampoco que esos países carezcan de interés en torno a la
crítica situación política, social y económica por la que atraviesa
Venezuela. Es además un error concluir que ese abrumador resultado
demuestra la inutilidad de los esfuerzos que ha hecho la oposición
venezolana al buscar apoyos internacionales para el restablecimiento de
la democracia en el país, y que sería mejor concentrase exclusivamente a
luchar al interior de nuestras fronteras. Ni lo uno ni lo otro. La
diplomacia, nos guste o no, es ante todo un ejercicio pragmático, sutil,
y frecuentemente contradictorio que no admite ser despachado con la
misma frivolidad con la que suelen ser asociados sus operadores. Esa es
la razón por la que Irán y los Estados Unidos, enemigos por casi
cuarenta años, actúan juntos hoy en una coalición para destruir la
amenaza común que representan las tropas del Estado Islámico, y que los
rusos y americanos, enfrentados por la invasión de Rusia a Ucrania,
conserven su alianza para reducir las aspiraciones nucleares iraníes. Y
por cierto, ese mismo espíritu pragmático fue lo que hizo posible los
acuerdos alcanzados por Stalin, Roosevelt y Churchill en 1945 para
derrotar a Hitler.
Venezuela llega al Consejo de Seguridad
no por méritos propios, muy por el contrario, sino a consecuencia de una
práctica banal pero muy arraigada en los círculos diplomáticos
multilaterales de intercambiar compromiso recíprocos de apoyos, léase
votos, para ocupar posiciones políticas o burocráticas en el seno de las
organizaciones internacionales. Le correspondía una vez más el turno al
bate a Venezuela y era muy difícil seguir postergando su aspiración.
Estar sentado en el Consejo de Seguridad
de la ONU le brinda al país la oportunidad de contribuir modestamente, y
de un modo constructivo, a la paz y a la seguridad mundial. Venezuela
ha estado allí en varias oportunidades y su huella fue muy positiva.
Nunca antes como hoy llegar a esa silla
había sido tan polémico y costoso en términos políticos y probablemente
financieros. Ese apoyo mayoritario a las aspiraciones de Venezuela
ocurre muy a pesar de la imagen de camorrero y altisonante del gobierno
de Maduro, y nadie en la comunidad internacional se hace otras
ilusiones al respecto. Se sabe que la capacidad de la delegación de
Venezuela de causar severos daños al funcionamiento de la ONU es
prácticamente nula en virtud de su escaso peso específico como nación,
de ser un miembro no permanente de esa instancia y de no contar con
poder de veto sobre decisiones fundamentales que incumban a ese
organismo. Todo el mundo está consciente que Venezuela llega ahí con el
único objetivo de oponerse a todas las iniciativas de los Estados
Unidos y sus aliados, y a hacerse eco de los planteamientos de Rusia y
China, según sea el caso. Ya Rafael Ramírez lo hizo saber en su
declaración ante el plenario de la ONU. Ni siquiera Estados Unidos se
tomó la molestia de presionar a otros países para evitar el ascenso de
Venezuela al Consejo de Seguridad como lo hizo en otras oportunidades.
Pagará caro su desgano. El funcionamiento administrativo del Consejo se
empastelará, la selección de misiones y comisiones de la ONU se
retrasará innecesariamente, y los debates se alargarán infructuosamente.
Tendrán que soportar el ruido, la improvisación y piratería, así como
la permanente polarización ideológica que hemos soportado los
venezolanos durante dieciséis años.
El mundo de hoy enfrenta gigantescos
retos que pueden ser abordados más eficazmente mediante acuerdos
políticos y de cooperación multilateral: la lucha contra la expansión
del ébola y otras pandemias; los conflictos territoriales en el medio
oriente, en Ucrania, y en otras regiones; la intolerancia política y
religiosa; la erradicación del hambre; la preservación del medio
ambiente; el combate al tráfico internacional de drogas; la ayuda al
desarrollo. Es una lástima, casi una tragedia, que se haya gastado tanta
energía y dinero para llegar a la cima del multilateralismo y, una vez
allí, en lugar de contribuir positivamente a la resolución de esos
desafíos, el gobierno de Venezuela se dedique, como lo ha hecho en su
propio país, a la implosión de la institucionalidad de la ONU, y a
obstaculizar los esfuerzos que se despliegan o deberían desplegarse en
esa organización para buscarle solución a problemas. Y lo peor, quizás
lo más vergonzante, es que ese previsible plan de acción se desarrolle a
nombre de una ideología barata, contradictoria y ramplona.
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