RAÚL
FUENTES
Arthur
Clarke fue, además de novelista celebrado por los amantes de la ciencia ficción
y guionista cinematográfico ampliamente conocido por los cinéfilos, gracias a
su participación en el clásico de Stanley Kubrick 2001: odisea del
espacio(1968), influyente comentarista de televisión; con su nombre
bautizaron un asteroide y una especie de dinosaurio que habitó en Australia, y
su labor le valió ser elevado a la condición de Caballero del Imperio Británico.
Con tales credenciales, no es de extrañar que una frase suya se haya convertido
en lugar común y salga a colación, incluso, cuando no viene al caso –“El futuro
ya no es lo que solía ser”– como nos ha sucedido al toparnos con un artículo de
Fausto Masó (“¿Nos estamos volviendo brutos?”, El Nacional,
22/05/15/) en el que, con más arrechera que nostalgia, escribe: “Ah, ¡qué
grande era la cuarta república!, la república civil. El peor de aquellos
gobiernos era mil veces superior al de Chávez”.
Esa
desafiante evocación revela que, aquí y ahora, el pasado tampoco es como antes,
y no lo es porque quienes se hicieron del poder para restituir fueros y
privilegios –a los que creen tener derecho, por detentar el monopolio de la
armas– han estado maliciosamente adulterando hechos pretéritos para amoldarlos
a su patanería cuartelaría e inocular sus anacrónicos dogmas a la generación
que se forma bajo su égida. Dibujan un pasado inicuo y prescindible, sin
delinear opciones de porvenir, para vendernos un presente circunstancial y de
consolación, una actualidad contingente y un peor es nada cuyas bases de
sustentación son los fantasmas de un ayer desacreditado por historiadores
falaces, y un fundamentalismo en ciernes mediante la conversión del culto a la
personalidad en “religión con poder político” para –a falta de incentivos
materiales– convertir devoción y fe en señuelos espirituales y motores
electorales (¿será esto lo que Heinz Dietrich llama delusional thinking?).
Fue Jorge
Manrique quien, en las coplas por la muerte de su padre, acuñó la cita favorita
de melancólicos y desmemoriados “cualquier tiempo pasado fue mejor”; puede que
ello sea ilusorio y los mejores tiempos estén por acontecer, pero, a medida que
el presente se torna insufrible y los días se suceden con angustiosa monotonía,
comenzamos a entender en toda su extensión y significado aquello de que nadie
sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Y es que hemos perdido hasta la
vergüenza, porque el venezolano, en virtud de los caritativos sobornos del
tírame algo misionero, se relajó al punto de creer, cual “El negrito del
batey”, “que el trabajo lo hizo Dios como castigo”, y la nación ha devenido en
sociedad enferma de resignada molicie.
El
propósito de estas divagaciones era, a partir de 4 iniciativas emblemáticas de
los 40 años de mandato civil estigmatizados por el nicochavismo –la Corporación
Venezolana de Guayana, Petróleos de Venezuela, la Fundación Gran Mariscal de
Ayacucho y la Comisión para la Reforma del Estado– sostener que la IV no fue
una república perdida sino, por el contrario (a pesar de sus bemoles y
sostenidos y de su memorial de desaciertos y omisiones), un inconcluso ensayo
de modernización, pródigo en realizaciones y proyectos, que la discontinuidad
administrativa del sectarismo rojo impidió que prosperasen; pero el excurso
sobre el ayer manipulado y el mañana escatimado nos trazó esta andadura hasta
un hoy en día signada por la incertidumbre de unas elecciones que están
guindando, pues al árbitro comicial le gusta faisander el
plato principal, enrarecer las mesas con los olores de la descomposición y
prologar la sobremesa con erráticos y maratónicos escrutinios. Así ha sido
desde que se refundó, desvinculándose de la experiencia y el saber hacer del
ente que le precedió; no otra cosa puede esperase ahora.
La
ruptura con el acervo democrático que propició el por siempre comandante, y
continúan animando sus albaceas, no fue para sintonizar con la modernidad sino
para forjar un mito a partir del cual pudiese perpetuarse hasta en la sopa; una
ruptura que supuso, además, el rebautizo del país, de sus instituciones y hasta
polvorientos callejones de pueblo para desterrar al procerato civil de la
toponimia nacional, como parte de una operación cambalache que comportó la
modificación del huso horario, el rediseño del escudo para enderezarle el
pescuezo al caballo blanco (¡ojalá fuese etiqueta negra!), la instauración de
efemérides encomiando traiciones, la reconversión monetaria –y vea usted adónde
fue a para el bolívar– , entre otras cursilerías y ridiculeces. Se recordará
por ellas al santurrón eterno y, sobre todo, por el “exceso de falta
ignorancia”, plasmado en sus anfibologías de sexo y género; gracias a él,
caballeros y caballeras, damas y damos, pasado, presente y futuro ya no son ni
la sombra de lo acostumbrado.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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