Leandro Area
Cada país posee un repertorio en el que se exhiben
efemérides, héroes, fechas patrias, paisajes y personajes de todo pelo y
alcurnia que conforman el representativo de identidad de esa nación. Así,
seguro estoy de que Pelé estaría presente en el del Brasil, la Virgen de la
Coromoto en el de Venezuela y Celia Cruz, quizás, en el cubano.
En el caso nuestro hay de entre estos ungidos
representantes, cuatro que llaman mi atención y que vistos en su conjunto y a
pesar de sus aparentes diferencias, que son de toda índole, permiten una
elaboración caleidoscópica sobre el representativo social del venezolano y su
furtiva imagen. Ellos son Simón Bolívar, el Padre de la Patria; María Lionza,
diosa virgen; José Gregorio Hernández, el médico de los pobres y Armando
Reverón, el pintor de la luz. Relacionando estos cuatro personajes,
exprimiéndolos si se pudiera en uno solo, pudiéramos percibir el sabor y el
aroma de lo que hemos sido como pueblo; nuestro oscuro horizonte.
Para un joven de hoy estas figuras son poco
familiares, es verdad, y no forman parte en apariencia de su radar informativo
ni son parientes próximos de sus gustos y deseos, y menos aún de su
sensibilidad. Pero a pesar de ello son los que sin saberlo les mueven el piso.
El país en que viven, la realidad que soportan y con la que cada vez menos
quieren sentirse vinculados, se encuentra permeada por la presencia
fantasmagórica de esos mitos que, así como el de ser un país rico,
se han convertido en leyendas que por más apolilladas que estén, siguen
ejerciendo una inmensa influencia sobre nuestras maneras de vivir, que son el
pensar, el sentir y el actuar. Son de tal peso sus influjos, que no hay gesto
como forma de expresión corporal o palabra como manera del pensamiento o
acción, que no esté determinados por su espectral presencia.
He dicho en otra parte y lo repito aquí que en este
tremedal llamado Venezuela, sin distingos de raza, sexo o disgusto político,
cargamos en nuestro relicario de penitencias, restos de esos náufragos con los
que nos identificamos sin saberlo. Cada sociedad somatiza sus mitos, goces,
derrotas, rencores y ausencias, y las hace propias. Los convertimos en materia y
espíritu y traducimos en comportamientos automáticos pues viven en nuestros
tatuajes más profundos. Pobre de ellos. Somos los leyendas que nos nombran.
Bolívar, Hernández, María Lionza y Reverón, ¿qué
tendrán en común? El ostracismo, su expulsión, su confinamiento, su
expatriación, su desarraigo, su exilio, su condena, su muerte prematura. Todos
ellos seres inacabados, inconclusos, derrotados, exaltados a conveniencia por
la misericordia de unos cuantos.
Cada uno de nosotros está cargado de esa vibra que
como hemos dicho se transfiere a través de múltiples e insospechados caminos al
ser hereditario que somos a través del parto biológico, que es uno, y del parto
social que es múltiple y constante y que valora lo que le rodea desde esos
imanes, esas brújulas selectivas y atávicas.
Pensar en estos asuntos después que salgamos de las
caraotas y el arroz y las elecciones puede resultar importante.
Vía Que pasa Margarita
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