Por primera vez desde la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez el Gobierno aplica una política deliberada destinada a destruir las universidades nacionales autónomas y empobrecer al personal docente, administrativo y obrero que trabaja en ellas.
Durante el primer mandato de Rafael Caldera, entre 1969 y 1974, la UCV estuvo cerrada en dos oportunidades. La segunda, por un período de casi siete meses; sin embargo, sus profesores, empleados y obreros siguieron cobrando sus sueldos, para la época, elevados. Un profesor Titular a Dedicación Exclusiva frisaba los $4.000 mensuales; un Instructor, el escalafón más bajo, con la misma dedicación, obtenía $1.000. Con el gobierno revolucionario de Nicolás Maduro, a la fantasmal tasa Simadi, el Titular devenga menos de $100 y el Instructor menos de $40. Si se utiliza como medidor el precio del dólar paralelo, verdadero marcador, estos miserables sueldos se reducen a la mitad. Ni una propina.
Los profesores universitarios, que deben contar con estudios de cuarto nivel, se encuentran por debajo de la línea de la pobreza, de acuerdo con los estándares de Naciones Unidas. Esta fija en dos dólares diarios el ingreso mínimo, es decir, sesenta dólares al mes. La élite intelectual peor remunerada del mundo.
Luego de largas reuniones entre los dirigentes sindicales de los profesores, los empleados y los obreros, amplias consultas a las bases sociales y discusiones en asambleas, el comando intergremial que agrupa a todos los sectores universitarios le presentó al Ejecutivo un proyecto de contratación colectiva que incluye un aumento porcentual significativo de los sueldos y salarios. En medio de una escalada de precios tan voraz como la existente, no hay porcentaje de incremento que pueda detener la caída del ingreso real. La inflación erosiona cualquier elevación porcentual, por elevada que esta sea. Sin embargo, había que proponerle una fórmula al Ejecutivo, y eso fue lo que hicieron los diferentes gremios.
La respuesta del Gobierno ha sido la de siempre: el desprecio y la arrogancia. El ministro de Educación Universitaria, Manuel Fernández, se ha negado a discutir la proposición de los universitarios. Las razones que esgrime se desconocen, pero son presumibles: trata de descalificar y debilitar el liderazgo.
El Gobierno busca que los universitarios se humillen y además lo hagan con una enorme sonrisa en los labios, convencidos de que la ruina representa la mejor manera de contribuir con el proceso revolucionario. Este régimen -que subsidia la decadente tiranía de los hermanos Castro, que adquirió bonos basura argentinos para impedir la quiebra de la pareja Kirchner, que le compra armas inútiles e innecesarias a Putin y les entrega el futuro a los chinos- se niega a discutir con los gremios un contrato colectivo que solo servirá para paliar un poco y de forma temporal la grave situación económica de los universitarios.
¿Por qué tanto odio? Porque las universidades autónomas no han sido, ni serán, una pieza del engranaje totalitario que ha tratado de construir el chavismo desde hace casi dos décadas. En estas casas de estudio se ha defendido la autonomía académica, la libertad de cátedra, el pensamiento crítico, la investigación científica independiente, la meritocracia (entre los profesores no existe el aumento por antigüedad, sino por la defensa de trabajos de ascenso), el perfil específico de cada sector, se ha combatido la paridad del voto. Los universitarios se han opuesto a todo lo que representa el pensamiento único, el culto a la personalidad del caudillo, la imposición del socialismo, la conversión de las casas de estudio en la prolongación de un municipio chavista. La defensa de la independencia ha resultado costosa. El presupuesto ha sido el mismo durante siete años. La inflación lo ha devorado. No se contemplan los recursos para la reposición de cargos. Los laboratorios no pueden adquirir nuevos instrumentos, ni mantener los existentes.
Para los universitarios el enfrentamiento contra el régimen ya no constituye una opción, sino una forma de sobrevivencia: o se lucha contra una camarilla que busca aniquilar la Universidad o hay que abandonar esos centros de enseñanza para dedicarse a otra actividad. Los universitarios no propician ni desean la huelga, pero el Gobierno no deja otra alternativa.
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