ALBERTO
BARRERA TYSZKA.
¿Escuchaste
al ministro González?, la pregunta cruzó rápido, casi echando chispas, por la
línea telefónica. Dije que no. ¡No te lo puedes perder! ¡Es de antología! Al
día siguiente, recibí un mensaje similar pero a través de un chat: ¿Ya viste lo
que dijo el ministro del Trabajo? Dije que no. Nuevamente: ¡Tienes que
escucharlo! ¡Es insólito! Comencé a sentir que algo estaba de moda y que yo ni
siquiera me había dado cuenta. Así sería el revuelo que el día jueves, en una
de sus trepidantes columnas, Nelson Bocaranda transcribió ambas declaraciones
oficiales. Si a la altura de esta línea, todavía no las conoces, tómate un
momento y trata de leerlas: http://runrun.es/runrunes-de-bocaranda/runrunes/204912/runrunes-el-universal-28-05-2015.html.
Esta
autoproclamada revolución se ha empeñado en distribuir la certeza de que
expresarse de forma errática y desordenada es, en general, un símbolo de nobleza
popular, un sello de origen, de identidad libertaria. La nueva oligarquía ha
aprovechado los códigos de la pobreza para legitimar su acumulación y
permanencia en el poder. Ha convertido la miseria en un estereotipo que excluye
a otros sectores sociales, que transforma a cualquier disidente nacional en un
extranjero.
El
problema no es moral ni estético. No es un asunto de educación, de simple
corrección gramática. El problema es más complejo. El lenguaje delata el
pensamiento. Lo contiene y lo demuestra. Es en sí mismo el pensamiento. Lo
terrible de las declaraciones de estos altos funcionarios no es que sus
palabras suenen mal, que las sílabas tropiecen y se caigan. Lo terrible es que
no logran decir nada coherente. Lo alarmante es que sus palabras son un síntoma
del vacío.
La falta
de argumentos no es novedad en el discurso oficial. Pero desde que Nicolás
Maduro está al frente del gobierno esa escasez ha avanzando a paso de
vencedores. Él mismo la ejerce con singular entusiasmo. De un tiempo para acá
se ha dedicado a repetir una consigna como si se tratara de un razonamiento
insoslayable: “Todo el que se mete con Venezuela, se seca”. Lo repite con tal
convicción y seriedad que cualquiera cree que está citando a Rosa de Luxemburgo
o a Emmanuel Todd. Anda fascinado con la frase. Como si por fin hubiera hallado
la clave hermenéutica que resuelve los enormes problemas del país. Repitan
conmigo: “Todo el que se mete con Venezuela, se seca”.
El
nacionalismo es un viejo y manido recurso que frecuentan los poderosos. Un
instrumento emocional de dominación y control. La patria es ahora una fuerza
atávica, una energía divina, que surge desde nuestras raíces para defendernos y
liquidar cualquier obstáculo. Se trata de un procedimiento rudimentario pero
eficaz. Apela a la conciencia mágica, al orgullo colectivo, a la ansiedad
primaria. Pretende, por supuesto, sacralizar el poder en el altar de la
identidad. Es opio del pueblo en un estado de pureza impresionante.
Esta
semana, mientras desplegaba otra de sus clásicas amenazas en contra de la
oposición, Nicolás Maduro volvió a caer en la frase. Después de repetirla, en
un rapto de iluminación ideológica, exclamó que alguien debería hacer una
canción con ese tema. Y sacarla en inglés y en francés. Y soltarla por todo el planeta.
Supongo que la idea es que todo el mundo se entere. Que se sepa en todos lados.
Ay de aquel que se meta con nosotros. Su destino es la sequía.
No deja de ser paradójica esa
insistencia. Sobre todo para un movimiento que perdió a su máximo líder de manera
fulminante e inesperada. Sorprende ese empeño en invocar un himno que está en
permanente contradicción con la realidad. Seca está la economía. Sequísimas
están las arcas públicas. Secas están las empresas expropiadas. Secos están los
mercados. Secos están los hospitales y las farmacias. Y también está seca
Pdvsa. Y Corpoelec. Y los informes del Banco Central. Y los ratings de TVES. Y
la moral y el compromiso del CNE… Todo está seco. Incluso tu popularidad. Ponle
música a eso, Nicolás.
Vía El Nacional
Que pasa Venezuela
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