Alonso Moleiro
Si este fuera un gobierno al cual le quedara algún arresto moral para aceptar las hipótesis de que puede perder el Poder en unas elecciones, y luego eventualmente recuperarlo en otra consulta, no estuviera el país imbuido en el actual estado de enajenación y ruptura con la realidad que signa este tiempo en la opinión pública.
La desconexión entre el calado de esta crisis, que es sistémica, y el silencio del gobierno en torno a su existencia, es, sin dudas, un rasgo que no tiene precedentes en las últimas décadas en la vida nacional.
Después de los estremecedores disturbios del año pasado, la cotidianidad del país transcurre amontonando máculas, descomposición social, emigración masiva de profesionales, caos económico, corrupción a manos llenas y violencia sin control. Impedido de atender la matriz de una crisis que ni siquiera comprende del todo, Maduro y sus ayudantes se dirigen a la nación cada semana como si nada particularmente grave estuviese ocurriendo.
La alternabilidad política, consagrada en la Constitución Nacional, es una conquista de la civilización que el anacronismo marxista jamás ha podido comprender. La certeza de que el poder es un bien efímero previene a los dirigentes, que en los países desarrollados suelen administrarlo con la prudencia del caso. Lo normal en una sociedad democrática es que los funcionarios electos rindan cuentas en torno a lo que hacen y dejan de hacer. Al considerar que la posibilidad de encarar una derrota electoral es “antidialéctica”, la izquierda ortodoxa es retratada de cuerpo entero en su espíritu adolescente. La culpa es necesario triangularla.
Hace poco, el alcalde de Caracas, Jorge Rodríguez, le expresaba a José Vicente Rangel en su programa de televisión que “no estaba seguro” de que las cifras de la delincuencia se hubiesen agravado últimamente. Venezuela está parada sobre lo que, sin duda ninguna, es una emergencia nacional ante la violencia sin control, con bandas que asesinan policías y usan armamento de guerra, pero para el Alcalde de Caracas, se trata simplemente de “un tema estructural”, propio del capitalismo, que finalmente existe en todos lados, y que se atenúa con ayudas sociales. Rodríguez, una autoridad electa, convenientemente resguardado por sus guardaespaldas, no acusa recibo en torno a los estragos que la delincuencia. Parece que no fuera su problema.
Los chavistas terminaron creyendo que el poder es un dominio que les pertenece gracias a una cesión celestial. La ecuación es sencilla: como la alternabilidad es de burgueses, el comodato con el poder es eterno.
Así fueron cultivando, entre una y otra marramucia legal, una muy particular cultura de la imposición que ha bastardeado por completo la gestión pública en este país. Los años fueron pasando, y se fortaleció un poderoso circuito cerrado de excesos y miserias administrativas de diverso calibre, cometidas por la dirigencia chavista en medio de un estado que parecen considerar natural. Es la historia de la impunidad.
Así llegamos a este 2015 con las arcas nacionales destruidas; el sistema de justicia carcomido por los sobornos; con malandros que organizan secuestros desde las cárceles, y montan discotecas en los penales; con el aparato productivo convertido en acerrín; con una inflación que, con toda seguridad, será la más alta de toda nuestra historia, y unos niveles de abastecimiento que asemejan una economía de guerra.
Una nación en la cual no queda hueso sano, y que va a costar mucho reconstruir, pero con dirigentes como Jorge Rodríguez, que no se sienten responsables de nada, porque se supone que nada especial está ocurriendo, y que sigue convencido de que los males de Venezuela son obra de los artículos de Marta Colomina.
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