Armando Durán
El pasado
sábado, el gobierno y parte de la oposición convocaron sendas marchas para
protestar, unos, contra la violencia de la burguesía apátrida; los otros,
contra la inseguridad y el alto costo de la vida. Ambas fracasaron.
En
tiempos de Luis Herrera Campins, un grupo de empresarios, con el argumento de
que la política es algo demasiado serio para dejarla en manos de los políticos,
se plantearon la posibilidad de asumir el poder directamente, sin la
intermediación de los partidos políticos. Era una forma más o menos encubierta
de sustituir un régimen de tímida orientación socialdemócrata (así gobernara
Copei), por una suerte de corporativismo neofascista. La antipolítica por
excelencia.
Este
despropósito no pasó de ser una anécdota sin importancia, pero poco después, en
1992, la aparición de El fin de la historia, de Francis Fukuyama,
puso de moda en todo el mundo la tesis de que el derrumbe del Muro de Berlín y
la desaparición de la Unión Soviética marcaban el fin de las luchas ideológicas
y, en consecuencia, el nacimiento de una nueva era dominada por la política y
la economía de libre mercado. Comenzaba de este modo la globalización y el
imperio universal del neoliberalismo. Incluso en la China comunista.
La
aspiración de los empresarios se desvaneció gradualmente, sin pena ni gloria.
No ocurrió lo mismo con su denuncia de las insuficiencias de los partidos
políticos y sus dirigentes, puestas cada día más de manifiesto en la
defenestración de Carlos Andrés Pérez, el triunfo chiripero en 1993, las
candidaturas presidenciales de Irene Sáez y Luis Alfaro Ucero, desechadas
inmediatamente antes de las elecciones de 1998 para correr a Valencia a darle
su apoyo a Henrique Salas Römer. Fue el fin de la agonía de los partidos, que
tuvieron que admitir la jefatura de la CTV y Fedecámaras, bajo la tutela de la
Iglesia Católica.
Tras la
doble derrota de esta extraña alianza obrero-patronal en abril de 2001 y enero
del año siguiente, los viejos partidos, demolidos sin remedio por la ficticia
realidad de su existencia, se sintieron con fuerzas para reemprender el
ejercicio inútil de su oficio. De ahí surgieron, la Coordinadora Democrática, y
más tarde, con la derrotas del revocatorio y de Manuel Rosales en las
elecciones de 2006, la Mesa de la Unidad Democrática.
Este brevísimo inventario viene a
cuento porque hay quienes le atribuyen el fiasco de hace apenas una semana a la
antipolítica. Lo cierto es, sin embargo, que el motivo del nulo apoyo popular a
estas convocatorias es que los convocantes son las mismas señoras y señores de
siempre, sin representación real de los ciudadanos y sin credibilidad. En el
caso de unos la causa del fracaso fue el rechazo al empleo por parte del
gobierno de Maduro del socialismo como coartada para imponerle a Venezuela un
régimen totalitario e inservible. En el orto, la indignación frente a una
dirigencia que se niega a reconocer la necesidad del debate ideológico, y que
considera la situación actual del país como normal, para eludir así las
honduras de la acción política. Contradicciones que ya han comenzado a generar,
en el chavismo, duras críticas a la cúpula del gobierno y del PSUV; en la
oposición, rechazo a sus dirigentes, a sus partidos y, por extensión, a la MUD.
En definitiva, los convocantes siguen siendo los mismos politiqueros de antaño
que, amparados en la banalidad, los lugares comunes y la complicidad, se
autoproclaman salvadores de la patria. Esta es la causa, no de la antipolítica,
sino de los antipolíticos, y del fracaso de quienes prefieren, por simple
comodidad, actuar al margen de la ideología y de la legítima y constitucional
confrontación política.
Vía El Nacional
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