Por Gloria M. Bastidas @gloriabastidas.-
En los convulsos años ochenta, Fidel Castro abogaba por que no se pagara la deuda externa. Su mensaje era claro: la deuda de los países de América Latina (y, en general, de los que conformaban ese conglomerado llamado Tercer Mundo) era incobrable e impagable. Castro sacaba unas cuentas curiosas. Muy curiosas. Las cuentas de quien sabe combinar las matemáticas con el arte de la persuasión. Decía, por ejemplo, que si alguien se pusiera a contar billete a billete lo que la región debía pagar por concepto de intereses en un plazo de una década tardaría 12. 860 años. La imaginación de Castro resultaba tan crematística como la de Rico McPato: había que contar dólar por dólar, a razón de uno por segundo, para llegar a esa eternidad.
Castro hacía otras interesantes operaciones de convertibilidad: decía que se debía 17,530 dólares por kilómetro cuadrado o que cada habitante debía 923 dólares. Para entonces, la deuda latinoamericana superaba los 900 mil millones de dólares. Un monto que no era una cifra sino un escándalo. Y Castro, convertido en sumo sacerdote de los no alineados, le sacaba provecho con su proverbial creatividad. El líder de la Revolución Cubana comparaba a los acreedores internacionales con los usureros de la Edad Media. Arrojaba azufre por la boca cuando se refería a la banca internacional y decía que, so pena de que llegara el apocalipsis, había que cambiar el orden económico internacional. La cesación de pagos era el tema que le quitaba el sueño.
Los cubanos se cansaron de publicar libros y folletos con las ideas de Castro sobre el tema del default: desde el discurso que pronunció en la Cumbre de La Habana, celebrada en agosto de 1985, y a la que asistieron 1200 delegados internacionales (por Venezuela, entre otros, el editor Miguel Ángel Capriles, que proponía la moratoria; Wolfgang Larrazábal, presidente de la Junta de Gobierno de 1958; el empresario Rafael Tudela; los economistas Tomás Carrillo Batalla y Francisco Mieres) hasta una entrevista que le hiciera la agencia de noticias EFE. Recuerdo perfectamente que en la Escuela de Comunicación Social de la UCV los comunistas repartían uno de esos librillos (ése tenía, en negro, el rostro de Fidel, con su habano, y el fondo era rojo) con la misma fe con la que los testigos de Jehová distribuyen su revista Atalaya casa por casa. La consigna era lanzada por todo el cañón: la deuda externa es un oprobio; no al pago.
Había, ciertamente, una controversia internacional sobre la cesación de pagos. Hasta el mismo Kissinger (uno de los tipos talentosos del imperio, decía Castro) señalaba que el problema de la deuda externa de Estados Unidos era un asunto estrictamente financiero pero que, en cambio, el de la deuda externa de América Latina era un problema que atentaba contra la sobrevivencia de las instituciones políticas. Kissinger proponía entonces un Plan Marshall para la región. Y Castro replicaba que no. Que ni quince planes Marshall salvarían a los latinoamericanos. Que la salida estaba en no pagar. Y allí se atrincheraba. Castro no sólo ha sido un verdugo con sus adversarios políticos y con el subyugado pueblo cubano: también muestra sus dientes cuando le ponen al frente a los usureros medievales.
¿Qué ha pasado después? Castro ha seguido despotricando de los centros financieros de poder mundial —los asocia al imperio: su enemigo jurado— pero ya no habla, con la vehemencia que este tema despertaba en él, de que la deuda externa es impagable. Ya no dice que hay que hacer default. No, al menos, en los últimos tiempos. Por ejemplo: no ha dicho nada sobre la puntualidad inglesa con la que sus nietos, los hijos de Chávez, honran sus acreencias con Wall Street, con la banca transnacional, bajo el costo de imponer un default a los venezolanos, que no tienen medicinas, que no tienen repuestos para sus carros, que no tienen alimentos, que están agobiados por los inconvenientes que genera la falta de divisas en un país que todo lo importa.
Uno de los nietos de Castro, el ministro de Finanzas, Rodolfo Marco Torres, voló raudo a aclarar, ante la caída de los precios del petróleo, que supone un traspié para las cuentas revolucionarias, que el martes 28 de octubre el Gobierno cancelaría sin falta los 3 mil millones de dólares por concepto del vencimiento del Bono PDVSA 2014. Y aquí es donde quiero llegar. Cada vez que escucho a cualquier funcionario chavista aclarar y recontraaclarar a la velocidad de la luz (que es de 300 mil kilómetros por segundo, según leo en Wikipedia) que el Gobierno pagará su deuda externa, yo no hago sino recordar el folletico de Fidel Castro. Ese relámpago bibliográfico me sacude. Me pone a pensar.
Después de que el fardo de la deuda externa de América Latina fuera el tema-obsesión de Fidel Castro, no deja de sorprender cómo sus nietos aclaran siempre que la palabra default no está en su diccionario ni por asomo y que los pagos se harán religiosamente. Lo han dicho en coro Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Rafael Ramírez (cuando Rafael Ramírez era el zar de la economía). El mensaje va sin ningún tipo de eufemismos: Wall Street no debe preocuparse; la revolución responderá. Lo que no deja de ser una ironía, si tomamos en cuenta que los hijos de Chávez fueron inoculados con el virus antipago que el folletico cubano traía consigo y ahora actúan como todos unos gentlemen de las finanzas. La nueva literatura cubana sobre la materia ahora debería versar sobre cómo Wall Street puede ayudar a sostener en pie una revolución. O dos revoluciones: la chavista y la cubana.
Fidel Castro sabe que ya no puede recomendar a sus nietos (como mentor de ellos que es: Maduro acaba de estar en La Habana) una cesación de pagos porque tal escenario no sólo haría crujir a Venezuela, sino también a Cuba, que depende del oxígeno económico que le provee el chavismo. Precisamente por eso, los nietos de Fidel Castro han enterrado el folletico publicado en los ochenta y se han decantado por no meterse en problemas con el status quo financiero internacional. Y Castro, por su parte, ha hecho mutis, a pesar de que, cuando vociferaba contra los usureros medievales, alertaba que darle preeminencia a la banca internacional, y dejar de lado a la gente, que es lo que han hecho sus nietos venezolanos al incurrir en default interno, supone un altísimo costo político para un país.
Vale la pena citar lo que entonces decía Castro. En una entrevista que le dio al periodista italiano Gianni Miná en julio de 1987, publicadas en el libro Un encuentro con Fidel, señalaba. “Pero creo que hoy todo el mundo está convencido de que la deuda es impagable, y que la deuda es incobrable.
¿Cómo van a cobrar la deuda: matando gente, desapareciendo gente, asesinando gente? No hay manera de cobrar esa deuda, y ningún gobierno estaría dispuesto a arruinarse políticamente imponiendo las durísimas condiciones que exigiría el cobro de esa deuda; se descapitalizarían políticamente y, sencillamente, irían al fracaso político total. Esa es la realidad y no hay más que esperar para ver qué ocurre (…) La deuda es impagable no solo por razones matemáticas o económicas; es impagable también por razones políticas”.
Lo interesante sería saber si en el encuentro que sostuvieron hace poco en La Habana, Castro le habrá recordado a Maduro esas viejas palabras. Probablemente le dijo que ha hecho bien en pagarle a Wall Street para evitar conspiraciones internacionales contra la revolución venezolana. Pero ¿le habrá hablado de los peligros que corre el chavismo al haber caído en default con los venezolanos, tal como también lo advirtieron los economistas Ricardo Haussman y Miguel Ángel Santos? Fidel Castro sabe lo que significa no honrar la deuda social. Se lo dijo al periodista Miná. Lo decía en los folleticos de los ochenta. Y esas arengas siguen siendo proféticas. Ya las encuestas lo gritan en Venezuela. Todas las encuestas. Esto es una olla de presión. Y Castro lo sabe. Mucho más ahora, cuando el precio de nuestro principal commodity comienza a declinar en un contexto en el que todavía no está claro si hemos llegado a la era del petróleo barato. Castro es bueno sacando cuentas: está consciente de que por cada dólar que baje el precio del crudo, a Venezuela le dejan de ingresar 728 millones de dólares. La crisis se agudizará. Pero ¿se lo habrá dicho a Maduro, aunque no fuera en clave de profecía?
Lo que le preocupaba a Castro en los ochenta —y lo que le sigue preocupando, así ese zorro viejo haga mutis— es lo mismo que le preocupa a Barclays. La firma advierte en su último informe sobre Venezuela, presentado bajo el metafórico título de “La tormenta perfecta”, que el principal riesgo presente en el país es un eventual aumento del malestar social debido al deterioro de la situación económica. Y la situación económica se ha deteriorado porque el Gobierno no ha tomado las medidas que ha debido tomar (un programa de rescate de la economía que incluya aumento de la gasolina; orden en las cuentas fiscales; ajuste del tipo de cambio; garantía a la inversión, flexibilidad de precios) y porque, en vista de que se le ha dado prioridad al pago de la deuda externa, no hay recursos suficientes para las importaciones y para honrar la deuda interna. Sí: Castro y Barclays coinciden en el impacto político que arrojará el desastre económico que sacude a Venezuela. Lo que pasa es que Castro no lo puede gritar a los cuatro vientos como lo hacía antes (sería un suicidio) y Barclays está en el deber de advertirlo porque ese es su juego en el ajedrez financiero mundial.
Está muy claro que los hijos de Chávez —y nietos de Fidel: la genética ideológica no falla— inhumaron el folletico pro default. Pero deberían recordar una parte muy importante de él, porque sigue teniendo vigencia. La que Castro le recita al periodista italiano. La del impacto político previsible por haber colocado a Wall Street por encima de la gente (Castro, en su época, hablaba del FMI). El efecto demoledor de ese descuido se aprecia ya en los sondeos—lo repito. Y se verá, si los revolucionarios no apelan a jugadas arteras como la de los circuitos electorales, o si la ira popular no se los lleva antes por los cachos y haya que convocar a elecciones presidenciales anticipadas, en las parlamentarias de diciembre de 2015.
En los convulsos años ochenta, Fidel Castro abogaba por que no se pagara la deuda externa. Su mensaje era claro: la deuda de los países de América Latina (y, en general, de los que conformaban ese conglomerado llamado Tercer Mundo) era incobrable e impagable. Castro sacaba unas cuentas curiosas. Muy curiosas. Las cuentas de quien sabe combinar las matemáticas con el arte de la persuasión. Decía, por ejemplo, que si alguien se pusiera a contar billete a billete lo que la región debía pagar por concepto de intereses en un plazo de una década tardaría 12. 860 años. La imaginación de Castro resultaba tan crematística como la de Rico McPato: había que contar dólar por dólar, a razón de uno por segundo, para llegar a esa eternidad.
Castro hacía otras interesantes operaciones de convertibilidad: decía que se debía 17,530 dólares por kilómetro cuadrado o que cada habitante debía 923 dólares. Para entonces, la deuda latinoamericana superaba los 900 mil millones de dólares. Un monto que no era una cifra sino un escándalo. Y Castro, convertido en sumo sacerdote de los no alineados, le sacaba provecho con su proverbial creatividad. El líder de la Revolución Cubana comparaba a los acreedores internacionales con los usureros de la Edad Media. Arrojaba azufre por la boca cuando se refería a la banca internacional y decía que, so pena de que llegara el apocalipsis, había que cambiar el orden económico internacional. La cesación de pagos era el tema que le quitaba el sueño.
Los cubanos se cansaron de publicar libros y folletos con las ideas de Castro sobre el tema del default: desde el discurso que pronunció en la Cumbre de La Habana, celebrada en agosto de 1985, y a la que asistieron 1200 delegados internacionales (por Venezuela, entre otros, el editor Miguel Ángel Capriles, que proponía la moratoria; Wolfgang Larrazábal, presidente de la Junta de Gobierno de 1958; el empresario Rafael Tudela; los economistas Tomás Carrillo Batalla y Francisco Mieres) hasta una entrevista que le hiciera la agencia de noticias EFE. Recuerdo perfectamente que en la Escuela de Comunicación Social de la UCV los comunistas repartían uno de esos librillos (ése tenía, en negro, el rostro de Fidel, con su habano, y el fondo era rojo) con la misma fe con la que los testigos de Jehová distribuyen su revista Atalaya casa por casa. La consigna era lanzada por todo el cañón: la deuda externa es un oprobio; no al pago.
Había, ciertamente, una controversia internacional sobre la cesación de pagos. Hasta el mismo Kissinger (uno de los tipos talentosos del imperio, decía Castro) señalaba que el problema de la deuda externa de Estados Unidos era un asunto estrictamente financiero pero que, en cambio, el de la deuda externa de América Latina era un problema que atentaba contra la sobrevivencia de las instituciones políticas. Kissinger proponía entonces un Plan Marshall para la región. Y Castro replicaba que no. Que ni quince planes Marshall salvarían a los latinoamericanos. Que la salida estaba en no pagar. Y allí se atrincheraba. Castro no sólo ha sido un verdugo con sus adversarios políticos y con el subyugado pueblo cubano: también muestra sus dientes cuando le ponen al frente a los usureros medievales.
¿Qué ha pasado después? Castro ha seguido despotricando de los centros financieros de poder mundial —los asocia al imperio: su enemigo jurado— pero ya no habla, con la vehemencia que este tema despertaba en él, de que la deuda externa es impagable. Ya no dice que hay que hacer default. No, al menos, en los últimos tiempos. Por ejemplo: no ha dicho nada sobre la puntualidad inglesa con la que sus nietos, los hijos de Chávez, honran sus acreencias con Wall Street, con la banca transnacional, bajo el costo de imponer un default a los venezolanos, que no tienen medicinas, que no tienen repuestos para sus carros, que no tienen alimentos, que están agobiados por los inconvenientes que genera la falta de divisas en un país que todo lo importa.
Uno de los nietos de Castro, el ministro de Finanzas, Rodolfo Marco Torres, voló raudo a aclarar, ante la caída de los precios del petróleo, que supone un traspié para las cuentas revolucionarias, que el martes 28 de octubre el Gobierno cancelaría sin falta los 3 mil millones de dólares por concepto del vencimiento del Bono PDVSA 2014. Y aquí es donde quiero llegar. Cada vez que escucho a cualquier funcionario chavista aclarar y recontraaclarar a la velocidad de la luz (que es de 300 mil kilómetros por segundo, según leo en Wikipedia) que el Gobierno pagará su deuda externa, yo no hago sino recordar el folletico de Fidel Castro. Ese relámpago bibliográfico me sacude. Me pone a pensar.
Después de que el fardo de la deuda externa de América Latina fuera el tema-obsesión de Fidel Castro, no deja de sorprender cómo sus nietos aclaran siempre que la palabra default no está en su diccionario ni por asomo y que los pagos se harán religiosamente. Lo han dicho en coro Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Rafael Ramírez (cuando Rafael Ramírez era el zar de la economía). El mensaje va sin ningún tipo de eufemismos: Wall Street no debe preocuparse; la revolución responderá. Lo que no deja de ser una ironía, si tomamos en cuenta que los hijos de Chávez fueron inoculados con el virus antipago que el folletico cubano traía consigo y ahora actúan como todos unos gentlemen de las finanzas. La nueva literatura cubana sobre la materia ahora debería versar sobre cómo Wall Street puede ayudar a sostener en pie una revolución. O dos revoluciones: la chavista y la cubana.
Fidel Castro sabe que ya no puede recomendar a sus nietos (como mentor de ellos que es: Maduro acaba de estar en La Habana) una cesación de pagos porque tal escenario no sólo haría crujir a Venezuela, sino también a Cuba, que depende del oxígeno económico que le provee el chavismo. Precisamente por eso, los nietos de Fidel Castro han enterrado el folletico publicado en los ochenta y se han decantado por no meterse en problemas con el status quo financiero internacional. Y Castro, por su parte, ha hecho mutis, a pesar de que, cuando vociferaba contra los usureros medievales, alertaba que darle preeminencia a la banca internacional, y dejar de lado a la gente, que es lo que han hecho sus nietos venezolanos al incurrir en default interno, supone un altísimo costo político para un país.
Vale la pena citar lo que entonces decía Castro. En una entrevista que le dio al periodista italiano Gianni Miná en julio de 1987, publicadas en el libro Un encuentro con Fidel, señalaba. “Pero creo que hoy todo el mundo está convencido de que la deuda es impagable, y que la deuda es incobrable.
¿Cómo van a cobrar la deuda: matando gente, desapareciendo gente, asesinando gente? No hay manera de cobrar esa deuda, y ningún gobierno estaría dispuesto a arruinarse políticamente imponiendo las durísimas condiciones que exigiría el cobro de esa deuda; se descapitalizarían políticamente y, sencillamente, irían al fracaso político total. Esa es la realidad y no hay más que esperar para ver qué ocurre (…) La deuda es impagable no solo por razones matemáticas o económicas; es impagable también por razones políticas”.
Lo interesante sería saber si en el encuentro que sostuvieron hace poco en La Habana, Castro le habrá recordado a Maduro esas viejas palabras. Probablemente le dijo que ha hecho bien en pagarle a Wall Street para evitar conspiraciones internacionales contra la revolución venezolana. Pero ¿le habrá hablado de los peligros que corre el chavismo al haber caído en default con los venezolanos, tal como también lo advirtieron los economistas Ricardo Haussman y Miguel Ángel Santos? Fidel Castro sabe lo que significa no honrar la deuda social. Se lo dijo al periodista Miná. Lo decía en los folleticos de los ochenta. Y esas arengas siguen siendo proféticas. Ya las encuestas lo gritan en Venezuela. Todas las encuestas. Esto es una olla de presión. Y Castro lo sabe. Mucho más ahora, cuando el precio de nuestro principal commodity comienza a declinar en un contexto en el que todavía no está claro si hemos llegado a la era del petróleo barato. Castro es bueno sacando cuentas: está consciente de que por cada dólar que baje el precio del crudo, a Venezuela le dejan de ingresar 728 millones de dólares. La crisis se agudizará. Pero ¿se lo habrá dicho a Maduro, aunque no fuera en clave de profecía?
Lo que le preocupaba a Castro en los ochenta —y lo que le sigue preocupando, así ese zorro viejo haga mutis— es lo mismo que le preocupa a Barclays. La firma advierte en su último informe sobre Venezuela, presentado bajo el metafórico título de “La tormenta perfecta”, que el principal riesgo presente en el país es un eventual aumento del malestar social debido al deterioro de la situación económica. Y la situación económica se ha deteriorado porque el Gobierno no ha tomado las medidas que ha debido tomar (un programa de rescate de la economía que incluya aumento de la gasolina; orden en las cuentas fiscales; ajuste del tipo de cambio; garantía a la inversión, flexibilidad de precios) y porque, en vista de que se le ha dado prioridad al pago de la deuda externa, no hay recursos suficientes para las importaciones y para honrar la deuda interna. Sí: Castro y Barclays coinciden en el impacto político que arrojará el desastre económico que sacude a Venezuela. Lo que pasa es que Castro no lo puede gritar a los cuatro vientos como lo hacía antes (sería un suicidio) y Barclays está en el deber de advertirlo porque ese es su juego en el ajedrez financiero mundial.
Está muy claro que los hijos de Chávez —y nietos de Fidel: la genética ideológica no falla— inhumaron el folletico pro default. Pero deberían recordar una parte muy importante de él, porque sigue teniendo vigencia. La que Castro le recita al periodista italiano. La del impacto político previsible por haber colocado a Wall Street por encima de la gente (Castro, en su época, hablaba del FMI). El efecto demoledor de ese descuido se aprecia ya en los sondeos—lo repito. Y se verá, si los revolucionarios no apelan a jugadas arteras como la de los circuitos electorales, o si la ira popular no se los lleva antes por los cachos y haya que convocar a elecciones presidenciales anticipadas, en las parlamentarias de diciembre de 2015.
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