Manuel Malaver
26 Octubre, 2014
Al permisar al ex ministro del Interior y Justicia, Miguel Rodríguez Torres, para que le diera luz verde al director del CICPC, José Gregorio Sierralta, y ordenara a una comisión de ese cuerpo masacrar a cinco miembros de colectivos en el edificio Manfredir, -situado entre las esquinas de Pilita a Glorieta, en el centro de Caracas-, Maduro optó por una de las dos herencias envenenadas que recibió del difunto presidente, Chávez: el Ejército o los grupos de civiles armados que aquí se conocen como colectivos.
Albacea del primero, este general, Rodríguez Torres, que estuvo entre los oficiales que lo secundó en la intentona golpista del 4 de febrero del 92, del cual se cuenta estuvo en la unidad de élite comisionada para tomar la Casona, y que luego de la derrota, no lo desamparó hasta su muerte, bien fuera durante el desierto que lo llevó a la conquista de Miraflores en 1998, o, una vez instalado en el poder en los diversos e importantes cargos que desempeñó en los últimos 15 años.
El segundo, los colectivos, tiene un origen más reciente, como fueron los tiempos en que el chavismo empezó a ser minoría en el 2002, y en previsión de una explosión social respaldada por los sectores democráticos de la FAN, se empezó a construir una fuerza armada alternativa, constituida por civiles, que, desde los barrios de Caracas y otras ciudades del interior, contuviera la ofensiva “reaccionaria”.
Aunque dicen que son de origen cubano y que el modelo ya existía en los CDR y la milicia isleña, la realidad es que, a mediados de los 90 ya había “colectivos” en el barrio “23 de Enero” de Caracas, pero exclusivamente focalizadas en las actividades sociales y culturales.
En otras palabras: que lo que planean y llevan a cabo, posteriormente, algunos inspirados como Juan Barreto, Freddy Bernal y Darío Vivas, no es crear una estructura de la nada, sino ideologizar a las que ya existían y fundar nuevas, para darle coherencia, forma y operatividad a una fuerza armada paralela, auténticamente popular y paramilitar.
De más está decir que Hugo Chávez fue de los primeros y más obsecuentes y entusiastas partidarios de los colectivos, que los apoyó con todo, les suministró dotación y financiamiento, y que, si alguna que otra vez discrepó de sus jefes y acciones, fue para ponerlos a salvo de ataques que siempre venían de la oposición y no pocas veces de la FAN.
Por eso no dudamos en afirmar que, con el Ejército, Jorge Giordani y Rafael Ramírez, los colectivos son una herencia chavista, y que si Maduro pudo deshacerse del hombre fuerte de la economía y del de la industria petrolera sin demasiados escrúpulos ni pérdidas políticas, optar entre el Ejército y los colectivos sí lo colocó en una situación extremadamente riesgosa, porque sin el Ejército se podía situar frente a un golpe de Estado, y sin los colectivos, frente a una explosión armada política y social.
Se trataba del desiderátum de un político que llegó a la presidencia sin fuerza propia, que se mantenía por el carisma transmitido de un muerto, y, también, porque los líderes a quienes realmente legó Chávez a Venezuela, a los dictadores sexagenarios cubanos, Raúl y Fidel Castro, se fijaron en él como el empleado que podía obedecer órdenes sin dudar.
El problema de Maduro, entonces, era del más acá, sano y vigoroso y venezolano, pues ahora la política era cada vez menos asunto del “Cuartel de la Montaña”, y más anclada en el país y alejada de dos ancianos que, aparte de sobrevivir en una isla lejana, día a día lucían más enfermos y momificados.
¿Pero de que otra política podía saber Maduro que no fuera de muertos, enfermos, cementerios, ancianos y militares, él que había sido devoto de Satia Say Baba y hablaba con los pajaritos?
Por eso, el país se le volvió cenizas entre las manos, se trituró el mismo mientras pulverizaba al chavismo y todo cuanto oliera a revolución y fue emplazando este país de asesinos y asesinados donde el único tiempo que queda es para morir y enterrar a los muertos.
Fue llamado entonces a capítulo por una de las dos herencias de Chávez que restaban, el Ejército, que le impuso, o trató de imponerle, el desarme y la desaparición de los colectivos.
Objetivo que solo podía lograrse después de una larga y sinuosa negociación, después de remontar una trabajosa cuesta donde no podían faltar uno solo de los dirigentes revolucionarios que detestan a Maduro: Juan Barreto, Freddy Bernal, Darío Vivas y José Vicente Rangel.
De todos los que en los últimos tiempos –sobre todo después de la muerte de Chávez- se han guarecido creando sus “propios” colectivos, sus propias fuerzas armadas, aterrados de que este presidente con una sucesión oscura y espuria, viniera por ellos.
Panorama, entonces, de una revolución feudalizada, de señores de la guerra y de la muerte, preñada de jefes minúsculos y mayúsculos donde cualquier paso en falso, puede significar la pérdida del poder.
Qué Maduro optó por el Ejército y Rodríguez Torres y contra los colectivos, lo grafican los últimos asesinatos: el de Robert Serra y el de José Odremán y cuatro de sus compañeros de los colectivos “5 de Marzo”, “Escudos de la Revolución” y “Bicentenario”.
El de Serra producto de la agria disputa que explotó entre algunos colectivos y el general que quería “desarmarlos”, Rodríguez Torres, que pudo provocar que el diputado cayera entre dos fuegos.
Y el de Odremán, y sus compañeros porque, aparte de discrepar de la “Ley de Desarme Voluntario”, sabía quiénes había asesinado a Serra.
Es significativo que durante el tumulto que se originó durante los sucesos que condujeron a la muerte de Odremán se oyeran voces como: “A Odremán lo van a matar por que sabe quienes mataron a Serra” o “A Odremán lo mataron porque estaban hablando demasiado”.
Pero hay un testimonio mucho más relevante y es del propio Odremán, y es cuando a eso de las 10 de la mañana del día de su muerte se dirige al pueblo de Venezuela: “Me dirijo al pueblo para acusar a Miguel Rodríguez de lo que me pueda pasar”.
Con el pueblo también lo oyó, Nicolás Maduro, quien no solo no hizo nada para evitar su asesinato, sino que ahora, 15 días después, es cuando sale a destituir al criminal.
Definitivamente, adosado a la tela de araña que también le tendió el G-2 cubano, policía política de las más anacrónicas y obtusas del mundo, como que no entiende otro lenguaje que el de la violencia, el que sigue imponiendo en las calles de Cuba, y que, casi por un reflejo condicionado, confundió a Caracas con La Habana, y a las Damas de Blanco con los colectivos.
Restan, sin embargo, elementos que solucionar en los asesinatos de Serra y Odremán y cuatro de sus compañeros y el más importante es enjuiciar y llevar a la cárcel a los autores de la “Operación Masacre”: Rodríguez Torres y compañía.
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