Rubén Monasterios
Mihály Zichy (Hungría, 1827-1906) es un artista injustamente muy poco conocido más allá de los círculos de especialistas en artes plásticas y erotología. Nació en Hungría; fue famoso en su patria y en Rusia, pero murió con la frustración de no haber logrado la meta anhelada por los artistas de la Europa oriental: conquistar el lado occidental del continente; en efecto, Viena y París fueron poco menos que indiferentes ante su obra. En San Petersburgo ocupó el relevante puesto de pintor de la corte, designado por el zar Alejandro II en 1856. Se dice de él que fue una de las más interesantes personalidades de su tiempo; bien plantado, talentoso y de espíritu brillante, siempre estuvo rodeado de bellísimas mujeres que competían por ser sus modelos, dando como resultado una serie de espléndidos retratos de damas de esa corte, así como de personalidades notables del momento; pintó cuadros sobre motivos variados; también dedicó su talento a la ilustración de libros y de manera más discreta, por comprensibles razones, a un tema de su mayor interés, el desnudo femenino; y de manera absolutamente discreta al objeto de su primordial pasión, la escena pornoerótica; de hecho, el artista disponía de tres espacios de exhibición de su obra: el público, representado por galerías y salones palaciegos; el semiprivado, destinado a los desnudos femeninos, en su residencia, al que tenían acceso sus invitados; y su gabinete privado, en el cual guardaba sus dibujos pornoeróticos sólo compartidos con un puñado de amigos íntimos enterados. Sus desnudos femeninos despertaron gran admiración entre aquellos que tuvieron el privilegio de verlos y hoy están establecidos entre las obras maestras del género; excita una saludable envidia saber que muchos de esos magníficos ejemplares de la hembra humana plasmados en sus lienzos no sólo estuvieron en el podio posando ante el pintor, sino también rendidas en su lecho. Asunto de mayor secreto fueron sus dibujos pornoeróticos; tanto, que una selección de los mismos sólo fue dada a conocer a una elite de acaudalados pornófilos refinados varios años después de su muerte, en forma de un cuaderno titulado Amor, originalmente publicado en Leipzing, 1911, en una edición privada de trescientos ejemplares numerados únicamente para subscriptores; nunca hubo una segunda impresión, por cuanto las placas de cobre usadas para estampar los dibujos fueron destruidas; todas las raras reproducciones que se han realizado de la serie parten de esa edición de Leipzing; eso, si bien le ha conferido exclusividad, también le ha restado difusión a su obra.
La estirpe de los artistas bifrontes
Zichy aparece en la historia como paradigma del autor bifronte.
Se me ocurre llamar asía los escritores y artistas autores de
quehaceres creativos distintos en las dos regiones en las que discurre
la vida humana. Una es la región de frente: su pintura o escritura destinada a ser vista por el público, con la que pretende lograr la aprobación del establishment,
la fama y la fortuna; en ella los autores asumen la fachada de la
moralidad burguesa ante la sociedad. Los artistas bifrontes resuelven
otro quehacer en su región de fondo; a esta pertenecen las obras plásticas y escrituras obscenas; es la obra privada, pervertida
al decir de los guardianes del pudor, mediante la cual los creadores
exorcizan sus demonios sexuales; son las “obras secretas” destinadas a
enriquecer deleitables intimidades; a este sector de la realidad
corresponden, en Zichy, los dibujos pornoeróticos. Entre ambas regiones
se ubican los más o menos semiprivados desnudos femeninos de este
pintor, podríamos decir.
No ha estado solo en la historia el
maestro húngaro en esto de actuar en las dos regiones; los escritores y
artistas plásticos prosélitos de Jano, el dios bifronte, el de dos
caras, se cuentan por montones en todas las épocas, particularmente en
aquellas de rigor moral. Desde el momento, en un remotísimo
pasado, cuando inspirados escultores tallaron en piedra las mil y una
posturas sexuales descritas en el Ananga-Ranga para crear la exquisitez
barroca −filigranas pornoeróticas elevadas hacia el cielo−, de los
templos sagrados de Khajuraho, hasta nuestros días, numerosos de los
mejores talentos de cada época han rendido su férvido tributo al arte
inspirado en el amor sexual. Podría citar centenares de nombres de
autores de obras obscenas; entre tantos, algunos asumieron el tema
pornoerótico como motivo recurrente, a veces como único motivo de su
obra; es el caso de artistas como Leonor Fini, Balthus, Delvaux, von
Bayros, Bellmer; otros, la mayoría, en mayor o menor medida pertenecen a
la estirpe de los bifrontes: Miguel Ángel, Rembrandt, Boucher,
Fragonard, Ingres, Daumier, Mollet, Matisse, Schiele, Kokoschka, Bacon,
Breadsley, Grosz, Munch, Rops, Chagall, Degas, Guino, Maillol,
Toulouse-Lautrec, Warhol, Fujita, Picasso… Tomemos el caso de Rembrandt,
pintor con todo derecho considerado uno de los mayores artistas de
todos los tiempos; se conocen de su autoría algunos grabados los cuales,
además de pornoeróticos, son irreverentes ante valores pivotales del establishment,
tales como la intimidad del vínculo matrimonial y el respeto debido al
clero; en uno de ellos aparece una pareja haciendo el amor; según
algunos estudiosos, son el propio artista y su esposa; en otro titulado El monje en el campo de trigo,
figura exactamente el personaje mencionado en el título de la obra, en
primer plano teniendo como trasfondo un campo de trigo, aunque ocupado
en la muy poco pía tarea de tirarse a una moza campesina; en la
“posición del misionero” como es natural.
De continuar, podría llenar páginas y
páginas tan sólo mencionando pintores y títulos de sus obras
pornoeróticas secretas; de verdad raro ha sido el artista que no ha
puesto su imaginación creadora al servicio de la sexualidad; en una
ocasión dije que el único impoluto pareciera ser Fra Angélico…, y eso
porque tal vez no se ha buscado bien entre las cosas que legó a la
posteridad.
Los escritores bifrontes
No son tantos los escritores notables autores de un dossier
secreto; hasta la Ilustración, a quien le venía en gana escribir obras
obscenas, lo hacía y las publicaba bajo su nombre. Hacia el mil
trescientos aparece en Francia la primera obra literaria ofensiva al
pudor −a la luz del criterio conservador moderno− de autor conocido, es
el relato titulado Del anillo que hacía las pingas grandes y rígidas;
su autor, el trovador Haisiaux. Abundan durante los ss. XIII y XIV
composiciones de inaudita indecencia, anónimas y firmadas; entre las
primeras El debate de la cuca y el culo, El discurso del coño, De putas y cogedores, son algunos de los títulos; la obra maestra aparecerá en la transición de la Edad Media al Renacimiento, el Decamerón
(med. s. XIV) de Boccaccio, donde el autor narra sin ambages historias
como la de Alibech, la muchacha que al rezar al lado de su guía
espiritual, completamente desnudos ambos, se asombra ante la
“resurrección de la carne” de su compañero, y le pregunta: “¿Qué es esa
cosa que te brota tan fuerte hacia afuera y que yo no tengo?” “¡Oh, hija
mía, ese es el diablo del que te hablé” −responde el clérigo−. La niña
se alegra de no tener ese despreciable diablo en su bajo vientre; pero
él le explica que en su lugar, ella tiene un “infierno” en esa parte, y
que la obra más piadosa consiste en “volver a meter al diablo en el
infierno.”
El jolgorio sigue durante todo el
Renacimiento, con los impúdicos Aretino en Italia, y Rabelais en
Francia, como superlativos exponentes de una abundantísima literatura
pornoerótica; Ronsard, gloria de las letras francesas del s. XVI, líder
de la Pléiade, no vaciló en hacer públicos una serie de poemarios en los que celebra al miembro viril y rinde tributo al cunnus.
Sorprenderá el lector saber que otra cumbre de las letras galas, el
más venerado de los poetas franceses por sus compatriotas, Corneille,
autor de El Cid y de otras tragedias heroicas,
fue autor de poemas licenciosos, aunque publicados en forma anónima,
con lo que se hace autor bifronte y anticipa las escapadas de la
formalidad impuesta a la creación en la “región de frente” por el establishment,
frecuentes en tiempos posteriores; y su sorpresa podría llegar a ser
mayúscula al enterarse de que La Fontaine, autor de las ingeniosas
fábulas quizá leídas a sus hijos con el fin de formarlos moralmente,
también escribió jocosos versos pornográficos. Explícitamente
contribuyeron al género Crebillón, hijo, novelista de la gente mundana
de mediados del s. XVIII, y su coetáneo, el padre de la enciclopedia,
Diderot, pensador esencial en el proceso formativo de la Revolución
Francesa, con Los dijes indiscretos: vulvas
que cuentan graciosamente sus secretos bajo el sortilegio debido al
genio Cucufa; junto a ellos el fundador de la literatura erótica
inglesa, John Cleland (Fanny Hill, Memorias de una mujer de placer, 1749).
Con la represión siguiente a la
Revolución Francesa, especialmente durante la conocida como Época
Victoriana, y hasta bien entrado el s. XX, prolifera la especie de
nuestro interés en este breve ensayo. Bifrontales fueron notoriedades de
la literatura romántica consagradas por el establishment; los escritos eróticos de Stendhal (1785-1842), el autor de La cartuja de Parma y Rojo y Negro, sólo fueron publicados ochenta y seis años después de su muerte; lo fue su contemporáneo Musset en Gamiani, o Dos noches de placer (1833);
comprensiblemente, esta novela cimera de la literatura pornoerótica en
su variante lésbica de todos los tiempos, apareció anónima y circuló en
forma clandestina; fue menos atrevida la obra pública de su autor,
aunque no tanto su vida personal, ejemplarmente disoluta.
En Alemania se atribuyen numerosos
escritos licenciosos al maestro de la narración de terror sobrenatural,
E.T.A. Hoffman, y el genio del romanticismo, el pacato de Goethe, tuvo
vergüenza de incluir una serie de poemas suya en un libro, porque le
parecieron “demasiado libertinos”.
Un lema idóneo para caracterizar la Época Victoriana (pps. s. XIX, hasta avanzado el s. XX, aproximadamente) es Virtud en público, depravación en privado;
en efecto, fue un período histórico en el que la represión de Eros
impuso la decencia y el pudor como normas en la “región de frente”; sin
embargo, la sociedad se hacia la vista gorda ante la conducta en la
“región de fondo”. Florecieron todos los vicios concebibles: el tráfico
de niñas fue cosa corriente; por todas partes los burdeles de distintas
categorías y variedades, entre estas, los especializados en flagelación,
parafilia vuelta moda, al extremo de ser conocida en el mundo
civilizado como el “vicio inglés”; no es una exageración decir que todo
varón que hubiese estudiado en alguno de los todavía hoy famosos
colegios británicos, pasó por su experiencia iniciática de
sodomización. Entre los escritores consagrados en el discurrir del s.
XIX, Meredith, George Eliot, Hardi, Dickens −el más universalmente
popular entre ellos− es el autor de narraciones en las que destapa las
miserias de la sociedad victoriana, hace burla sarcástica de ella y
denuncia el egoísmo y la hipocresía; con todo, no se atrevió a llegar a
fondo; para hurgar el bajo vientre de la sociedad británica de esos
tiempos debemos ir a los llamados por Steven Marcus “los otros
victorianos” (The Other Victorians. Basic
Books, NY. 1966); como suele ocurrir en tiempos de represión, aparece
entonces una cuantiosa literatura pornoerótica, anónima o firmada con
seudónimos, como es comprensible; entre esas obras se cuentan las
legendarias autobiografías pornoeróticas y clásicos del género, Mi vida secreta (1890?), anónima, y Mi vida y mis amores
(1922), cuyo autor, Frank Harris, tuvo el valor de firmarla con su
nombre, en razón de lo cual fue perseguido y juzgado. Con raras
excepciones, como la citada, esos libros fueron obras de escritores que
en la “región de frente” mantenían una imagen virtuosa; los
investigadores no han tenido éxito en su empeño de establecer la
autoría de novelas como La mansión de los vicios, la perturbadora Señorita Tacones Altos: obra maestra del fetichismo de los zapatos y del sadomasoquismo, Un verano de amor, Cruel Zelanda, Venus en India,
firmada con el seudónimo Charles Deveraux, bajo el cual, sospechan los
estudiosos, se oculta un oficial del ejército colonial británico.
En sentido opuesto, no fue muy difícil
descubrir la obra oculta del clérigo anglicano, matemático, cuentista y
fotógrafo Lewis Carroll (seudónimo de Charles Lutwidge Dodgson,
1832-1898). Caroll es un caso de bifrontismo en plena Época Victoriana
−y en el propio patio de la mojigata reina− debidamente identificado y
por demás curioso; el personaje es el paradigma de lo victoriano: rigió su vida por el principio expuesto supra; su obra en la “región de frente” es de sobra conocida y acertadamente valorada, y en ella la joya es Alicia en el país de las maravillas (1865), deliciosa narración llena de acertijos y claves, de humor, fantasía y suspense,
e inobjetable desde el punto de vista moral. Lo inquietante se
encuentra en su obra de la “región de fondo”; para empezar, despiertan
sospecha las miles −en sentido literal− de “cartas a niñas” remitidas a
sus amiguitas, no obstante estar escritas en un tono coloquial y
gracioso de acento más bien ingenuo, y sin ni siquiera la menor
insinuación libidinosa; la sospecha de su vocación pedófila se vuelve
certidumbre a partir de su quehacer fotográfico secreto: retratos de
nenas impúberes disfrazadas, precariamente cubiertas, casi siempre
descalzas: condición apreciada como obscena en esos tiempos; la mayoría
de ellas en poses que, siendo condescendientes, podríamos calificar de sugestivas.
La obra de Carroll sufrió el destino que
suele seguir la creación de la región de fondo de los artistas
bifrontes, la destrucción, en su caso parcial afortunadamente; en
efecto, a veces esos autores dejan constancia de su voluntad de que sus
trabajos pornoeróticos sean destruidos a raíz de su muerte; en otros
casos los hacen desaparecer sus albaceas o herederos animados por el
elevado sentimiento puritano de preservar la honorabilidad de la memoria
de su predecesor en la posteridad. Lewis Carroll estipuló que a su
muerte sus diarios debían ser quemados y las fotografías enviadas a sus
modelos o a sus familiares más cercanos[1], o bien asimismo destruidas.
Su albacea Dodgson Collingwood, sobrino del autor, decidió no quemar
los diarios, sino expurgarlos concienzudamente, y en lugar de devolver
las fotografías las conservó y sólo quemó las más comprometedoras, las
de niñas desnudas; sin que se sepa cómo, se salvó una sola, que aparece
aquí: la coloreada al oleo de la pequeña Evelyn Hatch yacente, tomada en
1879 (fuente: L. Maristany, Prólogo a Cartas a Niñas, 1987).
¡Y cuidado con la reina!, porque el
bifrontismo está lejos de ser exclusivo de los pintores y escritores.
Alejandrina Victoria (1819-1901), monarca del Reino Unido y Emperatriz
de la India, arquetipo de la virtud conservadora y de la “viuda
inconsolable” a partir de la muerte de su esposo Alberto (1861); en
otras palabras, la mujer cuyos valores sirvieron de modelo en la
configuración de la moral pública conservadora en casi todo el mundo
durante una prolongada época histórica, no fue exactamente tan pacata en
su región de fondo como lo da a entender su imagen en la región de
frente; los historiadores y biógrafos encuentran evidencias que le dan
soporte al rumor de su afición al whisky, así como de su relación
amorosa con John Brown, un gañán irlandés, inicialmente caballerizo real
y luego “amigo íntimo”, según ella misma lo calificó en varios
escritos; fue tan evidente el vínculo que los periódicos amarillistas la
llamaban “Mrs. Brown”. Muerto Brown y transcurrido el duelo, la reina
inclinó su afecto hacia otro mayordomo, el indio Abdul Karim. Bueno, al
fin y al cabo Victoria seguía el ejemplo de su madre, la duquesa de
Kent, cuyo amante también fue su mayordomo John Conroy.
No faltan los autores bifrontes en pleno
siglo veinte; por citar sólo un ejemplo desconcertante, en la década de
los ochenta salió a relucir que una famosa novela pornoerótica
austriaca titulada Josephine Mutzenbacher, biografía
ficticia de una prostituta vienesa, hasta entonces considerada anónima,
había sido escrita por Felix Salten (seudónimo de Sigmund Salamenn,
1895-1945)… también autor del cuento infantil Bambi, una historia del bosque (1923), popularizada a través de las generaciones en todo el mundo gracias al filme debido a Walt Disney (1942). [2]
Las escrituras pornográficas secretas
casi siempre son cartas destinadas a amantes o diarios íntimos; también
narraciones usualmente leídas por el autor a un puñado de amigos, o
que este hace imprimir en pequeñas ediciones no comerciales; más raras
son las comedias destinadas a ser representadas en funciones privadas.
Las escrituras secretas, anónimas o
firmadas con seudónimos, sin data, conservadas en unos cuantos
ejemplares −a veces en un ejemplar único− perdidos en un remoto y
polvoriento estante de una biblioteca, o popularizadas mediante
reproducciones alteradas, sea por arbitrariedad o descuido, constituyen
un dolor de cabeza de los estudiosos de la literatura, y un poderoso
acicate para los investigadores de la materia, quienes suelen hacer
ingentes esfuerzos y pasar años tratando de averiguar la autoría de una
obra; así ocurrió con la antes citada Gamiani y con la obra a la que haré referencia de seguida.
Por cierto, entre los más notables
enigmas de la literatura figuró una célebre novela aparecida anónima en
Londres, 1893, en un tiraje de cien ejemplares; se trata de Teleny, originalmente titulada Cosmopolis, or the reverse of Medal;
después de mucha especulación y búsquedas, la investigación identificó
a Oscar Wilde como su autor. Los hallazgos indican que fue una
escritura colectiva, realizada por algunos miembros de uno de los tantos
círculos de uranistas existentes en Londres en el siglo diecinueve,
actuando bajo la sombra magnífica del autor del conmovedor De profundis, quien guió la redacción e hizo la corrección de estilo final, dándole su impronta. Teleny
es la obra fundacional de la literatura homófila en occidente y Wilde
fue un bifronte complicado, tanto como Musset −este en clave
heterosexual− al otro lado del canal unos años antes; en su vida
pública, Wilde poco se ocupó en disimular su homosexualidad, puesta de
manifiesto por sus amaneramientos sofisticados y sus persistentes
afinidades afectivas con hermosos muchachos; sin embargo, su obra en
esta región de frente no refleja su disposición, al menos no en forma
explícita; eso lo dejó para su única obra conocida de la región de
fondo; única, aparte de las cartas a su amigo muy particular, el joven a
quien le puso el cariñoso apelativo de Bosie (lord Alfredo Bruce Douglas, segundo hijo del marqués de Queensberry); pero las cartas (1892-1897) son literatura homófila light, comparada con la novela, en la que leemos una sucesión de párrafos tan ácidos el como citado a continuación:
Me hallaba tendido sobre un montón de
cojines que me situaban a la altura de Teleny; él me tomó las piernas,
colocándoselas sobre los hombros y, apartándomelas, comenzó a besar, y
luego a lamer el orificio intermedio, lo que me procuraba un placer
inefable. Cuando hubo preparado bien la entrada, lubrificándola con su
lengua, intentó hundir en ella la cabeza de su pene. Era inútil; no
podía penetrar.
−Déjame humedecerlo, dije yo, y así podrá entrar más fácil.
Coloqué entonces su miembro en mi boca, lo acaricié con mi lengua y lo chupé hasta la raíz…
…Y con la punta de mis dedos aparté los
bordes de aquella fosa aún inexplorada, que ardía por recibir el enorme
instrumento asomado a su entrada.
Teleny apretó con su glande una vez más;
la punta pudo penetrar unos milímetros, pero el formidable champiñón no
pudo avanzar más….
…Lo intentó una vez más, empujando
suavemente pero con firmeza; los músculos del ano se relajaron, y el
glande pudo penetrar al fin; la piel se distendió de tal manera, que
unas gotas de sangre asomaron por los bordes del esfínter, pero el
pasaje había quedado practicable, y el placer ahora superaba con mucho
al dolor.
Vi baccio mille volte. La mia anima
baccia la vostra, mia pinga, mio coure sono innamorati de voi. Baccio il
vostro gentil culo e tutta vostra persona.
(Te beso mil veces. Mi alma besa la tuya; mi pinga, mi corazón están enamorados de ti. Beso tu precioso culo y toda tu persona.)
Y en otra:
… io figo mille baccii alle tonde
poppe, alle transportatrice natiche, a tutta vostra persona che m´ha
fatto tante volte rizzare e m´ha annegato in fiume di delizie…
(… yo doy miles de
intensos besos a los redondos pechos, a las enloquecedoras nalgas, a
toda tu persona que me lo ha parado tantas veces y me ha sumergido en
un río de delicias.)
Un caso raro concierne a James Joyce, no
tanto porque hubiese escrito cartas indecentes, sino porque la
destinataria de las mismas fue Nora, su esposa. Algunos de sus demonios
sexuales se asoman ya en su más célebre novela, Ulises;
pero en sus cartas aludidas (escritas en 1909) salen a montones y a
tropel; quien es visto, por numerosos críticos, como el más importante
de los escritores del siglo veinte, expresa en una de ellas:
… junto a este amor
espiritual que siento por ti, hay también un ansia salvaje y bestial de
cada centímetro de tu cuerpo, de cada parte secreta y vergonzosa de él,
de cada olor y acción de él. Mi amor por ti me permite rezar al espíritu
de la belleza y la ternura eterna reflejadas en tus ojos o tirarte al
suelo sobre tu suave vientre y debajo de mí y cogerte por detrás, como
un puerco cabalgando a una cerda, regocijándome con la abierta vergüenza
de tu vestido y de tus blancas bragas de niña revueltas y con la
confusión de tus mejillas enrojecidas y de tu pelo enredado. Me permite
estallar en lágrimas de compasión y amor ante una palabra trivial,
temblar de amor por ti ante el sonido de un acorde o cadencia musical o
tumbarme con la cabeza en los pies de la cama sintiendo tus dedos
acariciarme los cojones y hacerme cosquillas o metidos en mi culo y tus
cálidos labios chupándome la pinga, mientras yo tengo la cara encajada
entre tus gruesos muslos y agarro con las manos los redondos cojines de
tu culo y te chupo, voraz, el frondoso coño rojo…
Y en las letras venezolanas no faltan
ejemplos de bifrontismo; el más desconcertante probablemente sea el de
un autor consagrado por el establishment literario y político
nacional −porque en ambos campos fue relevante−. Legó a la posteridad
este escritor una comedia en un acto, pornoerótica por su contenido,
enmarcada en la idea de teatro del absurdo, o surrealista, con lo que se
anticipa al menos en cuatro décadas a las proposiciones de Ionesco, sea
dicho al desgaire. Su título es Alcoba[3]; se
trata de una comedia, e impresiona como un ejercicio de seducción de
una dama cuya identidad está velada en la enigmática dedicatoria: “−azul
para tus verdes, esperada mía−”. El asunto de la obra es el tránsito de
la niñez a la edad adulta en la vida de una mujer; los personajes son
El Hombre, La Mujer, varios peluches, La Muñeca, El Pantalón Azul; el
único acto discurre en la desordenada alcoba de una joven, y la acción
dramática es un persistente contrapunteo erótico de celos y amapuches
entre los personajes, cuyo eje es La Mujer; en dicha acción, la
combinación de elementos sexuales de sesgo fetichista y rinoflerista e
infantiles, es genialmente pervertida; he aquí un ejemplo de los
diálogos:
El Oso: Yo la he sentido… me ha tenido entre sus rodillas…El Gato: Yo he dormido entre sus muslos, sobre un divino calor. El Pingüino: Yo he metido el pico por sus piernas, como el cisne entre las piernas de la diosa. La Muñeca: Ella me ha dado sus pezones; con una mano ha sacado sus pechos y me ha puesto un pezón en la boca, como una madre…El Pingüino: Es un juego… El Pantalón Azul:
Pero en las noches altas, cuando ella sueña con el hombre, sus muslos
se aprietan uno contra el otro, se separan y vuelven a apretarse, y soy
yo el único que siente su angustia, que arde en su ardor y que aspira su
savia…
Entra El Hombre y poco después el autor
hace la siguiente acotación: “El Hombre avanza y toma en sus manos a El
Pantalón Azul, lo huele, lo oprime contra su boca.” Parece mentira que
esta pequeña joya del teatro pornoerótico pudiera ser imaginada por un
poeta como Andrés Eloy Blanco, cuya obra en su región de frente se
caracteriza por el más acendrado pudor y cierto toque sentimental.
La serpiente que se muerde la cola
El término pornoerótico,
reiteradamente usado en este lenguaje, tiene aquí, en efecto, un papel
relevante; siento el compromiso de exponer al lector su significado.
Tuve la necesidad de acuñarlo al
comprender que los dos asuntos involucrados en el mismo son los polos de
un continuo en el que no hay ninguna ruptura; son dos maneras
diferentes de ver un fenómeno único: la sexualidad; son dos formas
diferentes de entender, tratar, hacer o expresar la sexualidad de los
seres humanos; lo erótico está mucho más asociado a la dimensión
emotiva-intelectual del ser humano, en tanto lo pornográfico está más
vinculado a la dimensión emotiva-instintiva de nuestra especie: la más
cercana a lo animal, a lo biológico; lo erótico es un llamado al ángel
que todo humano lleva adentro; lo pornográfico es un reclamo a la bestia
lasciva que subyace incluso en la más refinada de las personalidades;
es la exhibición explícita de lo más secreto. Es pornográfico cualquier
producto del intelecto humano que presente la sexualidad en forma
directa y objetiva, recreándose en la genitalidad y en el acto sexual en
sí; en tanto es erótico cualquier otro que la exhiba en forma velada,
eufemística, sugerente; de aquí que lo erótico con frecuencia juegue
con la paradoja del pudor impúdico, vale decir, con el acto de cubrir permitiendo entrever; una paradoja habitual en la cotidianidad: rige la moda de vestir
“El erotismo puede llegar a la obsesión y
entrar de lleno en lo más obsceno y en la pornografía” −apunta el
sexólogo Moguer Moré, con lo cual señala hacia la idea de que erotismo y
pornografía no son cosas diferentes, sino dos fases del mismo proceso:
la relación amorosa; y es en la experiencia de la relación sexual
precisamente, donde se pone de manifiesto en su forma más evidente la
continuidad entre erotismo y pornografía; al principio somos eróticos y
jugamos con velaciones y delicados eufemismos el juego del amor; al
acceder al lecho, el humano normal se vuelve cada vez más y más
pornográfico: entonces somos lascivos, lujuriosos, impúdicos,
indecorosos, queremos ver de cerca, chupar y morder, penetrar y
fusionarnos, tocar hasta el fondo, sentir los sabores y olores,
empaparnos del sudor y de los demás fluidos orgánicos, gemir y escuchar
gemidos y obscenidades… El texto de Joyce, citado supra,
ejemplifica magistralmente el aludido entrelazamiento de lo erótico y lo
pornográfico en el acto amoroso. Despierta compasión aquel mortal que
en ese sublime instante pretenda seguir apegado a las normas del decoro…
Después, poco a poco, volvemos a ser eróticos y entre besos tiernos y
caricias suaves y sonrisas y expresiones de gozo, evocamos el placer que
uno al otro nos hemos deparado, y agradecemos el privilegio de amar y
ser amados. “El erotismo es la imaginación del sexo, una situación, un
soplo, un deseo radiante o sombrío, una metasexualidad” −escribe Liscano
en una de las más nítidas elucidaciones destinada tanto a precisar las
relaciones como a marcar la diferencias entre los asuntos que nos
ocupan−. “La pornografía se complace en mirar el acto fisiológico en sí,
los órganos en primer plano, la anatomía, la fotografía realista.
Mientras el erotismo disfraza o invoca, la pornografía mira: es un ojo.
Las más exaltadas parejas eróticas son pornográficas en el lecho”. Y con
la última frase volvemos al punto de la continuidad entre las dos
cosas.
Lo expuesto es la tesis de la continuidad entre lo erótico y lo pornográfico; o de “la serpiente que se muerde la cola”. El erotismo es el estado previo
al acto sexual, es decir, el deseo, la promesa, el juego psicológico, y
se alinea junto a la pornografía que refleja lo que pasa durante
el acto; es decir, el placer, la realización de la promesa, la
satisfacción de los cuerpos. “En consecuencia, ambos conceptos, según
esta tesis, no se oponen sino que se presentan con una continuidad
inseparable”. (Enciclopedia Salvat del Séptimo Arte, 7.)
De las artes impúdicas
“Dos maneras diferentes” de entender,
tratar o vivenciar la sexualidad no se refiere a dos calidades estéticas
diferentes; en efecto, se ha vuelto un lugar común la idea de
distinguir entre erotismo y pornografía en términos cualitativos; de
acuerdo a tal criterio, será erótica cualquier realización del intelecto
humano alusiva a la sexualidad a la que se atribuya calidad estética,
en tanto será pornográfico cualquier producto del ingenio inspirado o
alusivo a la sexualidad que no posea la pretendida calidad; este
simplista punto de vista a veces conduce a la aberración mayor de
determinar la condición de erótica o pornográfica de una obra a partir
del prestigio de su autor; en tal sentido, un dibujo de Picasso −pródigo
en la producción de material pornoerótico de refinada estética: remito a
la Suite Vollard (1930-37)− necesariamente
será erótico, porque ¿cómo va a ser pornográfica una obra de uno de los
mayores genios de las artes plásticas de todos los tiempos? La
inconsistencia de este criterio queda de manifiesto en el caso de Gamiani;
mientras se desconocía la autoría de esta obra maestra del género, no
faltaron comentaristas que se refirieran a ella en términos de
“despreciable folletín pornográfico”; identificado como su autor Musset
−una de las cumbres del romanticismo, según lo destacamos antes−, el
tono cambió y cautelosamente empezó a ser calificada de “novela
erótica”.
Lo cierto es que en términos artísticos,
tanto las obras eróticas como las pornográficas pueden ser “buenas” o
“malas”, por cuanto lo determinante de la calidad estética no es el
tema ni la naturaleza del material utilizado por el creador, sino el
tratamiento que este le imparte a esas cosas; es la forma como
aparecen organizados los componentes de la obra lo que determina su
calidad estética. “No se deben mezclar ambas cosas [arte y moral] si se
quiere tratar de desentrañar el misterio de la creación artística: esta
tiene su propia esfera, en la que se gesta, acierta o fracasa, y la
moral no tiene mucho que hacer en determinar sus resultados” −escribe
Vargas Llosa en uno de sus esclarecedores artículos.
Vea el amable lector un cuadro como La maja desnuda (c.1797) de Goya, o el Olimpia
(1865) de Manet, por recurrir a los que probablemente son los más
universalmente conocidos de la abrumadora cantidad de desnudos pintados
por artistas de todas las épocas a partir del Renacimiento; esos cuadros
son obras de arte erótico, tal como lo identifica Pellegrini:
“toda forma de arte que exprese de modo casi exclusivo (figurativa o
léxicamente) contingencias amorosas con finalidad libidinógena
preconcebida” (Sexuología,1966). Sólo animados por el propósito de facilitar la observación, hagamos el intento de deconstruir
parcialmente esas obras en las dos dimensiones de su configuración
total que designamos para ubicarlas en determinada área de las
creaciones humanas: lo artístico, y en determinado género temático: lo
erótico.
La condición de obras de arte es una
consecuencia del tratamiento que los artistas le impartieron al tema; su
genial estilo personal en la resolución de problemas plásticos tales
como la distribución de los elementos en el espacio, administración de
la luz y del color, solución de la línea, disposición de los volúmenes,
etcétera; vale decir, de componentes formales. El erotismo en
los cuadros no lo aporta tan sólo la desnudez de las espléndidos hembras
pintadas, sino, primordialmente −volvemos a ella− de la forma
en que los pintores las hicieron posar: su postura física, su
disposición psicológica, o lo que ellas parecieran pretender decir al
observador con su postura y expresión facial; y el entorno que las
rodea, desde luego. Ambas son figuras yacentes con el torso un tanto
erguido; las dos miran de frente y descaradamente sostienen la mirada
del observador, aunque su expresión facial “neutral”, podríamos decir,
sugiere indiferencia (con un acento ligeramente burlón en Olimpia) ante
la inspección a la que son sometidas; su actitud es displicentemente
altanera, retadora; ambas mantienen las piernas cerradas, en la
disposición muy femenina de proteger su recinto sagrado;
desnudas, aunque negándose a la exhibición total: he ahí el toque
erótico aportado por la paradoja del pudor impúdico. En el retrato, sea
pintura o fotografía, esté el personaje vestido o desnudo, la calidad
estética depende en gran medida de ese talento inefable del artista para
captar la singularidad de la expresión facial y la actitud corporal
tras las cuales se deja sentir la emoción y el sentimiento. El entorno
de los cuadros que nos ocupan, complemento importante de su atmósfera
erótica, sugiere intimidad.
Consideraciones semejantes conciernen a
los desnudos de Zichi y, por supuesto, a los perturbadores dibujos que
catalogamos en su región íntima.
Aquí le pido al lector un ejercicio de
imaginación: visualice esos cuadros e imagine los personajes en una
postura diferente; la Maja y Olimpia ahora tienen las piernas abiertas y
exhiben impúdicamente su sexo; así esos cuadros serían pornográficos,
¿pero por esa razón han dejado de ser obras de arte?; los respectivos
genios de Goya y Manet siguen presentes; el hecho de que los cuadros
correspondan a otro subgénero temático no resta un ápice de su calidad
estética; del mismo modo serían obras de arte si los maestros hubieran
pintado sendas vacas. La cruda descripción de comportamientos sexuales
en los textos de Joyce, Musset y Wilde tampoco le resta una pizca de
fuerza expresiva ni de belleza poética a su prosa; ni el diálogo salaz
de A.E. Blanco opaca el impacto de su creatividad.
No obstante, en verdad el lector no
necesita hacer ningún ejercicio de imaginación: lo remito a obras
concebidas como arte pornográfico sin ambigüedades; entre ellas destaca
el impresionante óleo de Gustavo Courbet El origen del mundo
(Originalmente el autor le puso el helado título de “Torso de mujer”,
1866. Actualmente en la colección del Museo de Orsay, París). Este óleo
de 46×55 cm hace un encuadre prácticamente de tamaño natural y
totalmente realista de parte del torso y de la región genital de una
joven y muy bien hecha mujer que posa con las piernas del todo
abiertas; asimismo el Portrait d’Alexandra
(1970) de Paolo Vallorz, en cual lo retratado es el sexo de Alexandra,
cuya capacidad erotogénica aparece potenciada por un así como
delicadamente depravado detalle aportado por un marco de lingerie
fina; o las numerosas piezas pornográficas de Picasso, entre ellas un
dibujo a creyón sin título (1971. Galería Louise Leiris, París) de sesgo
expresionista, que pareciera inspirado en la pintura de Courbet antes
aludida.
El origen del mundo,
por cierto, es un caso ejemplar de la existencia azarosa de las obras
de la región de fondo; fue víctima de la censura por ocultamiento de
parte de sus diferentes tenedores; orgullosos de su posesión, pero
avergonzados de su exhibición, invariablemente la escondieron. Su último
propietario privado fue Jacques Lacan, quien −aunque parezca increíble
tratándose de un psicoanalista de vanguardia− también se sometió a la
norma de virtud en público, depravación en privado. Lacan la mantuvo oculta en su casa de campo, bajo un lienzo políticamente correcto
del pintor Masson; a su muerte, en 1981, el cuadro pasó a manos del
Estado francés, por cuanto el pillo del psiquiatra no estaba al día con
el fisco. La depositaron en el Museo de Orsay, pero eso no la rescató
del ocultamiento; incluso bien avanzado el s. XX seguía resultando
amenazante. Empezó a mostrarse una década después, y la autoridades del
museo inicialmente designaron una vigilancia especial en la sala, por
temor a las reacciones del público. Todavía hoy causa asombro e
incredulidad a los más ingenuos.[4]
¿Por qué?
Quince años después de terminada la II
Guerra Mundial, en un intercambio cultural con Francia, se exhibió en
Tokio por primera vez la obra de Rodin; la exposición ocasionó un
escándalo. La agencia noticiosa FP recogió la opinión de un respetable
ciudadano de la clase media: “No logro explicarme por qué un artista de
evidente talento se dedica a plasmar a una pareja haciendo algo tan
repulsivo”… Se refería a la célebre escultura El Beso; la pieza fue retirada de la vista del público.
La inquietud es comprensible; el lector
tiene derecho a preguntar, tanto como el señor nipón, qué induce a
artistas de “evidente talento” a responder al llamado del sexo; pero no
pierda de vista que lo mismo sería preguntarle a Paul Claudel por qué
escribió poesía religiosa, o más exactamente, católica. La diferencia
radica en que los pintores y escritores pornoeróticos quizá no se
sientan animados a responder en los mismos términos de Claudel, quien
declaró que luego de un período de escepticismo e indiferencia, tuvo una
súbita iluminación interior, a los veinte años, la cual le sobrevino
durante una visita a Notre-Dame de París. “Me tengo por un escritor
religioso y católico. Si alguna misión me ha sido confiada, es la de
llevar de nuevo a un mundo corrompido por la duda”… “la idea de la
alegría y del amor, en la certeza y en la fe en un Dios”… Hasta
donde alcanza mi información, ningún cultivador del género pornoerótico
se ha justificado mediante un argumento semejante; lo más cercano a
ello es la experiencia contada por Anaïs Nin: “Como se nos condenaba a
centrarnos exclusivamente en la sensualidad, tuvimos violentas
explosiones de poesía. Escribir relatos eróticos se convirtió en un
camino hacia la santidad antes que hacia el libertinaje.”
El por qué, tratándose de los
creadores de indecencias, debe buscarse en otras razones, más
racionales, y las respuestas posibles abarcan una amplia gama de
posibilidades extendida desde las más intrincadas elucidaciones
filosóficas y científicas, hasta las razones más simples, pasando por
las de inspiración mística o esotérica, según las cuales, los autores
pornoeróticos somos agentes del demonio predestinados a corromper
espíritus prístinos.
Los cancerberos del pudor colectivo, sin
atribuirnos predestinaciones sobrenaturales, asimismo creen que somos
un hatajo de pervertidos; la razón de pintar o escribir con crudeza y al
detalle intimidades sexuales radica en nuestra mente retorcida, oscura
y sucia, y nuestro único lugar en el mundo no puede ser otro que la
cárcel, y en el más allá, la quinta paila del infierno; los más
benévolos nos recluirían en manicomios, por cuanto tales obras sólo
pueden ser productos de mentes desquiciadas.
La creatividad pornoerótica se justifica
a partir de argumentos racionales; un autor podría decir, pongamos por
caso, que hace obras de esa naturaleza con el propósito plenamente
consciente de épater al pequeño burgués, de transgredir las
convenciones asentadas; en efecto, en cierta época es probable que la
pornografía haya tenido un valor de trasgresión muy alto, al extremo de
contribuir de algún modo al cambio de la mentalidad de una sociedad
hacia la libertad; todavía hoy es probable que lo tenga en algunos
contextos socioculturales, pero en la actualidad ese pretendido valor es
harto discutible en la generalidad de los colectivos incorporados a la
corriente dominante de la civilización; en consecuencia, la
argumentación racional de sesgo sociopolítico no satisface a propósito
de explicar en su esencia el por qué de nuestro interés.
La divina Anaïs Nin, cuya sensibilidad
la lleva a identificar la santidad con la poesía, explica sus escritos
eróticos a partir de razones crematísticas. “En la época en que nos
dedicábamos a escribir relatos eróticos a un dólar la página”… asienta
en su diario, y lo hacían, ella y Henry Millar, porque estaban en la
inopia. No fue la primera en responder a esa motivación (ni sería la
última); siglos antes, al ser llevado ante la justicia a partir de la
publicación de Memoirs of a woman of pleasure (1749), más conocida por el título de Memorias de Fanny Hill,
John Cleland, otrora respetable cónsul del Imperio Británico y
funcionario de la Compañía de las Indias en Bombay, venido a menos y
atosigado por deudas que lo llevaron a prisión, justificó el haberla
escrito por la falta de dinero.
Alexandrian no se deja convencer por tal
argumento: “Ese pretexto es falso”… “Por otra parte, un autor erótico
no se improvisa, para esto es necesario tener el gusto y hasta el don de
expresar los desenfrenos sexuales. El hombre que relata historias
pornográficas lo hace por pasión, aunque sea remunerado por ello.” (Historia de la literatura erótica, 1989) Así su reflexión conduce a lo que es una plausible respuesta al por qué:
la pasión, entiéndase: el tono general de la personalidad determinado
por una emoción que se impone en la persona sobre todas las demás
tendencias; una profunda afección del espíritu que desempeña un papel
decisivo en la vida del individuo; consiste en un mecanismo emotivo
sumamente complejo, caracterizado por la atracción hacia ciertos objetos
y la repulsión de otros, de modo que se buscan determinados estados
afectivos, sentimentales y de otra índole, a la vez que se repugnan
otros.
Eros, la vida, es una energía
primordial en permanente debate con Tanatos, la muerte; en tanto
prevalece en esa constante confrontación, busca manifestarse, emanar del ser,
podríamos decir. Consideremos, además, que existen diferentes
sensibilidades eróticas: en algunos no pasa de ser una inquietud
circunstancial, en otros es esa pasión mencionada por Alexandrian.
La expresión más primitiva de Eros es el
instinto sexual, entendido en el sentido de un comportamiento
biológicamente determinado que impulsa a la búsqueda del ser sexualmente
complementario, al ayuntamiento sexual con ese ser, cuyas consecuencias
son descargar energía, aliviar una tensión, obtener placer y generar
más vida; no obstante, la generalidad de las culturas modernas
posteriores a la emergencia del cristianismo, reprimen la expresión
libre de la sexualidad; los individuos de sensibilidad erótica débil
aceptan la represión y manifiestan su sexualidad en los términos
impuestos por su cultura; los de sensibilidad erótica intensa −los
poseídos por la pasión, con todo cuanto significa de excitación afectiva
e interés predominante y persistente en la personalidad por lo sexual−
se rebelan; posiblemente la mayoría de los posesos elaboran
inconscientemente su frustración y la subliman; hay innumerables
posibilidades de sublimación: desde el coleccionar estampillas hasta la
persecución del Santo Grial o de cualquier otro ideal, pero en todas
subyace la energía erótica; una posibilidad es convertirse en místico,
una forma de elaboración aprobada por la generalidad de las culturas, o
en exaltados líderes políticos, fanáticos de ideologías, de sectas
religiosas. Otros no pueden evitar su desborde incontrolado, porque, por
desgracia, no siempre el sujeto apasionado logra conservar su
conciencia, la lucidez y un dominio suficiente de sus actos, y la
exasperación sentimental acarrea perturbaciones del equilibrio mental o
del comportamiento del individuo, y la pasión se convierte en un estado
morboso; tal vez sean estos quienes se desvían hacia la trasgresión de
las normas morales, quienes se apartan de la noción de “normalidad”
impuesta por la cultura y llegan al crimen sexual; aquellos con vocación
científica y disposición de ayudar al prójimo, tal vez se vuelvan
sexólogos, de encontrar en su entorno las condiciones para lograr ese
objetivo, o erotólogos ávidos estudiosos de lo erótico y lo pornográfico
en todas sus formas, coleccionistas irreductibles de libros,
curiosidades y objetos asociados a lo sexual; los dotados de cierto
talento artístico exorcizan sus demonios sexuales en el sentido
de canalizar su energía primordial sexual, y la hacen brotar de sí en
forma de arte pornoerótico, que es la forma menos reprobada de permitir, a regañadientes, la expresión de la sexualidad fuera del marco convencional, en el contexto de algunas culturas.
Aparte del impulso descrito, que
suponemos básico y tendencialmente universal en cuanto concurra la
condición de represión sexual en una cultura, existen otras
motivaciones más específicas para explicar la creación pornoerótica en
las artes y letras; la indagación de la vida de los escritores y
artistas, si bien no aclara el asunto del todo, arroja alguna luz en
numerosos casos. Podríamos especular que al dibujarse haciendo el amor
con su esposa, Rembrandt quizá quiso preservar para la eternidad un
polvo memorable; su Monje en el campo de trigo es, desde luego, una humorada sarcástica referida a los clérigos que siguen el principio: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Los biógrafos de Musset creen que su motivo al escribir Gamiani −narración calificada de frenética
por Alexandrian− fue una apuesta; se comprometió a escribir una novela
obscena en tres días, sin utilizar una sola palabra grosera; lo logró,
por cierto.[5]
Señalé, al principio, que las respuestas al por qué
de nuestro interés se extienden en una amplia gama variable entre las
fundamentadas en intrincadas teorizaciones científicas y filosóficas,
como la expuesta supra, y las más elementales; en efecto, es
probable que la motivación primordial de algunos escritores y artistas
para hacer obras pornoeróticas, no sea otra que las simples… ganas de
joder.
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