Wednesday, October 15, 2014

Los artistas bifrontes

En: http://prodavinci.com/blogs/los-artistas-bifrontes-por-ruben-monasterios/

Rubén Monasterios

Mihály Zichy (Hungría, 1827-1906) es un artista injustamente muy poco conocido más allá de los círculos de especialistas en artes plásticas y erotología. Nació en Hungría; fue famoso en su patria y en Rusia, pero murió con la frustración de no haber logrado la meta anhelada por los artistas de la Europa oriental: conquistar el lado occidental del continente; en efecto, Viena y París fueron poco menos que indiferentes ante su obra. En San Petersburgo ocupó el relevante puesto de pintor de la corte, designado por el zar Alejandro II en 1856. Se dice de él que fue una de las más interesantes personalidades de su tiempo; bien plantado, talentoso y de espíritu brillante,  siempre estuvo rodeado de bellísimas mujeres que competían por ser sus modelos, dando como resultado una serie de espléndidos retratos de damas de esa corte, así como de  personalidades notables del momento; pintó cuadros sobre motivos variados; también dedicó su talento a la ilustración de libros y de manera más discreta, por comprensibles razones, a un tema de su mayor interés, el desnudo femenino; y de manera absolutamente discreta al objeto de su primordial  pasión, la escena pornoerótica; de hecho, el artista disponía de tres espacios de exhibición de su obra: el público, representado por galerías y salones palaciegos; el semiprivado, destinado a los desnudos femeninos, en su residencia, al que tenían acceso sus invitados; y su gabinete privado,  en el cual guardaba sus dibujos pornoeróticos sólo compartidos con un puñado de amigos íntimos enterados. Sus desnudos femeninos despertaron gran admiración entre aquellos que tuvieron el privilegio de verlos y hoy están establecidos entre las obras maestras del género; excita una saludable envidia  saber que muchos de esos magníficos ejemplares de la hembra humana plasmados en sus lienzos no sólo estuvieron en el podio posando ante el pintor, sino también rendidas en su lecho. Asunto de mayor secreto fueron sus dibujos pornoeróticos; tanto, que una selección de los mismos sólo fue dada a conocer a una elite de acaudalados pornófilos refinados varios años después de su muerte, en forma de un cuaderno titulado Amor, originalmente publicado en Leipzing, 1911, en una edición privada de trescientos ejemplares numerados únicamente para subscriptores; nunca hubo una segunda impresión, por cuanto las placas de cobre usadas para estampar los dibujos fueron destruidas; todas las raras reproducciones que se han realizado de la serie parten de esa edición de Leipzing; eso, si bien  le ha conferido exclusividad, también le ha restado difusión a su  obra.

La estirpe de los artistas bifrontes

Zichy aparece en la historia como paradigma del autor bifronte. Se me ocurre llamar asía los escritores y artistas autores de quehaceres creativos distintos en las dos regiones en las que discurre la vida humana. Una es la región de frente: su pintura o escritura destinada a ser vista por el público, con la que pretende lograr la aprobación del  establishment, la fama y la fortuna; en ella los autores asumen la fachada de la moralidad burguesa ante la sociedad. Los artistas bifrontes resuelven otro quehacer en su región de fondo; a esta pertenecen  las obras plásticas y escrituras obscenas; es la obra privada, pervertida al decir de los guardianes del pudor, mediante la cual los creadores exorcizan sus demonios sexuales; son las “obras secretas” destinadas a enriquecer deleitables intimidades; a este sector de la realidad corresponden, en Zichy, los dibujos pornoeróticos. Entre ambas regiones se ubican  los más o menos semiprivados desnudos femeninos de este  pintor, podríamos decir.

No ha estado solo en la historia el maestro húngaro en esto de actuar en las dos regiones; los escritores y artistas plásticos prosélitos de Jano, el dios bifronte, el de dos caras, se cuentan por montones en todas las épocas, particularmente en aquellas de rigor moral. Desde el momento, en un remotísimo pasado, cuando inspirados escultores tallaron en piedra las mil y una posturas sexuales descritas en el Ananga-Ranga para crear la exquisitez barroca  −filigranas pornoeróticas elevadas hacia el cielo−, de los templos sagrados de Khajuraho, hasta nuestros días, numerosos de los mejores talentos de cada época han rendido su férvido tributo al arte inspirado en el amor sexual. Podría citar centenares de nombres de autores de obras obscenas; entre tantos, algunos asumieron el tema pornoerótico como motivo recurrente, a veces como único motivo de su obra; es el caso de artistas como  Leonor Fini, Balthus, Delvaux, von Bayros, Bellmer; otros, la mayoría, en mayor o menor medida pertenecen a la estirpe de los bifrontes: Miguel Ángel, Rembrandt, Boucher, Fragonard, Ingres, Daumier, Mollet, Matisse, Schiele, Kokoschka, Bacon, Breadsley,  Grosz, Munch, Rops, Chagall, Degas, Guino, Maillol, Toulouse-Lautrec, Warhol, Fujita, Picasso… Tomemos el caso de Rembrandt, pintor con todo derecho  considerado uno de los mayores artistas de todos los tiempos; se conocen de su autoría algunos grabados los cuales, además de pornoeróticos, son irreverentes ante valores pivotales del establishment, tales como la intimidad del vínculo matrimonial y el respeto debido al clero; en uno de ellos aparece una pareja haciendo el amor; según algunos estudiosos, son el propio artista y su esposa; en otro titulado El monje en el campo de trigo, figura exactamente el personaje mencionado en el título de la obra, en primer plano teniendo como trasfondo un campo de trigo, aunque ocupado en la muy poco pía tarea de tirarse a una moza campesina; en la “posición del misionero” como es natural.
 
De continuar, podría llenar páginas y páginas tan sólo mencionando pintores y títulos de sus obras pornoeróticas secretas; de verdad raro ha sido el artista que no ha puesto su imaginación creadora al servicio de la sexualidad; en una ocasión dije que el único impoluto pareciera ser Fra Angélico…, y eso porque tal vez no se ha buscado bien entre las cosas que legó a la posteridad.
Los escritores bifrontes
No son tantos los escritores notables autores de un dossier secreto; hasta la Ilustración, a quien le venía en gana escribir obras obscenas, lo hacía y las publicaba bajo su nombre. Hacia el mil trescientos aparece en Francia la primera obra literaria ofensiva al pudor −a la luz del criterio conservador moderno− de autor conocido, es el relato titulado Del anillo que hacía las pingas grandes y rígidas; su autor, el trovador Haisiaux. Abundan durante los ss. XIII y XIV composiciones de inaudita indecencia, anónimas y firmadas; entre las primeras El debate de la cuca y el culo, El discurso del coño, De putas y cogedores, son algunos de los títulos; la obra maestra aparecerá en la transición de la Edad Media al Renacimiento, el  Decamerón (med. s. XIV) de Boccaccio, donde el autor narra sin ambages historias como la de Alibech, la muchacha que al rezar al lado de su guía espiritual, completamente desnudos ambos, se asombra ante la  “resurrección de la carne” de su compañero, y le pregunta: “¿Qué es esa cosa que te brota tan fuerte hacia afuera y que yo no tengo?” “¡Oh, hija mía, ese es el diablo del que te hablé” −responde el clérigo−. La niña se alegra de no tener ese despreciable diablo en su bajo vientre; pero él le explica que en su lugar, ella tiene un “infierno” en esa parte, y que la obra más piadosa consiste en “volver a meter al diablo en el infierno.”
El jolgorio sigue durante todo el Renacimiento, con los impúdicos Aretino en Italia,  y Rabelais en Francia,  como superlativos exponentes de una abundantísima literatura pornoerótica; Ronsard, gloria de las letras francesas del s. XVI, líder de la Pléiade, no vaciló en hacer públicos una serie de poemarios en los que celebra al miembro viril y rinde tributo al cunnus. Sorprenderá el lector saber que otra cumbre de las letras galas, el más  venerado de los poetas franceses por sus compatriotas, Corneille, autor de El Cid y de otras tragedias heroicas,  fue autor de poemas licenciosos, aunque publicados en forma anónima, con lo que se hace autor bifronte y anticipa las escapadas de la formalidad impuesta a la creación en la “región de frente” por el establishment, frecuentes en tiempos posteriores; y su sorpresa podría llegar a ser mayúscula al enterarse de que La Fontaine, autor de las ingeniosas fábulas quizá leídas a sus hijos con el fin de formarlos moralmente, también escribió jocosos versos pornográficos. Explícitamente contribuyeron al género Crebillón, hijo, novelista de la gente mundana de mediados del s. XVIII,  y su coetáneo, el padre de la enciclopedia, Diderot, pensador esencial en el proceso formativo de la Revolución Francesa, con Los dijes indiscretos: vulvas que cuentan graciosamente sus secretos bajo el sortilegio debido al genio Cucufa; junto a ellos el fundador de la literatura erótica inglesa, John Cleland (Fanny Hill, Memorias de una mujer de placer, 1749).
Con la represión siguiente a la Revolución Francesa, especialmente durante la conocida como Época Victoriana, y hasta bien entrado el s. XX, prolifera la especie de nuestro interés en este breve ensayo. Bifrontales fueron notoriedades de la literatura romántica consagradas por el establishment; los escritos eróticos de Stendhal (1785-1842), el autor de La cartuja de Parma y Rojo y Negro, sólo fueron publicados ochenta y seis años después de su muerte; lo fue su contemporáneo Musset en Gamiani, o Dos noches de placer (1833); comprensiblemente, esta novela cimera de la literatura pornoerótica en su variante lésbica de todos los tiempos, apareció anónima y circuló en forma clandestina; fue menos atrevida la obra pública de su autor, aunque no tanto su vida personal, ejemplarmente disoluta.
En Alemania se atribuyen numerosos escritos licenciosos al maestro de la narración de terror sobrenatural,  E.T.A. Hoffman, y el genio del romanticismo, el pacato de Goethe, tuvo vergüenza de incluir una serie de poemas suya en un libro, porque le parecieron “demasiado libertinos”.
Un lema idóneo para caracterizar la Época Victoriana (pps. s. XIX, hasta avanzado el s. XX, aproximadamente) es Virtud en público, depravación en privado; en efecto, fue un período histórico en el que la represión de Eros impuso la decencia y el pudor como normas en la “región de frente”; sin embargo, la sociedad se hacia la vista gorda ante la conducta en la “región de fondo”. Florecieron todos los vicios concebibles: el tráfico de niñas fue cosa corriente; por todas partes los burdeles de distintas categorías y variedades, entre estas, los especializados en flagelación, parafilia vuelta moda, al extremo de ser conocida en el mundo civilizado como el “vicio inglés”; no es una exageración decir que todo varón que hubiese estudiado en alguno de los todavía hoy famosos colegios británicos, pasó por su experiencia iniciática de  sodomización. Entre los escritores consagrados en el discurrir del s. XIX, Meredith, George Eliot, Hardi, Dickens  −el más universalmente popular entre ellos− es el autor de narraciones en las que destapa las miserias de la sociedad victoriana, hace burla sarcástica de ella y denuncia el egoísmo y la hipocresía; con todo, no se atrevió a llegar a fondo; para hurgar el bajo vientre de la sociedad británica de esos tiempos debemos ir a los llamados por Steven  Marcus “los otros victorianos” (The Other Victorians. Basic Books, NY. 1966); como suele ocurrir en tiempos de represión, aparece entonces una cuantiosa literatura pornoerótica, anónima o firmada con seudónimos, como es comprensible; entre esas obras se cuentan las legendarias autobiografías pornoeróticas y clásicos del género,  Mi vida secreta (1890?), anónima, y Mi vida y mis amores (1922), cuyo autor, Frank Harris, tuvo el valor de firmarla con su nombre, en razón de lo cual fue perseguido y juzgado. Con raras excepciones, como la citada, esos libros fueron obras de  escritores que en la “región de frente” mantenían una imagen virtuosa; los investigadores no han tenido éxito en su empeño de  establecer la autoría de novelas como La mansión de los vicios, la perturbadora Señorita Tacones Altos: obra maestra del fetichismo de los zapatos y del sadomasoquismo, Un verano de amor, Cruel Zelanda, Venus en India, firmada con el seudónimo Charles Deveraux, bajo el cual, sospechan los estudiosos, se oculta un oficial del ejército colonial británico.
En sentido opuesto, no fue muy difícil descubrir la obra oculta del clérigo anglicano, matemático, cuentista y fotógrafo Lewis Carroll (seudónimo de Charles Lutwidge Dodgson, 1832-1898). Caroll es un caso de bifrontismo  en  plena Época Victoriana −y en el propio patio de la mojigata reina− debidamente identificado y por demás curioso; el personaje es el paradigma de lo victoriano: rigió su vida por el principio expuesto supra; su obra en la “región de frente” es de sobra conocida y acertadamente valorada, y en ella la joya es Alicia en el país de las maravillas (1865),  deliciosa narración llena de acertijos y claves, de humor, fantasía y  suspense, e inobjetable desde el punto de vista moral. Lo inquietante se encuentra en su obra de la “región de fondo”; para empezar, despiertan sospecha las miles −en sentido literal− de “cartas a niñas” remitidas a sus amiguitas, no obstante estar escritas en un tono coloquial y gracioso de acento más bien ingenuo, y sin ni siquiera la menor insinuación libidinosa; la sospecha de su vocación pedófila se vuelve certidumbre a partir de su quehacer fotográfico secreto: retratos de nenas impúberes disfrazadas, precariamente cubiertas, casi siempre descalzas: condición apreciada como obscena en esos tiempos; la mayoría de ellas en poses que, siendo condescendientes, podríamos calificar de sugestivas.
La obra de Carroll sufrió el destino que suele seguir  la creación de la región de fondo de los artistas bifrontes, la destrucción, en su caso parcial afortunadamente; en efecto, a veces esos autores dejan constancia de su voluntad de que sus trabajos pornoeróticos sean destruidos a raíz de su muerte; en otros casos los hacen desaparecer sus albaceas o herederos animados por el elevado sentimiento puritano de preservar la honorabilidad de la memoria de su predecesor en la posteridad. Lewis Carroll estipuló que a su muerte sus diarios debían ser  quemados y las fotografías enviadas a sus modelos o a sus familiares más cercanos[1], o bien asimismo destruidas. Su albacea Dodgson Collingwood, sobrino del autor, decidió  no quemar los diarios, sino expurgarlos concienzudamente, y en lugar de devolver las fotografías las conservó y sólo quemó las más comprometedoras, las de niñas desnudas; sin que se sepa cómo, se salvó una sola, que aparece aquí: la coloreada al oleo de la pequeña Evelyn Hatch yacente, tomada en 1879 (fuente: L. Maristany, Prólogo a Cartas a Niñas, 1987).
 
¡Y cuidado con la reina!, porque el bifrontismo está lejos de ser exclusivo de los pintores y escritores. Alejandrina Victoria (1819-1901), monarca del  Reino Unido y Emperatriz de la India, arquetipo de la virtud conservadora y  de la “viuda inconsolable” a partir de la muerte de su esposo Alberto (1861); en otras palabras, la mujer cuyos valores sirvieron de modelo en  la configuración de la moral pública conservadora en casi todo el mundo durante una prolongada época histórica, no fue exactamente tan pacata en su región de fondo como lo da a entender su imagen en la región de frente; los historiadores y biógrafos encuentran evidencias que le dan soporte al rumor de su afición al whisky, así como de su relación amorosa con John Brown, un gañán irlandés, inicialmente caballerizo real y luego “amigo íntimo”, según ella misma lo calificó en varios escritos; fue tan evidente el vínculo que los periódicos amarillistas la llamaban “Mrs. Brown”. Muerto Brown y transcurrido el duelo, la reina inclinó su afecto hacia otro mayordomo, el indio Abdul Karim. Bueno, al fin   y al cabo Victoria seguía el ejemplo de su madre, la duquesa de Kent, cuyo amante también fue su mayordomo John Conroy.
No faltan los autores bifrontes en pleno siglo veinte; por citar sólo un ejemplo desconcertante, en la década de los ochenta salió a relucir que una famosa novela pornoerótica austriaca titulada Josephine Mutzenbacher, biografía ficticia de una prostituta vienesa, hasta entonces considerada anónima, había sido escrita por Felix Salten (seudónimo de Sigmund Salamenn, 1895-1945)… también autor del cuento infantil Bambi, una historia del bosque  (1923), popularizada a través de las generaciones en todo el mundo gracias al filme debido a Walt Disney (1942). [2]
Las escrituras pornográficas secretas casi siempre son cartas destinadas a amantes o diarios íntimos; también narraciones usualmente leídas por  el autor  a un puñado de amigos, o que este hace imprimir en pequeñas ediciones no comerciales; más raras son las comedias destinadas a ser representadas en funciones privadas.
Las escrituras secretas, anónimas o firmadas con seudónimos, sin data, conservadas en unos cuantos ejemplares −a veces en un ejemplar único− perdidos en un remoto y polvoriento estante de una biblioteca, o popularizadas mediante reproducciones alteradas, sea por arbitrariedad o descuido, constituyen un dolor de cabeza de los estudiosos de la literatura, y un poderoso acicate para los investigadores de la materia, quienes suelen hacer ingentes esfuerzos y pasar años tratando de averiguar la autoría de una obra; así ocurrió con la antes citada Gamiani  y con la obra a la que haré referencia de seguida.
Por cierto, entre los más notables enigmas de la literatura figuró una célebre novela aparecida  anónima en Londres, 1893, en un tiraje de cien ejemplares; se  trata de Teleny, originalmente titulada Cosmopolis, or the reverse of Medal; después de mucha especulación y búsquedas, la investigación  identificó a Oscar Wilde como su autor. Los hallazgos indican que fue una escritura colectiva, realizada por algunos miembros de uno de los tantos círculos de uranistas existentes en Londres en el siglo diecinueve,  actuando bajo la sombra magnífica del autor del conmovedor De profundis, quien guió la redacción e hizo la corrección de estilo final, dándole su impronta. Teleny es la obra fundacional de la literatura homófila en occidente y  Wilde fue un bifronte complicado, tanto como Musset −este en clave heterosexual− al otro lado del canal unos años antes; en su vida pública, Wilde poco se ocupó en disimular su homosexualidad, puesta de manifiesto por sus amaneramientos sofisticados y sus persistentes afinidades afectivas con hermosos muchachos; sin embargo, su obra en esta región de frente no refleja su disposición, al menos no en forma explícita; eso lo dejó para su única obra conocida de la región de fondo; única, aparte de las cartas a su amigo muy particular, el joven a quien le puso el cariñoso apelativo de Bosie (lord Alfredo Bruce Douglas, segundo hijo del marqués de Queensberry); pero las cartas (1892-1897) son literatura homófila light, comparada con la novela,  en la que leemos una sucesión de párrafos tan ácidos el como citado a continuación:
Me hallaba tendido sobre un montón de cojines que me situaban a la altura de Teleny; él me tomó las piernas, colocándoselas sobre los hombros y, apartándomelas, comenzó a besar, y luego a lamer el orificio intermedio, lo que me procuraba un placer inefable. Cuando hubo preparado bien la entrada, lubrificándola con su lengua, intentó hundir en ella la cabeza de su pene. Era inútil; no podía penetrar.
−Déjame humedecerlo, dije yo, y así podrá entrar  más fácil.
Coloqué entonces su miembro en mi boca, lo acaricié con mi lengua y lo chupé    hasta la raíz…
…Y con la punta de mis dedos aparté los bordes de aquella fosa aún inexplorada, que ardía por recibir el enorme instrumento asomado a su entrada.
Teleny apretó con su glande una vez más; la punta pudo penetrar unos milímetros, pero el formidable champiñón no pudo avanzar más….
…Lo intentó una vez más, empujando suavemente pero con firmeza; los músculos del ano se relajaron, y el glande pudo penetrar al fin; la piel se distendió de tal manera, que unas gotas de sangre asomaron por los bordes del esfínter, pero el pasaje había quedado practicable, y el placer ahora superaba con mucho al dolor.
Entre los autores jánicos de literatura epistolar obscena es imperativo citar a dos talentos de la magnitud de Voltaire y Joyce.
Ha sido llamado “el genio que iluminó el s. XVIII”, y con una luz tan intensa que sus más refulgentes llamaradas se sienten todavía hoy, corriendo el tercer milenario; es Voltaire, cuya  obra abarca todos los géneros literarios y ocupa 50 volúmenes; aunque en ellos no figuran las numerosas cartas escritas (1742) a Marie Louise Mignot, luego Mme. Denis; fue un amor  incestuoso y adúltero, por cuanto  la dama era sobrina consanguínea de Voltaire y el romance se inicia cuando ella todavía estaba casada con el señor Denis. Se descubrieron las cartas en 1957, y fueron publicadas ese mismo año. Los amantes se entendían en italiano;  en una de ella escribe:
Vi baccio mille volte. La mia anima baccia la vostra, mia pinga, mio coure sono innamorati de voi. Baccio il vostro   gentil culo e tutta vostra persona.
(Te beso mil veces. Mi alma besa la tuya; mi pinga, mi corazón están enamorados de ti. Beso tu precioso culo y toda tu persona.)
Y en otra:
… io figo mille baccii alle tonde poppe, alle transportatrice natiche, a tutta vostra persona che m´ha fatto tante volte rizzare e m´ha annegato in fiume di delizie
(… yo doy miles de intensos besos a los redondos pechos, a las enloquecedoras nalgas, a toda tu persona que me lo  ha parado tantas veces y me ha sumergido en un río de delicias.)
Un caso raro concierne a James Joyce, no tanto porque hubiese escrito cartas indecentes, sino porque la destinataria de las mismas fue Nora, su esposa. Algunos de sus demonios sexuales se asoman ya en su más célebre novela, Ulises; pero en sus cartas aludidas (escritas en 1909) salen a montones y a tropel; quien es visto, por numerosos críticos, como el más importante de los escritores del siglo veinte, expresa en una de ellas:
… junto a este amor espiritual que siento por ti, hay también un ansia salvaje y bestial de cada centímetro de tu cuerpo, de cada parte secreta y vergonzosa de él, de cada olor y acción de él. Mi amor por ti me permite rezar al espíritu de la belleza y la ternura eterna reflejadas en tus ojos o tirarte al suelo sobre tu suave vientre y debajo de mí y cogerte por detrás, como un puerco cabalgando a una cerda, regocijándome con la abierta vergüenza de tu vestido y de tus blancas bragas de niña revueltas y con la confusión de tus mejillas enrojecidas y de tu pelo enredado. Me permite estallar en lágrimas de compasión y amor ante una palabra trivial, temblar de amor por ti ante el sonido de un acorde o cadencia musical o tumbarme con la cabeza en los pies de la cama sintiendo tus dedos acariciarme los cojones y hacerme cosquillas o metidos en mi culo y tus cálidos labios chupándome la pinga, mientras yo tengo la cara encajada entre tus gruesos muslos y agarro con las manos los redondos cojines de tu culo y te chupo, voraz, el frondoso coño rojo…
Y en las letras venezolanas no faltan ejemplos de bifrontismo; el más desconcertante probablemente sea el de un autor consagrado por el establishment literario y político nacional −porque en ambos campos fue relevante−. Legó a la posteridad este escritor una comedia en un acto, pornoerótica por su contenido, enmarcada en la idea de teatro del absurdo, o surrealista, con lo que se anticipa al menos en cuatro décadas a las proposiciones de Ionesco, sea dicho al desgaire. Su título es Alcoba[3]; se trata de una comedia, e impresiona como un ejercicio de seducción de una dama cuya identidad está velada en la enigmática dedicatoria: “−azul para tus verdes, esperada mía−”. El asunto de la obra es el tránsito de la niñez a la edad adulta en la vida de una mujer; los personajes son El Hombre, La Mujer, varios peluches, La Muñeca, El Pantalón Azul; el único acto discurre en la desordenada alcoba de una joven, y la acción dramática es un persistente contrapunteo erótico de celos y amapuches entre los personajes, cuyo eje es La Mujer; en dicha acción, la combinación de elementos sexuales de sesgo fetichista y rinoflerista e infantiles, es genialmente pervertida; he aquí un ejemplo de los diálogos:
El Oso: Yo la he sentido… me ha tenido entre sus rodillas…El Gato: Yo he dormido entre sus muslos, sobre un divino calor. El Pingüino: Yo he metido el pico por sus piernas, como el cisne entre las piernas de la diosa. La Muñeca: Ella me ha dado sus pezones; con  una mano ha sacado sus pechos y me ha puesto un pezón en la boca, como una madre…El Pingüino: Es un juego… El Pantalón Azul: Pero en las noches altas, cuando ella sueña con el hombre, sus muslos se aprietan uno contra el otro, se separan y vuelven a apretarse, y soy yo el único que siente su angustia, que arde en su ardor y que aspira su savia…
Entra El Hombre y poco después el autor hace la siguiente acotación: “El Hombre avanza y toma en sus manos a El Pantalón Azul, lo huele, lo oprime contra su boca.” Parece mentira que esta pequeña joya del teatro pornoerótico  pudiera ser imaginada por un poeta como Andrés Eloy Blanco, cuya obra en su región de frente se caracteriza por el más acendrado pudor y cierto toque sentimental.
La serpiente que se muerde la cola
El término pornoerótico, reiteradamente usado en este lenguaje, tiene aquí, en efecto, un papel relevante; siento el compromiso de exponer al lector su significado.
Tuve la necesidad de acuñarlo al comprender que los dos asuntos involucrados en el mismo son los polos de un  continuo en el que no hay ninguna ruptura; son dos maneras diferentes de ver un fenómeno único: la sexualidad; son dos formas diferentes de  entender, tratar, hacer o expresar la sexualidad de los seres humanos; lo erótico está mucho más asociado a la dimensión emotiva-intelectual del ser humano, en tanto lo pornográfico está más vinculado a la dimensión emotiva-instintiva de nuestra especie: la más cercana a lo animal, a lo biológico; lo erótico es un llamado al ángel que todo humano lleva adentro; lo pornográfico es un reclamo a la bestia lasciva que subyace incluso en la más refinada de las personalidades; es la exhibición explícita de lo más secreto. Es pornográfico cualquier producto del intelecto humano que presente la sexualidad en forma directa y objetiva, recreándose en la genitalidad y en el acto sexual en sí; en tanto es erótico cualquier otro que la exhiba en forma velada, eufemística, sugerente; de aquí que lo erótico con frecuencia  juegue con la paradoja del pudor impúdico, vale decir, con el acto de cubrir permitiendo entrever; una paradoja habitual en la cotidianidad: rige la moda de vestir
“El erotismo puede llegar a la obsesión y entrar de lleno en lo más obsceno y en la pornografía” −apunta el sexólogo Moguer Moré, con lo cual señala hacia la idea de que erotismo y pornografía no son cosas diferentes, sino dos fases del mismo proceso: la relación amorosa; y es en la experiencia de la relación sexual precisamente, donde se pone de manifiesto en su forma más evidente la continuidad entre erotismo y pornografía; al principio somos eróticos y jugamos con velaciones y delicados eufemismos el juego del amor; al acceder al lecho, el humano normal se vuelve cada vez más y más pornográfico: entonces somos lascivos, lujuriosos, impúdicos, indecorosos, queremos ver de cerca, chupar y morder, penetrar y fusionarnos, tocar hasta el fondo, sentir los sabores y olores, empaparnos del sudor y de los demás fluidos orgánicos, gemir y escuchar gemidos y obscenidades… El texto de Joyce, citado supra, ejemplifica magistralmente el aludido entrelazamiento de lo erótico y lo pornográfico en el acto amoroso. Despierta compasión aquel mortal que en ese sublime instante pretenda seguir apegado a las normas del decoro… Después, poco a poco, volvemos a ser eróticos y entre besos tiernos y caricias suaves y sonrisas y expresiones de gozo, evocamos el placer que uno al otro nos hemos deparado, y agradecemos el privilegio de amar y ser amados. “El erotismo es la imaginación del sexo, una situación, un soplo, un deseo radiante o sombrío, una metasexualidad” −escribe Liscano en una de las más nítidas elucidaciones destinada tanto a precisar las relaciones como a marcar la diferencias entre los asuntos que nos ocupan−. “La pornografía se complace en mirar el acto fisiológico en sí, los órganos en primer plano, la anatomía, la fotografía realista. Mientras el erotismo disfraza o invoca, la pornografía mira: es un ojo. Las más exaltadas parejas eróticas son pornográficas en el lecho”. Y con la última frase volvemos al punto de la continuidad entre las dos cosas.
Lo expuesto es la tesis de la continuidad entre lo erótico y lo pornográfico; o de “la serpiente que se muerde la cola”. El erotismo es el estado previo al acto sexual, es decir, el deseo, la promesa, el juego psicológico, y se alinea junto a la pornografía que refleja lo que pasa durante el acto; es decir, el placer, la realización de la promesa, la satisfacción de los cuerpos. “En consecuencia, ambos conceptos, según esta tesis, no se oponen sino que se presentan con una continuidad inseparable”. (Enciclopedia Salvat del Séptimo Arte, 7.)
De las artes impúdicas
“Dos maneras diferentes” de entender, tratar o vivenciar la sexualidad no se refiere a dos calidades estéticas diferentes; en efecto, se ha vuelto un lugar común la idea de distinguir entre erotismo y pornografía en términos cualitativos; de acuerdo a tal criterio, será erótica cualquier realización del intelecto humano alusiva a la sexualidad a la que se atribuya calidad estética, en tanto será pornográfico cualquier producto del ingenio inspirado o alusivo a la sexualidad que no posea la pretendida calidad; este simplista punto de vista a veces conduce a la aberración mayor de determinar la condición de erótica o pornográfica de una obra a partir del prestigio de su autor; en tal sentido, un dibujo de Picasso −pródigo en la producción de material pornoerótico de refinada estética: remito a la Suite Vollard (1930-37)− necesariamente será erótico, porque ¿cómo va a ser pornográfica una obra de uno de los mayores genios de las artes plásticas de todos los tiempos? La inconsistencia de este criterio queda de manifiesto en el caso de Gamiani; mientras se desconocía la autoría de esta obra maestra del género,  no faltaron comentaristas que se refirieran a ella en términos de “despreciable folletín pornográfico”; identificado como su autor Musset −una de las cumbres del romanticismo, según lo destacamos antes−, el tono cambió y cautelosamente empezó a ser calificada de “novela erótica”.
Lo cierto es que en términos artísticos, tanto las obras eróticas como las pornográficas pueden ser “buenas” o “malas”, por cuanto lo determinante de la calidad estética no es el tema ni la naturaleza del material utilizado por el creador, sino el tratamiento que este le imparte a esas cosas; es la forma como aparecen organizados los componentes de la obra lo que determina su calidad estética. “No se deben mezclar ambas cosas [arte y moral] si se quiere tratar de desentrañar el misterio de la creación artística: esta tiene su propia esfera, en la que se gesta, acierta o fracasa, y la moral no tiene mucho que hacer en determinar sus resultados” −escribe Vargas Llosa en uno de sus esclarecedores artículos.
Vea el amable lector un cuadro como La maja desnuda (c.1797) de Goya, o el Olimpia (1865) de Manet, por recurrir a los que probablemente son los más universalmente conocidos de la abrumadora cantidad de desnudos pintados por artistas de todas las épocas a partir del Renacimiento; esos cuadros son obras de arte erótico, tal como lo identifica Pellegrini: “toda forma de arte que exprese de modo casi exclusivo (figurativa o léxicamente) contingencias amorosas con finalidad libidinógena preconcebida” (Sexuología,1966). Sólo animados por el propósito de facilitar la observación, hagamos el intento de deconstruir parcialmente esas obras en las dos dimensiones de su configuración total que designamos para ubicarlas en determinada área de las creaciones humanas: lo artístico, y en determinado género temático: lo  erótico.
La condición de obras de arte es una consecuencia del tratamiento que los artistas le impartieron al tema; su genial estilo personal en la resolución de problemas plásticos tales como la distribución de los elementos en el espacio, administración de la luz y del color, solución de la línea, disposición de los volúmenes, etcétera; vale decir, de componentes formales.  El erotismo en los cuadros no lo aporta tan sólo la desnudez de las espléndidos hembras  pintadas, sino, primordialmente −volvemos a ella− de la forma en que los pintores las hicieron posar: su postura física, su disposición psicológica, o lo que ellas parecieran pretender decir al observador con su postura y expresión facial; y el entorno que las rodea, desde luego. Ambas son figuras yacentes con el torso un tanto erguido; las dos miran de frente y descaradamente sostienen la mirada del observador, aunque su expresión facial “neutral”, podríamos decir, sugiere indiferencia (con un acento ligeramente burlón en Olimpia) ante la inspección a la que son sometidas; su actitud es displicentemente altanera, retadora; ambas mantienen las piernas cerradas, en la disposición muy femenina de proteger su recinto sagrado; desnudas, aunque negándose a la exhibición total: he ahí el toque erótico aportado por la  paradoja del pudor impúdico. En el retrato, sea pintura o fotografía, esté el personaje vestido o desnudo, la calidad estética depende en gran medida de ese talento inefable del artista para captar la singularidad de la expresión facial y la actitud corporal tras las cuales se deja sentir la emoción y el sentimiento. El entorno de los cuadros que nos ocupan, complemento importante de su atmósfera erótica, sugiere intimidad.
Consideraciones semejantes conciernen a los desnudos de Zichi y, por supuesto, a los perturbadores dibujos que catalogamos en su región íntima.
 
Aquí le pido al lector un ejercicio de imaginación: visualice esos cuadros e imagine los personajes en una postura diferente; la Maja y Olimpia ahora tienen las piernas abiertas y exhiben impúdicamente su sexo; así esos cuadros serían pornográficos, ¿pero por esa razón han dejado de ser obras de arte?; los respectivos genios de Goya y Manet siguen presentes; el hecho de que los cuadros correspondan a otro subgénero temático no resta un ápice de su calidad estética; del mismo modo serían obras de arte si los maestros hubieran pintado sendas vacas. La cruda descripción de comportamientos sexuales en los textos de Joyce, Musset y Wilde tampoco le resta una pizca de fuerza expresiva ni de belleza poética a su prosa; ni el diálogo salaz de A.E. Blanco opaca el impacto de su creatividad.
No obstante, en verdad el lector no necesita hacer ningún ejercicio de imaginación: lo remito a obras concebidas como arte pornográfico sin ambigüedades; entre ellas destaca el impresionante óleo de Gustavo Courbet El origen del mundo (Originalmente el autor le puso el helado título de “Torso de mujer”, 1866. Actualmente en la colección del Museo de Orsay, París). Este óleo de 46×55 cm hace un encuadre prácticamente de tamaño natural y totalmente realista de parte del torso y de la región genital de una joven y muy bien hecha mujer que  posa con las piernas del todo abiertas; asimismo el Portrait  d’Alexandra (1970) de Paolo Vallorz, en cual lo retratado es el sexo de Alexandra, cuya capacidad erotogénica aparece potenciada por un así como delicadamente depravado detalle aportado por un marco de lingerie fina; o las numerosas piezas pornográficas de Picasso, entre ellas un dibujo a creyón sin título (1971. Galería Louise Leiris, París) de sesgo expresionista, que pareciera inspirado en la pintura de Courbet antes aludida.
 
El origen del mundo, por cierto, es un caso ejemplar de la existencia azarosa  de las obras de la región de fondo; fue víctima de la censura por ocultamiento de parte de sus diferentes tenedores; orgullosos de su posesión, pero avergonzados de su exhibición, invariablemente la escondieron. Su último propietario privado fue  Jacques Lacan, quien −aunque parezca increíble tratándose de un psicoanalista de vanguardia− también se sometió a la norma de virtud en público, depravación en privado. Lacan la mantuvo oculta en su casa de campo, bajo un lienzo políticamente correcto del pintor Masson; a su muerte, en 1981, el cuadro pasó a manos del Estado francés, por cuanto el pillo del psiquiatra no estaba al día con el fisco. La depositaron en el Museo de Orsay, pero eso no la rescató del ocultamiento; incluso bien avanzado el s. XX seguía resultando amenazante. Empezó a mostrarse una década después, y la autoridades del museo inicialmente designaron una vigilancia especial en la sala, por temor a las reacciones del público. Todavía hoy causa asombro e incredulidad a los más ingenuos.[4]
¿Por qué?
Quince años después de terminada la II Guerra Mundial, en un intercambio cultural con Francia, se exhibió en Tokio por primera vez la obra de Rodin; la exposición  ocasionó un escándalo. La agencia noticiosa FP recogió la opinión de un respetable ciudadano de la clase media: “No logro explicarme por qué un artista de evidente talento se dedica a plasmar a una pareja haciendo algo tan repulsivo”… Se refería a la célebre escultura El Beso; la pieza fue retirada de la vista del público.
La inquietud es comprensible;  el lector tiene derecho a preguntar, tanto como el señor nipón, qué induce a artistas de “evidente talento” a responder al llamado del sexo; pero no pierda de vista que lo mismo sería preguntarle a Paul Claudel por qué escribió poesía  religiosa, o más exactamente, católica. La diferencia radica en que los pintores y escritores pornoeróticos quizá no se sientan animados a responder en los mismos términos de  Claudel, quien declaró que luego de un período de escepticismo e indiferencia, tuvo una súbita iluminación interior, a los veinte años, la cual le sobrevino durante una visita a Notre-Dame de París. “Me tengo por un escritor religioso y católico.  Si alguna misión me ha sido confiada, es la de llevar de nuevo a un mundo corrompido por la duda”… “la idea de la alegría y del amor, en la certeza y en la fe en un Dios”…        Hasta donde alcanza mi información, ningún cultivador del género pornoerótico se ha justificado mediante un argumento semejante;  lo más cercano a ello es la experiencia contada por Anaïs Nin: “Como se nos condenaba a centrarnos exclusivamente en la sensualidad, tuvimos violentas explosiones de poesía. Escribir relatos eróticos se convirtió en un camino hacia la santidad antes que hacia el libertinaje.”
El por qué, tratándose de los creadores de indecencias, debe buscarse en otras razones, más racionales, y las respuestas posibles abarcan una amplia gama de posibilidades extendida desde las más intrincadas elucidaciones filosóficas y científicas, hasta las razones más simples, pasando por las de inspiración mística o esotérica, según las cuales, los autores pornoeróticos somos agentes del demonio predestinados a corromper espíritus prístinos.
Los cancerberos del pudor colectivo, sin atribuirnos predestinaciones sobrenaturales, asimismo creen que somos un hatajo de pervertidos; la razón de pintar o escribir con crudeza y al detalle intimidades  sexuales radica en nuestra mente retorcida, oscura y sucia, y nuestro único lugar en el mundo no puede ser otro que la cárcel, y en el más allá, la quinta paila del infierno; los más benévolos nos recluirían en manicomios, por cuanto tales obras sólo pueden ser productos de mentes desquiciadas.
La creatividad pornoerótica se justifica a partir de argumentos racionales; un autor podría decir, pongamos por caso, que hace obras de esa naturaleza con el propósito plenamente consciente de épater al pequeño burgués, de transgredir las convenciones asentadas; en efecto, en cierta época es probable que la pornografía haya tenido un valor de trasgresión muy alto, al extremo de contribuir de algún modo al cambio de la mentalidad de una sociedad hacia la libertad; todavía hoy es probable que lo tenga en algunos contextos socioculturales, pero en la actualidad ese pretendido valor es harto discutible en la generalidad de los colectivos incorporados a la corriente dominante de la civilización; en consecuencia, la argumentación racional de sesgo sociopolítico no satisface a propósito de explicar en su esencia el por qué de nuestro interés.
La divina Anaïs Nin, cuya sensibilidad la lleva a identificar la santidad con la poesía, explica sus escritos eróticos a partir de razones crematísticas. “En la época en que nos dedicábamos a escribir relatos eróticos a un dólar la página”… asienta en su diario, y lo hacían, ella y Henry Millar, porque estaban en la inopia. No fue la primera en responder a esa motivación (ni  sería la última); siglos antes, al ser llevado ante la justicia a partir de la publicación de Memoirs of a woman of pleasure (1749), más conocida por el título de Memorias de Fanny Hill, John Cleland, otrora respetable cónsul del Imperio  Británico y funcionario de la Compañía de las Indias en Bombay, venido a menos y atosigado por deudas que lo llevaron a prisión, justificó el haberla escrito por la falta de dinero.
Alexandrian no se deja convencer por tal argumento: “Ese pretexto es falso”… “Por otra parte, un autor erótico no se improvisa, para esto es necesario tener el gusto y hasta el don de expresar los desenfrenos sexuales. El hombre que relata historias pornográficas lo hace por pasión, aunque sea remunerado por ello.” (Historia de la literatura erótica, 1989) Así su reflexión conduce a lo que es una plausible respuesta al por qué: la pasión, entiéndase: el tono general de la personalidad determinado por una emoción que se  impone en la persona sobre todas las demás tendencias; una profunda afección del espíritu que desempeña un papel decisivo en la vida del individuo; consiste en un mecanismo emotivo sumamente complejo, caracterizado por la atracción hacia ciertos objetos y la repulsión de otros, de modo que se buscan determinados estados afectivos, sentimentales y de otra índole, a la vez que se  repugnan otros.
Eros, la vida,  es una energía primordial en permanente debate con Tanatos, la muerte; en tanto prevalece en esa constante confrontación, busca manifestarse, emanar del ser, podríamos decir. Consideremos, además, que existen diferentes sensibilidades eróticas: en algunos no pasa de ser una inquietud circunstancial, en otros es esa pasión mencionada por Alexandrian.
La expresión más primitiva de Eros es el instinto sexual, entendido en el sentido de un comportamiento biológicamente determinado que impulsa a la búsqueda del ser sexualmente complementario, al ayuntamiento sexual con ese ser, cuyas consecuencias son  descargar energía, aliviar una tensión, obtener placer y generar más vida; no obstante, la generalidad de las culturas modernas posteriores a la emergencia del cristianismo, reprimen la expresión libre de la sexualidad; los individuos de sensibilidad erótica débil aceptan la represión y manifiestan su sexualidad en los términos impuestos por su cultura; los de sensibilidad erótica intensa −los poseídos por la pasión, con todo cuanto significa de excitación afectiva e interés predominante y persistente en la personalidad por lo sexual− se rebelan; posiblemente la mayoría de los posesos elaboran inconscientemente su frustración y la subliman; hay innumerables posibilidades de sublimación: desde el coleccionar estampillas hasta la persecución del Santo Grial o de cualquier otro ideal, pero en todas subyace la energía erótica; una posibilidad es convertirse en místico, una forma de elaboración aprobada por la generalidad de las culturas, o en exaltados líderes políticos, fanáticos de ideologías, de sectas religiosas. Otros no pueden evitar su desborde incontrolado, porque, por desgracia, no siempre el sujeto apasionado logra conservar su conciencia, la lucidez y un dominio suficiente de sus actos, y la exasperación sentimental acarrea perturbaciones del equilibrio mental o del comportamiento del individuo, y la pasión se convierte en un estado morboso; tal vez sean estos quienes se desvían hacia la trasgresión de las normas morales, quienes se apartan de la noción de “normalidad” impuesta por la cultura y llegan al crimen sexual; aquellos con vocación científica y disposición de ayudar al prójimo, tal vez se vuelvan sexólogos, de encontrar en su entorno las condiciones para lograr ese objetivo, o erotólogos ávidos estudiosos de lo erótico y lo pornográfico en todas sus formas, coleccionistas irreductibles de libros, curiosidades y objetos asociados a lo sexual; los dotados de cierto talento artístico exorcizan sus demonios sexuales en el sentido de  canalizar su energía primordial sexual, y la hacen brotar de sí en forma de arte pornoerótico, que es la forma menos reprobada de permitir, a regañadientes, la expresión de la sexualidad fuera del marco convencional, en el contexto de algunas culturas.
Aparte del impulso descrito, que suponemos básico y tendencialmente universal en cuanto concurra la condición de  represión sexual en  una cultura, existen otras motivaciones más específicas para explicar la creación pornoerótica en las artes y letras; la indagación de la vida de los escritores y artistas, si bien no  aclara el asunto del todo, arroja alguna luz en numerosos casos. Podríamos especular que al dibujarse haciendo el amor con su esposa, Rembrandt quizá quiso preservar para la eternidad un polvo memorable; su Monje en el campo de trigo es, desde luego, una humorada sarcástica referida a los clérigos que siguen el principio: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Los biógrafos de Musset creen que su motivo al escribir Gamiani −narración calificada de frenética por Alexandrian− fue una apuesta; se comprometió a escribir una novela obscena en tres días, sin utilizar una sola palabra grosera; lo logró, por cierto.[5]
Señalé, al principio, que las respuestas al por qué de nuestro interés se extienden en  una amplia gama variable entre las fundamentadas en intrincadas teorizaciones científicas y filosóficas, como la expuesta supra, y las más elementales; en efecto, es probable que la motivación primordial de algunos escritores y artistas para hacer obras pornoeróticas, no sea  otra que las simples… ganas de joder.
 ***
[1] Se pregunta uno qué pasaría por la mente de L.C. al estipular que las fotografías de niñas fueran  remitidas a sus modelos o a sus parientes más cercanos a partir de su muerte. Es de imaginarse el estupor y la ira de un padre al recibir la estampa de su hija de ocho años desnuda, captada por un sujeto a la sazón finado  gracias a la fascinación que ejercía sobre los niños. Parece una humorada macabra,  hipótesis no del todo descartable conocido el psiquismo complicado de Carroll y su extraño sentido del humor.
[2] Existen notable diferencias entre la novela de Salten y la película de Disney, principalmente en lo concerniente a la reflexión sobre la condición  humana, del todo descartada en la última.
[3] No fue datada; probablemente se escribió en al discurrir de los 20 del siglo pasado; el surrealismo cobra forma precisamente en esa década: en 1924 aparece el Manifiesto de Breton; no es de extrañar que un intelectual venezolano joven estuviera informado de la nueva propuesta.
[4]La obra inspiró la performance Espejo de origen (mayo, 2014) de la artista luxemburguesa Deborah de Roberti, realizado en el Museo de Orsay bajo el cuadro en cuestión; ocasionó un escándalo mediático. Abordamos el asunto en nuestro ensayo Performance: la rebeldía eterna.
[5]La anécdota es creíble, por cuanto el poeta era propenso a cazar envites de esa naturaleza; otra vez, el 12 de septiembre de 1831, apostó con el escritor Merimée y el pintor Delacroix que sería capaz de tirarse dos putas en su presencia, en  un lecho rodeado de velas encendidas; esta la perdió, porque estaba tan borracho que “no obstante la ciencia de dos bonitas mujeres le fue imposible conseguir nada” −cuenta Merimée en una carta dirigida a Stendhal−.

No comments:

Post a Comment