MIGUEL SANMARTÍN
| EL UNIVERSAL
sábado 11 de octubre de 2014 12:00 AM
Todos los indicadores y
previsiones de expertos presagian, camarita, que Venezuela se aproxima a
una tempestad económica. Está próxima. Es visible y predecible como los
huracanes que anualmente azotan el Caribe. Sus efectos pueden ser igual
de devastadores. Diciembre timbra en todos los instrumentos
meteorológicos por la mayor capacidad de compra y consumo de los
ciudadanos.
El país surfea (el gobierno es consciente pero sigue sin reaccionar apropiadamente) una crisis severa caracterizada por la escasez e inflación de productos básicos (sin meter en este bote otros problemas que también complican como la inseguridad personal, jurídica, falta de condiciones e incentivos para invertir, controles, corrupción, deterioro de la infraestructura y el continuo cierre de empresas). Día a día, como los brotes de malaria, dengue y chikungunya, se agudiza la falta de alimentos, medicinas, autopartes, insumos para la construcción, maquinaria, aparatos electrónicos, ropa, calzado, electrodomésticos y otros bienes indispensables.
Por otro lado alarman y avergüenzan (por ser este un país rico en petróleo y otros minerales) las apreciaciones de distintos organismos internacionales: "El clima para los negocios en Venezuela es el peor de América Latina", según la Fundación Getulio Vargas de Brasil y la Universidad de Múnich. "Venezuela es el país con menos libertad económica, ocupa el último lugar entre 152 países evaluados", revela el Fraser Institute de Canadá. "La venezolana es probablemente la economía peor administrada del mundo", opina la revista británica The Economist. Criterios similares sobre el PIB, inflación, tasas de interés, devaluación y/o control de cambio, inversión extranjera, empleo, niveles de pobreza y otros indicadores económicos y sociales emiten constantemente agencias de evaluación de riesgo e instituciones como la Celac, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Esta perturbadora perspectiva se ensombrece aún más con la caída sostenida de los precios del petróleo, fatal para un país que importa (se estima) 60-70% de los productos y bienes que consume. El desplome del valor de nuestro principal (casi único) producto de exportación sí es una guerra de enésima generación: imperial, colonial, insurreccional, económica, biológica, química, sicológica, electrónica, informática, climática, de colectivos opositores, de desgaste, de hambre, de taquitos, de chinazos y, obviamente, con propósitos de anexión.
Complotados en esa conflagración feudalista accionan Rusia, Arabia Saudita, Irán, Emiratos Árabes, México, Brasil, Canadá y Estados Unidos, países que, al aumentar su producción de crudo (se estima una sobreoferta mundial de dos millones de barriles diarios) impactaron a la baja el precio del producto.
Asimismo conspiran (contra el valor del hidrocarburo y los intereses del socialismo del siglo XXI) científicos japoneses, coreanos, alemanes, franceses y, por supuestos, los "gringos", empeñados en desarrollar vehículos y motocicletas contrarrevolucionarias que funcionen con electricidad y construir aviones, barcos, trenes, maquinaria industrial y sistemas de calefacción que utilicen etanol como combustible. Con lo cual las más grandes reservas petrolíferas del mundo quedarán para darse baños de asiento tónico, untar bisagras, engrasar ruedas de carruchas, pintar consignas antiimperialistas, encender fogatas para asar salchichas de chigüire, aplicarse mascarillas faciales o hacerse tratamientos corporales contra la celulitis. Pero no es todo. Seguro tendrá otros usos prácticos. En efecto, con las nuevas tecnologías socialistas de refinación (desarrolladas por empresas de producción social dirigidas por comunas y custodiadas por colectivos) podrían hacerse, en el futuro, champús, jabones, desodorantes, tintes para el cabello, detergentes, cloro, lociones desinfectantes, cremas corporales, labiales, papel higiénico, pañales y cuanto se les ocurra a los asesores cubanos. ¡Pa' allá vamos, camarita, a convertirnos en potencia!
El país surfea (el gobierno es consciente pero sigue sin reaccionar apropiadamente) una crisis severa caracterizada por la escasez e inflación de productos básicos (sin meter en este bote otros problemas que también complican como la inseguridad personal, jurídica, falta de condiciones e incentivos para invertir, controles, corrupción, deterioro de la infraestructura y el continuo cierre de empresas). Día a día, como los brotes de malaria, dengue y chikungunya, se agudiza la falta de alimentos, medicinas, autopartes, insumos para la construcción, maquinaria, aparatos electrónicos, ropa, calzado, electrodomésticos y otros bienes indispensables.
Por otro lado alarman y avergüenzan (por ser este un país rico en petróleo y otros minerales) las apreciaciones de distintos organismos internacionales: "El clima para los negocios en Venezuela es el peor de América Latina", según la Fundación Getulio Vargas de Brasil y la Universidad de Múnich. "Venezuela es el país con menos libertad económica, ocupa el último lugar entre 152 países evaluados", revela el Fraser Institute de Canadá. "La venezolana es probablemente la economía peor administrada del mundo", opina la revista británica The Economist. Criterios similares sobre el PIB, inflación, tasas de interés, devaluación y/o control de cambio, inversión extranjera, empleo, niveles de pobreza y otros indicadores económicos y sociales emiten constantemente agencias de evaluación de riesgo e instituciones como la Celac, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Esta perturbadora perspectiva se ensombrece aún más con la caída sostenida de los precios del petróleo, fatal para un país que importa (se estima) 60-70% de los productos y bienes que consume. El desplome del valor de nuestro principal (casi único) producto de exportación sí es una guerra de enésima generación: imperial, colonial, insurreccional, económica, biológica, química, sicológica, electrónica, informática, climática, de colectivos opositores, de desgaste, de hambre, de taquitos, de chinazos y, obviamente, con propósitos de anexión.
Complotados en esa conflagración feudalista accionan Rusia, Arabia Saudita, Irán, Emiratos Árabes, México, Brasil, Canadá y Estados Unidos, países que, al aumentar su producción de crudo (se estima una sobreoferta mundial de dos millones de barriles diarios) impactaron a la baja el precio del producto.
Asimismo conspiran (contra el valor del hidrocarburo y los intereses del socialismo del siglo XXI) científicos japoneses, coreanos, alemanes, franceses y, por supuestos, los "gringos", empeñados en desarrollar vehículos y motocicletas contrarrevolucionarias que funcionen con electricidad y construir aviones, barcos, trenes, maquinaria industrial y sistemas de calefacción que utilicen etanol como combustible. Con lo cual las más grandes reservas petrolíferas del mundo quedarán para darse baños de asiento tónico, untar bisagras, engrasar ruedas de carruchas, pintar consignas antiimperialistas, encender fogatas para asar salchichas de chigüire, aplicarse mascarillas faciales o hacerse tratamientos corporales contra la celulitis. Pero no es todo. Seguro tendrá otros usos prácticos. En efecto, con las nuevas tecnologías socialistas de refinación (desarrolladas por empresas de producción social dirigidas por comunas y custodiadas por colectivos) podrían hacerse, en el futuro, champús, jabones, desodorantes, tintes para el cabello, detergentes, cloro, lociones desinfectantes, cremas corporales, labiales, papel higiénico, pañales y cuanto se les ocurra a los asesores cubanos. ¡Pa' allá vamos, camarita, a convertirnos en potencia!
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