La denostada Comisión Interamericana de Derechos Humanos acaba de hacer
público un informe esclarecedor sobre el derecho a la verdad en América,
relativo al conjunto de medidas políticas y jurídicas –que se obligan a adoptar
los Estados– para el esclarecimiento de las violaciones de derechos humanos, la
reparación de las víctimas y el fortalecimiento de las instituciones
democráticas.
Se trata de una asignatura que a diario reprueba una mayoría de los
gobernantes que se dicen demócratas en la región, entre quienes no cuento,
obviamente, a los autócratas, como Nicolás Maduro o Rafael Correa, pues nada
cabe esperar de ellos al respecto.
Acerca de la memoria, la verdad y la justicia, como suerte de variables
encadenadas que le dan sustancia al quehacer democrático –ese que desprecia el
régimen de Maduro hace pocas horas, luego de permitir que casi un medio
centenar de compatriotas mueran envenenados en la cárcel de Uribana bajo su
custodia– he escrito en 2012 un libro, con igual título, Memoria,
verdad y justicia. Allí abundo, justamente, sobre la relación existencial
que se da entre la democracia y la verdad, por negarse aquella a la mentira y
al encubrimiento como políticas de Estado.
Sin decirlo, la CIDH dirige su informe como admonición al gobierno del
presidente colombiano Juan Manuel Santos, quien hoy negocia la paz con la
narcoguerrilla –socia del gobierno protochavista de Venezuela desde 1999– y
cuyos atentados generalizados y sistemáticos de derechos humanos mal pueden
quedar impunes, como se pretende y según parece.
El derecho a la verdad es sustantivo de la democracia y jamás cede, ni
siquiera ante las mayorías electorales. Él es acceso libre a la información en
manos del Estado. Es derecho de la sociedad a saber el cómo, por qué y quiénes
son los responsables de los atentados que sufren los derechos de las personas y
los ciudadanos. Es, asimismo, tutela de la justicia, es decir, derecho a que la
autoridad judicial diga la verdad sobre tales atentados y exija las
responsabilidades comprometidas. De igual manera, como suerte de continuo, el
derecho a la verdad es la primera reparación que cabe otorgar a las víctimas y
a los familiares de las víctimas que a su paso dejan gobiernos y gobernantes
que, por acción u omisión, son irrespetuosos de los derechos humanos.
La democracia es, en suma, práctica de la verdad. Es deliberación,
debate e información libre, a la luz del día y con transparencia, a fin de que
el pueblo pueda decidir informado, no con una venda en los ojos o enajenado de
toda razón –por necesitado de saciar su estómago o necesidades primarias– y al
no sentirse siquiera dueño de su hambre. La democracia es, en pocas palabras,
desprecio por el engaño y la manipulación oficiales.
No obstante, recién se habla de posdemocracia para describir esas
novísimas experiencias que nos aporta el siglo XXI, donde el populismo
gubernamental es exacerbado mediante una combinación diabólica de control y
censura de los medios de comunicación social y de recursos financieros ingentes
para el manejo de la propaganda de Estado. La política muda así en teatro de
utilería, en objeto costoso de consumo que se usa y se desecha, impidiendo toda
equidad en la competencia política.
La capacidad para la manipulación de conciencias y la generación de
realidades virtuales es, en efecto, el signo de los tiempos que corren. No
tiene signo ideológico. No es de izquierdas ni de derechas. Solo la anima el
control del poder sobre la gente y su posesión, sin alternabilidad democrática.
“Mentira fresca” es el nombre que le acuña la oposición democrática y se
gana en buena lid el presidente venezolano y quienes le sirven desde los demás
poderes estatales. Su gobierno es miembro del Consejo de Derechos Humanos de la
ONU, pero a la vez tiene sobre las espaldas miles de perseguidos judiciales por
disentir, decenas de miles de asesinatos no esclarecidos que llama ajustes de
cuentas, centenares de torturados, decenas de prisioneros políticos y casi una
decena de homicidios de Estado. Y a través de su gobernación mediante tweets y
redes informativas a diario nos dibuja una realidad sin carencias, hecha de
individuos apenas pendientes de otro Dakazo, es decir, de la oferta gratuita
por el gobierno, previa confiscación a los comerciantes, de televisores de
plasma y equipos digitales a granel, para que siga la virtualidad y el
escapismo.
El derecho a la verdad implica, así las cosas, inmunidad social frente a
la falsedad, denuncia sin tregua de las violaciones de derechos humanos por
agentes del Estado, y lucha sin cuartel contra la impunidad. Y para que la
verdad no se oculte o tergiverse, el derecho a la misma es, en lo particular,
memoria histórica, nunca olvidar.
correoaustral@gmail.com
Vía El Nacional
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