Leandro Area
Cuando observo el interminable menú de problemas y
retos que tenemos por delante para construir un país decente y viable, no
dejo de aterrarme. Porque en Venezuela es cada día más difícil respirar, vivir
y convivir. El simple hecho de llegar a la casa de regreso es privilegio que
muchos no alcanzan a compartir. La tragedia cotidiana se ensancha y profundiza,
y el margen ciudadano se aproxima a la orilla del abismo, frente al empuje
atorrante de la dictadura. La indiferencia ante estas realidades es
terreno propiciador de venganzas revanchistas.
Porque entre otras cosas, una sociedad que no
valora la vida tiene que ser transformada. Un gobierno que no protege a su
ciudadanía no debe ser respetado, un Estado cuyo comportamiento impune se
sostiene en la sibilina expresión del monopolio legítimo de la violencia,
trastabilla apolillado. Un Estado, otra vez, cuyas instituciones están al
servicio de un proyecto humillante de dominación, requiere ser demolido; unas
fuerzas armadas complacientes y cómplices, que asesinan ciudadanos para
defender al régimen impuesto, merecen desaparecer luego de ser enjuiciadas por
sus atrocidades y vejámenes. Una policía que no se distingue de ladrones y
criminales o de colectivos a sueldo, más que por el disfraz, requiere también
de penas ejemplarizantes.
Un país regalado a otros, requiere levantarse para
encontrar oxígeno de dignidad. Una nación cuya soberanía depende de los
designios del torvo ajedrez de terceros, está a punto de desaparecer. Un pueblo
que subsiste de lo que le regala el amo que se dice gobierno da lástima,
vergüenza, ya que todo asistencialismo no es más que dominación consentida. Un
ciudadano que se conforma con votar cada tanto, como si eso le diera pasaporte
de honradez y paz interna, no sabe lo que la democracia implica. Unos medios de
comunicación que se hacen de la vista gorda frente a los desmanes que ocurren a
palmo de sus narices, de sus cámaras, son un insulto y verdadero escándalo por
su silencio encubridor. La justicia que no reacciona frente a la corrupción de
los que mandan es comprada. Unos estudiantes que no se lanzan a la calle, a
buscar el futuro que les castra el poder, no se respetan a sí mismos.
Un escritor que no afila la pluma del alma para ir
al fondo de este torbellino, mejor y se ahogue en sus tintas. Una iglesia que
no entienda su púlpito como un lugar sagrado pero comprometido para transmitir
fe, esperanza y caridad a la feligresía, abona su quinta paila. Una dirigencia
política que habla desde su ombligo como centro del mundo perdió la perspectiva
y no merece que la oigan. Un demócrata sumiso juega a la inversa. El diálogo,
por cierto, es un lugar resbaladizo, para el cual deben tenerse los frenos
preparados. Los diálogos que no sean los platónicos, no se ventilan entre
ángeles sino entre demonios que llamamos humanos y que pretenden engatusarte
con patrañas. Pero lo cierto es que estamos aquí y no podemos escapar de
nuestra sombra. Mejor es dar la cara que la espalda.
Vía Que pasa Margarita
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