HUMBERTO VILLASMIL PRIETO | EL UNIVERSAL
jueves 10 de noviembre de 2011 12:00 AM
El motivo de estas líneas no es otro que un reconocimiento, de una parte, y una reivindicación, al mismo tiempo, de la política y del hombre público. Este escribiente hubo de cambiar el tema original de su contribución quincenal en este diario, luego de escuchar la intervención del alcalde metropolitano, Antonio Ledezma, renunciando a su aspiración como candidato de la unidad democrática. Me resultó aquella una intervención sobria y particularmente conceptual. Hubo allí frases que ojalá hayan permeado en la memoria colectiva. "Los que formamos parte de una alianza debemos renunciar al hecho de tener razón", expresó. El llamado a la unidad y a la reconciliación nacional, el gesto de quien da un paso al lado sabiéndose con méritos y con un liderazgo consolidado a lo largo de estos años -una era ya aunque usted no lo crea- confirma un sitial ya ganado en la historia de este tiempo.
Que el partido de Rómulo Betancourt, de Leoni, de Prieto, de Pérez no lo hubiere apoyado, será a no dudarlo motivo de más de una historiografía que algún día se escribirá y de más de una memoria, si se publicasen, de los políticos de este tiempo. Confieso que hasta ahora no escuché, méritos aparte del candidato seleccionado, compatriota dos veces siendo este escribiente marabino, razones demasiado convincentes para lo decidido. Pero no se pretende aquí juzgar esa decisión que no merece sino mi más absoluto respeto y que aspiro se corrobore en su día como correcta.
Ese discurso que anunciaba la posposición de una aspiración legítima lo valoro como una reivindicación de la política, de los políticos y de nuestro proceso histórico contemporáneo, lo que enaltece a Ledezma mucho más de lo que acaso hoy pueda él mismo entender. Entre otras cosas, porque el político de oficio, que por ende mira más a la historia que a un gobierno, sabe bien que la comprensión del tiempo y del sentido de la oportunidad, resulta un arte casi siempre indescifrable. La historia está llena de políticos que no tuvieron para irse el talento mostrado para llegar, e igual de otros tantos que no tuvieron conciencia del sentido de la oportunidad y se creyeron imprescindibles. Al final, ese sino del político que se juega su biografía pública el día menos pensado con esa frase que los trascenderá y que acaso deberá pronunciar cuando menos lo espera. Un político deberá aspirar siempre a esos quince minutos de gloria en que tendrá ocasión de mostrarse frente a su pueblo como un estadista. Poca duda abriga este escribiente de que Antonio Ledezma tiene unos cuantos capítulos por escribir de su historial de hombre público y que el derecho de autor de los mismos, se los ganó a pulso el día que anunció al país el retiro de su candidatura.
Y vale la pena repetirlo hasta la saciedad. La tragedia venezolana de este tiempo, lo que nos trajo hasta aquí, fue aquel discurso de la antipolítica, esencialmente reaccionario a la vista está, no importa que como todo autoritarismo hable un "lenguaje de izquierdas", carnada que se tragó sin sobresaltos un segmento enorme de la opinión pública y, especialmente, de sus elites. Comenzó por insinuar que era, la política, una ocupación indigna; siguió diciendo que los políticos eran todos iguales, para concluir con que los partidos, unos y otros, eran al final prescindibles. Corolario de esa secuencia, la peste militar, decía el profesor Caballero, que de vuelta ella nos hizo demandar al hombre fuerte que superaría la podredumbre de lo que el régimen llamó, sin el menor rigor ni pudor intelectual que lo justificare, la IV República.
Luis Castro Leiva, un venezolano universal arrancado de la vida de la República cuando más falta hacía y haría, lo expresaba en aquel premonitorio discurso de orden con motivo del XL aniversario del 23 de enero de 1958: "No, el olvido de que hablo es apenas, en esa su más cruel ironía socrática, una verdad a medias: que la democracia se puede dar por sentada es algo positivo, concedido, pero que por ello se permita uno denigrarla es más que una afrenta, es sencillamente una imbecilidad. Y es que esa misma cultura política que produce el desprecio de la democracia cultiva una pareja adoración por la «personalidad autoritaria» y por el romanticismo de asonada, real o imaginario, que luego arrima mansamente a la sombra de un paternalismo de Estado. No, en el olvido no se halla la clave de lo que celebramos, solo se hallan caminos para su perdición".
Acaso la mayor dificultad que ha enfrentado la consolidación de un polo democrático opositor haya estado en acordarse sobre la naturaleza del régimen que ha sido la expresión política de esta era. Lo peor de nuestro pasado ha vuelto de la mano de dos perversiones, no por conocidas menos trágicas: el autoritarismo militarista. La unidad opositora reclama entonces un papel estratégico demasiado crucial para dejarla en manos de cálculos partidarios: lo que se juega es la vigencia de la República, de repúblicos y con ello de ciudadanos, porque, al final, "quien no es ciudadano no es hombre", decía fray Remigio de Girolami. Lleva razón Rafael Poleo cuando ha escrito que entre este tiempo y el de la Venezuela del Pacto Punto Fijo, la distancia, más que de tiempos, es de hombres.
Que el partido de Rómulo Betancourt, de Leoni, de Prieto, de Pérez no lo hubiere apoyado, será a no dudarlo motivo de más de una historiografía que algún día se escribirá y de más de una memoria, si se publicasen, de los políticos de este tiempo. Confieso que hasta ahora no escuché, méritos aparte del candidato seleccionado, compatriota dos veces siendo este escribiente marabino, razones demasiado convincentes para lo decidido. Pero no se pretende aquí juzgar esa decisión que no merece sino mi más absoluto respeto y que aspiro se corrobore en su día como correcta.
Ese discurso que anunciaba la posposición de una aspiración legítima lo valoro como una reivindicación de la política, de los políticos y de nuestro proceso histórico contemporáneo, lo que enaltece a Ledezma mucho más de lo que acaso hoy pueda él mismo entender. Entre otras cosas, porque el político de oficio, que por ende mira más a la historia que a un gobierno, sabe bien que la comprensión del tiempo y del sentido de la oportunidad, resulta un arte casi siempre indescifrable. La historia está llena de políticos que no tuvieron para irse el talento mostrado para llegar, e igual de otros tantos que no tuvieron conciencia del sentido de la oportunidad y se creyeron imprescindibles. Al final, ese sino del político que se juega su biografía pública el día menos pensado con esa frase que los trascenderá y que acaso deberá pronunciar cuando menos lo espera. Un político deberá aspirar siempre a esos quince minutos de gloria en que tendrá ocasión de mostrarse frente a su pueblo como un estadista. Poca duda abriga este escribiente de que Antonio Ledezma tiene unos cuantos capítulos por escribir de su historial de hombre público y que el derecho de autor de los mismos, se los ganó a pulso el día que anunció al país el retiro de su candidatura.
Y vale la pena repetirlo hasta la saciedad. La tragedia venezolana de este tiempo, lo que nos trajo hasta aquí, fue aquel discurso de la antipolítica, esencialmente reaccionario a la vista está, no importa que como todo autoritarismo hable un "lenguaje de izquierdas", carnada que se tragó sin sobresaltos un segmento enorme de la opinión pública y, especialmente, de sus elites. Comenzó por insinuar que era, la política, una ocupación indigna; siguió diciendo que los políticos eran todos iguales, para concluir con que los partidos, unos y otros, eran al final prescindibles. Corolario de esa secuencia, la peste militar, decía el profesor Caballero, que de vuelta ella nos hizo demandar al hombre fuerte que superaría la podredumbre de lo que el régimen llamó, sin el menor rigor ni pudor intelectual que lo justificare, la IV República.
Luis Castro Leiva, un venezolano universal arrancado de la vida de la República cuando más falta hacía y haría, lo expresaba en aquel premonitorio discurso de orden con motivo del XL aniversario del 23 de enero de 1958: "No, el olvido de que hablo es apenas, en esa su más cruel ironía socrática, una verdad a medias: que la democracia se puede dar por sentada es algo positivo, concedido, pero que por ello se permita uno denigrarla es más que una afrenta, es sencillamente una imbecilidad. Y es que esa misma cultura política que produce el desprecio de la democracia cultiva una pareja adoración por la «personalidad autoritaria» y por el romanticismo de asonada, real o imaginario, que luego arrima mansamente a la sombra de un paternalismo de Estado. No, en el olvido no se halla la clave de lo que celebramos, solo se hallan caminos para su perdición".
Acaso la mayor dificultad que ha enfrentado la consolidación de un polo democrático opositor haya estado en acordarse sobre la naturaleza del régimen que ha sido la expresión política de esta era. Lo peor de nuestro pasado ha vuelto de la mano de dos perversiones, no por conocidas menos trágicas: el autoritarismo militarista. La unidad opositora reclama entonces un papel estratégico demasiado crucial para dejarla en manos de cálculos partidarios: lo que se juega es la vigencia de la República, de repúblicos y con ello de ciudadanos, porque, al final, "quien no es ciudadano no es hombre", decía fray Remigio de Girolami. Lleva razón Rafael Poleo cuando ha escrito que entre este tiempo y el de la Venezuela del Pacto Punto Fijo, la distancia, más que de tiempos, es de hombres.
No comments:
Post a Comment