Mario Szichman
Nueva York. Especial para Tal Cual
En junio de 1934, las SA
(Sturmabteilungen o tropas de asalto), mejor conocidas como camisas pardas,
sumaban en Alemania casi tres millones de efectivos. Y Adolfo Hitler, que había
llegado al poder en 1933 en buena medida gracias a esas tropas malandras,
empezó a descubrir que eran su principal problema. En esa época, el
ejército alemán estaba limitado a 100.000 soldados, a raíz del Tratado de
Versalles firmado tras la ignominiosa derrota alemana en la primera guerra
mundial.
Los colectivos tuvieron gran
importancia durante el ascenso de Hitler al poder, entre mediados de la década
del veinte, y comienzos de la década del treinta. Pero muchos de sus
integrantes estaban sumidos en una fantasía: soñaban con hacer una revolución
social. No solo eso: líderes de las SA como Ernst Röhm, querían disolver a las
fuerzas armadas y reemplazarlas con un “Ejército del Pueblo”.
Los colectivos disfrazados de
camisas pardas eran buenos a la hora de caerles a palos a los socialistas, a
los comunistas, a los estudiantes y a los judíos, y excelsos cuando se trataba
de atracar al resto de los ciudadanos, pero triviales en la tarea de proteger
las fronteras alemanas. Hitler recordó entonces que existía un ejército con
buenos cuadros, y pactó con sus jefes para librarse de las SA.
Por cierto, el ejército no le
aseguraba una victoria en otra guerra. Ya eso se había demostrado entre 1914 y
1918. Pero las SA podían garantizar exclusivamente una estrepitosa derrota.
Todavía no hay un solo ejército en el mundo que haya llegado a la victoria
cuando sus filas abundan en delincuentes comunes, y la manera de reclutarlos es
poner una mesita a la salida de cada prisión e inscribir sus nombres, darles
uniforme y un arma apenas los ponen en libertad por buena conducta.
Entre el 30 de junio y el 2 de
julio de 1934, la jerarquía nazi le pasó la factura a las SA. “El libro blanco
de la purga”, publicado en 1934 por emigrados alemanes en París, dijo que
durante la llamada “Noche de los Cuchillos Largos”, fueron asesinadas 116
personas. Eso incluía a varios jefes de las tropas de asalto. Minutos antes de
ser acribillado a balazos en su celda Röhm tuvo una epifanía, y empezó a gritar
con fervor “Heil Hitler”.
El líder del Tercer Reich
aprovechó también la matanza para librarse de casi 300 de sus enemigos
políticos. Los dirigentes nazis que ordenaron la purga dijeron luego que los
camisas pardas, pese al aura romántica cultivada en la buena época, eran seres
impresentables.
Hitler nombró a Victor Lutze para
reemplazar al malogrado Röhm. Su orden, según señaló el historiador Ian Kershaw,
era “poner fin a la homosexualidad, la depravación, la borrachera y la buena
vida” de las SA. Hitler le indicó a Lutze que las SA gastaban el dinero de su
presupuesto en limusinas, banquetes y bacanales. Eso era intolerable.
El Führer no puso fin a los colectivos
de las SA, pero redujo drásticamente la cifra de afiliados y los dejó bien
mansitos. La tarea de amedrentar a la oposición y aterrorizar a los alemanes
fue transferida a las Schutzstaffel (SS, o camisas negras) y a la Gestapo, la
policía secreta del régimen. Tal vez fue un mal inclusive peor, pero al menos
consolidó su poder. Además, impidió que los malandros reinaran en Alemania y
desalojaran a los malhechores con patente.
Vía Tal Cual
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