Wednesday, October 15, 2014

Violencia política: 1500 palabras por una imagen

En: http://prodavinci.com/2014/10/10/actualidad/mil-quinientas-palabras-por-una-imagen-por-boris-munoz/

Boris Muñoz

Cada nueva revelación en torno a la vida y muerte de José Miguel Odreman, ex policía y cabecilla de los colectivos armados Frente Socialista 5 de Marzo y Escudo de la Revolución, aporta detalles truculentos y horrorosos. Pero también abundantes contradicciones.

Es curioso que una de las pocas conclusiones que se pueden sacar de la matazón ocurrida hace dos días en Caracas es que Odreman no era un extraño a las más altas esferas del poder chavista, sino todo lo contrario: era alguien que se movía con gran soltura entre los máximos jerarcas.

Las fotografías que han circulado profusamente por las redes sociales en las últimas horas lo muestran como una especie de Leonard Zellig o Forrest Gump, exhibiéndose al lado del Presidente Nicolás Maduro y la Primera Combatiente Cilia Flores, el ex vicepresidente José Vicente Rangel y al mismísimo Hugo Chávez.  Estas fotografías testimonian que Odreman poseía acceso directo a líderes principales de la cúpula chavista, como se puede apreciar en su aparición el 24 de febrero a la diestra de Maduro. Pero la más importante de todas las fotografías es la que lo muestra en franca camaradería con dos personajes que hoy no viven para contarla: el diputado Robert Serra, asesinado con saña bestial hace una semana, y el también ex policía y cabecilla del colectivo armado Carapaica, Juan Montoya, asesinado por la DIM el 12 de febrero.

Esta imagen, combinada con las otras, hace posible preguntarse si la eliminación física de estas tres figuras afines a los colectivos armados pertenece a una categoría muy particular de homicidio: el asesinato político. Una señal sutil que se asoma, entre la censura informativa y la borrasca de sangre que ha sido la última semana en Caracas, es el empeño puesto por los voceros policiales y gubernamentales en negar la vinculación entre las muertes de Serra y Odreman.

En cambio, es posible afirmar que el gobierno ya ha puesto en marcha una operación para justificar el asesinato de Odreman —y cinco de sus lugartenientes—, presentándolo como un maleante peligroso para la paz, un ser capaz de perpetrar los más abominables crímenes. Ésa ha sido la matriz argumentativa lanzada a través de Twitter por José Gregorio Sierralta, director de la CICPC, atribuyendo a Odreman la dirección de una banda delictiva y vinculándolo con al menos cinco homicidios en Caracas.

Las afirmaciones de Sierralta dejan entrever que Odreman se amparó en su cercanía con el poder y su estatus de jefe paramilitar para cometer sus fechorías. Sin embargo, Yamile Dávila, hermana de Odreman, contradijo esta versión describiendo a su hermano como un “trabajador social” y denunciando que su cadáver presentaba 32 disparos.

Lo que no explican ni aclaran las palabras del jefe policial ni las de Dávila es lo que hay detrás de las imágenes: un enorme tinglado de intereses que toca sectores estratégicos del propio sistema de poder chavista. Tras bambalinas, los colectivos armados, las fuerzas especiales de seguridad del Estado, las policías y el estamento militar son las patas de la mesa que permiten sostener un control de facto de grupos políticos específicos y de la población en general, como se vio durante las protestas del 12-F.

No es posible escribirlo en piedra, pero la poca evidencia disponible apunta a que detrás de la muerte de Odreman hay al menos un conflicto de intereses entre los colectivos y uno o varios de esos otros elementos de control social.

Es evidente que Odreman hizo un mal cáculo o cruzó la línea de lo que se le toleraba.

La clave secreta de este rompecabezas es si hay —y cuál es— relación entre el asesinato de Serra y los de Juan Montoya y José Miguel Odreman, además de qué papel juega su muerte en el triángulo del asesinato político.

No hay muchas pistas disponibles para armar el rompecabezas. En parte porque la censura informativa hace muy cuesta arriba la pesquisa periodística y, en parte,  porque muchos de los indicios y evidencias (como los videos de los circuitos de seguridad de la casa de Serra) parecen estar en manos de una de las partes interesadas: las fuerzas especiales.

La versión difundida el jueves en la noche, señalando que el asesinato de Robert Serra fue perpetrado por el hampa común en combinación con sus guardaespaldas, es para mi gusto muy insatisfactoria y padece de una asombrosa inconsistencia.

Uno estaría dispuesto a comprarla si el asesinato no se hubiese cometido con la crudeza y premeditación con que fue ejecutado. Si los hampones sabían que Robert Serra era diputado, habrán por lo menos pensado que sus influencias harían muy difícil que cualquier acción en su contra pasara sin consecuencias, de lo cual habrán también deducido el alto precio a pagar por ser descubiertos. Y, si sólo querían robarlo, ¿porqué habrían de matarlo con furor alevoso y demoniaco?

Es cierto que la muerte de Serra se asemeja a multitud de casos de sicariato, pero desconfiaría de cualquier vocero oficial que me dijera que Serra fue asesinado por paramilitares colombianos. En primer lugar, porque ésta es la hipótesis estándar que la cúpula chavista esgrime cuando uno de los suyos cae víctima del crimen —sobre todo para calificar a la oposición de fascista y asesina— y, en última instancia, porque al menos hasta ahora no hay un móvil creíble que la sustente.  Finalmente, la  versión del asesinato de Serra como el resultado de la venganza pasional de uno de sus escoltas al verse traicionado por el joven diputado tiene similares defectos.

Entre paréntesis: vale recordar que los asesinatos políticos suelen ser ocultados con los pretextos más rocambolescos y falsas acusasiones. Un buen ejemplo es el de Juan Gerardi, obispo de Guatemala, quien fue asesinado brutalmente en su casa tras denunciar en el informe Guatemala: ¡Nunca más!, los terribles abusos y violaciones de derechos humanos del gobierno de ese país. Los asesinos eran oficiales del ejército cercanos al gobierno y trataron de encubrir su rastro con una historieta de pasiones homosexuales contrariadas. Otro caso, más cercano aun a la memoria del país, es el del fiscal Danilo Anderson. Lo curioso del Caso Anderson es que puso al descubierto la urdimbre montada por la Fiscalía General para inculpar falsamente a una serie de personajes. Ocurrió de todo. La versión del Fiscal Isaías Rodríguez no sólo era políticamente negligente, sino sencillamente falsa. Pero el simulacro sirvió para que la opinión pública nunca conociera la verdad del caso ni supiera quiénes movieron los hilos del Poder para mantener su responsabilidad oculta.

Volviendo a los asesinatos recientes, no por poco verosímiles ni traídas de los cabellos, las versiones propuestas tienen que ser falsas. Alguna podría ser verdadera. En todas, sin embargo, la pregunta más acuciante no es sólo quiénes fueron los perpetradores sino, sobre todo, cuál fue el móvil, el por qué. Es justamente por todo lo dicho que las autoridades están obligadas a actuar con una cautela extrema y tienen sobre sus hombros la responsabilidad de comprobar sin sombra de duda la autoría material e intelectual de estos crímenes.

Asimismo, la acusación de una cacería a los colectivos lanzada en televisión contra el Ministro de Interior y Justicia, Miguel Ángel Rodríguez Torres, por un Odreman arrinconado y colérico, pero también llamando a la moderación, no debe ser pasada por alto. Aunque no se pueda decir a ciencia cierta cuánto fundamento tiene, plantea interrogantes significativas sobre las actuaciones del ministro a partir del 12 de febrero y debe ser investigada. El presidente Nicolás Maduro ordenó una investigación exhaustiva y, en ese contexto, las conexiones entre las muertes de Odreman y Montoya y su posible relación con los sucesos del 12-F cobran una rotunda actualidad.

En una aparición televisada el 16 de febrero, Odreman llamaba a la oposición a “una paz democrática” mientras sus cancerberos amedrentaban a los manifestantes. Los venezolanos han visto y vivido muchas cosas durante los quince años de gobierno chavista, pero una de las cosas que justamente no han visto es “paz democrática”. En buena medida, esto se debe a que Hugo Chávez fragmentó el monopolio de la fuerza, que debe ser competencia exclusiva del Estado, repartiéndolo entre grupos paramilitares como los colectivos armados, que han actuado impunemente gracias a la protección del gobierno.

Concentrar de nuevo el monopolio del uso de la fuerza es una tarea imprescindible para la sobrevivencia de la sociedad venezolana en un futuro inmediato. Una tarea inmensa que entraña la reconstrucción total, de arriba abajo, de las instituciones de la sociedad. Pero llevarla a cabo de manera arbitraria, motorizada por intereses oscuros y sin una política pública, solo puede traer más sangre y desgracias.

Aparte de eso, mientras en la calle se llevan a cabo sangrientas vendettas al mejor estilo mafioso, los venezolanos nos descubrimos en el mayor oscurantismo informativo. Sin embargo, aunque el poder subestime la capacidad de la población para entender la realidad, algo queda claro: Montoya, Serra y Odreman son los vértices de un triángulo fatal. Incluso si no estuviesen vinculadas, sus muertes han destapado una lata de gusanos. La matazón reciente en Caracas resume mejor que mil palabras la anomia en que nos ha sumido el desgobierno malandro que impera en Venezuela.

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