Boris Muñoz
Cada nueva revelación en torno a la vida
y muerte de José Miguel Odreman, ex policía y cabecilla de los
colectivos armados Frente Socialista 5 de Marzo y Escudo de la
Revolución, aporta detalles truculentos y horrorosos. Pero también
abundantes contradicciones.
Es curioso que una de las pocas conclusiones que se pueden sacar de la matazón ocurrida hace dos días en Caracas
es que Odreman no era un extraño a las más altas esferas del poder
chavista, sino todo lo contrario: era alguien que se movía con gran
soltura entre los máximos jerarcas.
Las fotografías que han circulado profusamente por las redes sociales en las últimas horas lo muestran como una especie de Leonard Zellig o Forrest Gump, exhibiéndose
al lado del Presidente Nicolás Maduro y la Primera Combatiente Cilia
Flores, el ex vicepresidente José Vicente Rangel y al mismísimo Hugo
Chávez. Estas fotografías testimonian que Odreman poseía acceso directo
a líderes principales de la cúpula chavista, como se puede apreciar en
su aparición el 24 de febrero a la diestra de Maduro. Pero la más
importante de todas las fotografías es la que lo muestra en franca
camaradería con dos personajes que hoy no viven para contarla: el diputado Robert Serra, asesinado
con saña bestial hace una semana, y el también ex policía y cabecilla
del colectivo armado Carapaica, Juan Montoya, asesinado por la DIM el 12
de febrero.
Esta imagen, combinada con las otras,
hace posible preguntarse si la eliminación física de estas tres figuras
afines a los colectivos armados pertenece a una categoría muy particular
de homicidio: el asesinato político. Una señal sutil que se asoma,
entre la censura informativa y la borrasca de sangre que ha sido la
última semana en Caracas, es el empeño puesto por los voceros policiales
y gubernamentales en negar la vinculación entre las muertes de Serra y
Odreman.
En cambio, es posible afirmar que el
gobierno ya ha puesto en marcha una operación para justificar el
asesinato de Odreman —y cinco de sus lugartenientes—, presentándolo como
un maleante peligroso para la paz, un ser capaz de perpetrar los más
abominables crímenes. Ésa ha sido la matriz argumentativa lanzada a
través de Twitter por José Gregorio Sierralta, director de la CICPC,
atribuyendo a Odreman la dirección de una banda delictiva y vinculándolo
con al menos cinco homicidios en Caracas.
Las afirmaciones de Sierralta dejan
entrever que Odreman se amparó en su cercanía con el poder y su estatus
de jefe paramilitar para cometer sus fechorías. Sin embargo, Yamile
Dávila, hermana de Odreman, contradijo esta versión describiendo a su
hermano como un “trabajador social” y denunciando que su cadáver
presentaba 32 disparos.
Lo que no explican ni aclaran las
palabras del jefe policial ni las de Dávila es lo que hay detrás de las
imágenes: un enorme tinglado de intereses que toca sectores estratégicos
del propio sistema de poder chavista. Tras bambalinas, los colectivos
armados, las fuerzas especiales de seguridad del Estado, las policías y
el estamento militar son las patas de la mesa que permiten sostener un
control de facto de grupos políticos específicos y de la población en
general, como se vio durante las protestas del 12-F.
No es posible escribirlo en piedra, pero
la poca evidencia disponible apunta a que detrás de la muerte de
Odreman hay al menos un conflicto de intereses entre los colectivos y
uno o varios de esos otros elementos de control social.
Es evidente que Odreman hizo un mal cáculo o cruzó la línea de lo que se le toleraba.
La clave secreta de este rompecabezas es
si hay —y cuál es— relación entre el asesinato de Serra y los de Juan
Montoya y José Miguel Odreman, además de qué papel juega su muerte en el
triángulo del asesinato político.
No hay muchas pistas disponibles para
armar el rompecabezas. En parte porque la censura informativa hace muy
cuesta arriba la pesquisa periodística y, en parte, porque muchos de
los indicios y evidencias (como los videos de los circuitos de seguridad
de la casa de Serra) parecen estar en manos de una de las partes
interesadas: las fuerzas especiales.
La versión difundida el jueves en la
noche, señalando que el asesinato de Robert Serra fue perpetrado por el
hampa común en combinación con sus guardaespaldas, es para mi gusto muy
insatisfactoria y padece de una asombrosa inconsistencia.
Uno estaría dispuesto a comprarla si el
asesinato no se hubiese cometido con la crudeza y premeditación con que
fue ejecutado. Si los hampones sabían que Robert Serra era diputado,
habrán por lo menos pensado que sus influencias harían muy difícil que
cualquier acción en su contra pasara sin consecuencias, de lo cual
habrán también deducido el alto precio a pagar por ser descubiertos. Y,
si sólo querían robarlo, ¿porqué habrían de matarlo con furor alevoso y
demoniaco?
Es cierto que la muerte de Serra se
asemeja a multitud de casos de sicariato, pero desconfiaría de cualquier
vocero oficial que me dijera que Serra fue asesinado por paramilitares
colombianos. En primer lugar, porque ésta es la hipótesis estándar que
la cúpula chavista esgrime cuando uno de los suyos cae víctima del
crimen —sobre todo para calificar a la oposición de fascista y asesina—
y, en última instancia, porque al menos hasta ahora no hay un móvil
creíble que la sustente. Finalmente, la versión del asesinato de Serra
como el resultado de la venganza pasional de uno de sus escoltas al
verse traicionado por el joven diputado tiene similares defectos.
Entre paréntesis: vale recordar que los
asesinatos políticos suelen ser ocultados con los pretextos más
rocambolescos y falsas acusasiones. Un buen ejemplo es el de Juan
Gerardi, obispo de Guatemala, quien fue asesinado brutalmente en su casa
tras denunciar en el informe Guatemala: ¡Nunca más!, los
terribles abusos y violaciones de derechos humanos del gobierno de ese
país. Los asesinos eran oficiales del ejército cercanos al gobierno y
trataron de encubrir su rastro con una historieta de pasiones
homosexuales contrariadas. Otro caso, más cercano aun a la memoria del
país, es el del fiscal Danilo Anderson. Lo curioso del Caso Anderson es
que puso al descubierto la urdimbre montada por la Fiscalía General para
inculpar falsamente a una serie de personajes. Ocurrió de todo. La
versión del Fiscal Isaías Rodríguez no sólo era políticamente
negligente, sino sencillamente falsa. Pero el simulacro sirvió para que
la opinión pública nunca conociera la verdad del caso ni supiera quiénes
movieron los hilos del Poder para mantener su responsabilidad oculta.
Volviendo a los asesinatos recientes, no
por poco verosímiles ni traídas de los cabellos, las versiones
propuestas tienen que ser falsas. Alguna podría ser verdadera. En todas,
sin embargo, la pregunta más acuciante no es sólo quiénes fueron los
perpetradores sino, sobre todo, cuál fue el móvil, el por qué.
Es justamente por todo lo dicho que las autoridades están obligadas a
actuar con una cautela extrema y tienen sobre sus hombros la
responsabilidad de comprobar sin sombra de duda la autoría material e
intelectual de estos crímenes.
Asimismo, la acusación de una cacería a
los colectivos lanzada en televisión contra el Ministro de Interior y
Justicia, Miguel Ángel Rodríguez Torres, por un Odreman arrinconado y
colérico, pero también llamando a la moderación, no debe ser pasada por
alto. Aunque no se pueda decir a ciencia cierta cuánto fundamento tiene,
plantea interrogantes significativas sobre las actuaciones del ministro
a partir del 12 de febrero y debe ser investigada. El presidente
Nicolás Maduro ordenó una investigación exhaustiva y, en ese contexto,
las conexiones entre las muertes de Odreman y Montoya y su posible
relación con los sucesos del 12-F cobran una rotunda actualidad.
En una aparición televisada el 16 de
febrero, Odreman llamaba a la oposición a “una paz democrática” mientras
sus cancerberos amedrentaban a los manifestantes. Los venezolanos han
visto y vivido muchas cosas durante los quince años de gobierno
chavista, pero una de las cosas que justamente no han visto es “paz
democrática”. En buena medida, esto se debe a que Hugo Chávez fragmentó
el monopolio de la fuerza, que debe ser competencia exclusiva del
Estado, repartiéndolo entre grupos paramilitares como los colectivos
armados, que han actuado impunemente gracias a la protección del
gobierno.
Concentrar de nuevo el monopolio del uso
de la fuerza es una tarea imprescindible para la sobrevivencia de la
sociedad venezolana en un futuro inmediato. Una tarea inmensa que
entraña la reconstrucción total, de arriba abajo, de las instituciones
de la sociedad. Pero llevarla a cabo de manera arbitraria, motorizada
por intereses oscuros y sin una política pública, solo puede traer más
sangre y desgracias.
Aparte de eso, mientras en la calle se llevan a cabo sangrientas vendettas
al mejor estilo mafioso, los venezolanos nos descubrimos en el mayor
oscurantismo informativo. Sin embargo, aunque el poder subestime la
capacidad de la población para entender la realidad, algo queda claro:
Montoya, Serra y Odreman son los vértices de un triángulo fatal. Incluso
si no estuviesen vinculadas, sus muertes han destapado una lata de
gusanos. La matazón reciente en Caracas resume mejor que mil palabras la anomia en que nos ha sumido el desgobierno malandro que impera en Venezuela.
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