Tuesday, December 2, 2014

Es posible la democracia en Venezuela?: Ana T. Torres en "La juventud y la política en el siglo XXI"

En: http://prodavinci.com/blogs/es-posible-la-democracia-en-venezuela-ana-t-torres-en-la-juventud-y-la-politica-en-el-siglo-xxi/

Ana Teresa Torres

La democracia es un bien escaso que podemos lograr pero también perder, y su construcción y mantenimiento son tareas permanentes para cualquier sociedad. Según algunos pensadores de indudable legitimidad, el pueblo venezolano tiene una indomable vocación democrática, de modo tal que los momentos antidemocráticos que puedan eventualmente presentarse en algún  tramo de su historia son pasajeros. Ciertamente, todo momento histórico es por definición pasajero, pero no es esa una respuesta suficientemente tranquilizadora. No comparto el dicho según el cual “el ADN venezolano es democrático”. No hay nada en los venezolanos que asegure su destino democrático, como tampoco hay nada que asegure lo contrario. En Venezuela durante cuatro décadas tuvimos un Estado liberal que puso en práctica una democracia populista, muy efectiva en los primeros veinte años (1958-1978) y progresivamente deteriorada en los segundos veinte años (1978-1998). El momento inaugural puede localizarse el 18 de octubre de 1945; su momento emblemático el 23 de enero de 1958; su decadencia en la década de los años ochenta, con varias fechas significativas: 1983 –año de de la devaluación de la moneda–; 1989 –año en que se produjeron los sucesos conocidos como el Caracazo;  1992 –año en que tuvieron lugar dos golpes de Estado conducidos por el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200; y su caída en 1998 –año en el que uno de los comandantes golpistas obtuvo el triunfo electoral en las elecciones presidenciales con una amplia mayoría.

El derrumbe del mito democrático consolidó una matriz de opinión (que persiste hoy) según la cual Venezuela quedó literalmente destruida durante el período de la democracia representativa; opinión, creencia o sentimiento que se transformará en idea fuerza en el discurso de la Revolución Bolivariana. La negación de todo lo construido a partir de 1958 se insertó en el pensamiento de los venezolanos como una idea irrefutable; a mi juicio no suficientemente contestada por los factores opositores que, por temor a la matriz antipartidos, han mostrado una conducta tímida, y hasta cierto punto avergonzada, en la defensa de los innegables logros del período, y de la democracia como sistema.

Después de 15 años de destrucción sistemática de las instituciones y la cultura democrática nos encontramos hoy, a fines de 2014, en un momento signado por una disyuntiva: la posibilidad, por el momento incierta, de reconstruir el régimen democrático, o al menos de refaccionar el actual para que alcance de nuevo la calificación de democracia, y al mismo tiempo de perderlo por un tiempo indefinido. Tenemos, a mi juicio, factores a favor y en contra, desde el punto de vista de nuestras matrices culturales, percepciones, autopercepciones, creencias, mitos y valoraciones. Entremos, pues, en las representaciones del imaginario  venezolano, que no son en sí mismas ideas políticas pero tienen como consecuencia efectos políticos. Pero antes de establecer los obstáculos y las ventajas socioculturales para la democracia, quisiera de antemano proponer que Venezuela no reúne los requisitos mínimos para una democracia plenamente liberal, según el modelo de los países europeos y norteamericanos, ni tampoco los reunía en 1958, de modo que el sistema que funcionó fue el de la democracia populista dentro de un Estado liberal. Para el funcionamiento pleno de una democracia liberal se requiere de un Estado cuyas instituciones públicas sean más fuertes y respetadas por toda la sociedad que las tendencias personalistas que inevitablemente surgen en los individuos. Veremos a continuación que esa premisa no se cumple. Y desde el lado de los ciudadanos se requiere, precisamente, la mentalidad de ciudadano, la mentalidad del “pagador de impuestos” (Tax payer), consciente de que es su trabajo y el producto de su trabajo lo que sustenta al Estado y a la sociedad, y que por lo tanto su opinión y su conducta deciden en lo macro y en lo micro. Esto supone una sociedad civil organizada y fuerte. Mi opinión es que esta mentalidad no puede instalarse en los países petroleros (ninguno de los cuales es democrático, a excepción de Noruega que tiene su propia historia democrática anterior a la explotación petrolera) porque en ellos se conforma una mentalidad de recibidor de dádivas provenientes de la renta petrolera, y lejos de pensar que es la ciudadanía quien sustenta al Estado y a la sociedad, supone lo contrario, ya que esa es la verdad económica, por lo menos por ahora; qué ocurriría en una Venezuela pospetrolera, cuyos vientos comienzan a soplar, es tema para los economistas. Hecha esta salvedad, que por supuesto es solo una opinión, no tengo ninguna duda en afirmar que el establecimiento de una democracia populista es considerablemente mejor que la permanencia de un régimen populista radical dentro de un Estado antiliberal como el actual, cuya definición más precisa dejo a los politólogos.

Comenzaré por un listado de obstáculos socioculturales a la identidad democrática.

Imaginario democrático. Entiendo por ello no solamente el cumplimiento de algunos ritos y formas democráticas, como el ejercicio del voto o la existencia nominal de los poderes públicos, sino el reconocimiento de los valores esenciales del sistema, tales como la separación de poderes, el respeto por las leyes y la Constitución, los derechos de las minorías políticas,  la alternabilidad de gobierno, el sometimiento del poder militar al civil, la credibilidad en los organismos del Estado como representantes y custodios de los derechos y deberes de todos los ciudadanos, y en general la aceptación de una cultura ciudadana. Esos valores esenciales han sido sistemáticamente irrespetados por los actores de la llamada Revolución Bolivariana y ese irrespeto no es solamente una conducta de quienes detentan el poder sino un estilo de vida que ha ido permeando a toda la sociedad.

Encontramos una profunda erosión ética que no solamente incluye los modos arbitrarios y despóticos de los gobernantes sino que perfila el comportamiento de las mismas bases sociales. Una sociedad del “todo vale”, y al mismo tiempo, del “nada vale” que nos condena a una estrategia del “resuelve”. Una sociedad en la que la vida humana ha perdido significación y nos hace a todos potenciales enemigos de los otros; en la que la palabra, hablada, escrita o sancionada por las leyes no tiene mayor capacidad para orientar ni a los gobernantes ni a los gobernados, de modo que nos convierte a todos en sospechosos sin credibilidad alguna; un poder político que se administra de acuerdo a las necesidades de seguir manteniéndose en acto, a costa de cualquier cosa y con absoluto desprecio por sus limitaciones constitucionales; una división social que se propone para expatriar a los que entran bajo la consigna de “enemigos de la patria y de la revolución”, a quienes por consiguiente se les niega existencia política legítima, de lo que se deriva una noción de pueblo confinada a los seguidores del gobierno; pero también un desprecio y desconocimiento hacia quienes lo apoyan por parte de quienes lo adversan; una organización económica  progresivamente inclinada a fortalecer la creencia de que el Estado es el único mantenedor de los desfavorecidos, al mismo tiempo que la productividad privada no es considerada como el ejercicio de un derecho y una necesidad social sino una práctica moralmente indigna y explotadora; unos modos de administrar el poder que se sustentan en el eje directo gobierno-pueblo sin que las mediaciones institucionales tengan alguna relevancia; a lo que pudiéramos añadir no solamente una violencia ingobernable sino la ocurrencia de acontecimientos extravagantes que hablan de dislocaciones de la cordura: desde la instalación de discotecas en las cárceles hasta la tortura de animales en los zoológicos. Todo, en fin, parece decir que no sufrimos solamente el despropósito de los gobernantes, sino que algo también se ha ido descomponiendo en la sociedad, algo que no se subsana con un simple cambio de gobierno, aunque, por supuesto esa sería la petición de principio.

Por si fuera poco en los últimos años el imaginario social ha venido a solaparse con el orden religioso, o al menos con signos externos de la religiosidad que se han hecho constantes en todo discurso político, sea cual sea su signo. El uso de símbolos religiosos se ha hecho frecuente en las declaraciones de los políticos y opinadores, y forma parte del habla cotidiana en frases como “los tiempos de Dios son perfectos”. Esto sugiere un abandono de la política como el espacio de negociación de las necesidades humanas en busca de lo sobrenatural como el espacio de la salvación. Una sociedad  invadida por una desesperación colectiva en la que lo mismo se pide una vivienda, una sanación, un lugar en alguna de las misiones que una televisión digital. Y se le pide a Cristo, a María Lionza, al alcalde, al espíritu de Chávez, al cuñado que milita en el PSUV o a la amiga que es vocera de una comuna. Un discurso que ha dejado de ser un cuerpo de ideas políticas para convertirse en un sistema de demandas naturales y sobrenaturales.

Así como en las democracias los militares pertenecen a los cuarteles, también los dioses deben volver a los templos, al ejercicio privado de las creencias. De lo contrario terminaremos pensando que el gobernante es un enviado de Dios, y que los gobernados recibiremos bendiciones o maldiciones por nuestra conducta política. Vivimos en una mezcla de milenarismo con socialismo, militarismo, bolivarianismo y religiosidad que hace cuando menos escarpado el camino a la restitución del imaginario democrático.

Valoración del pacto social. Silverio González Téllez, en La ciudad venezolana. Una interpretación de su espacio y sentido en la convivencia nacional (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2005: 141­146) afirma que en Venezuela el comportamiento doméstico predomina sobre el comportamiento social, y la ética de esa socialización está determinada por una cultura matrisocial. González retoma las tesis de Samuel Hurtado y de Alejandro Moreno, así como la noción de “crisis de pueblo” de Briceño Iragorry para centrarlas en “las fijaciones primitivas de la matrisocialidad”, que privilegian los vínculos afectivos y privados del grupo tribal sobre los impersonales, indispensables para establecer normas de convivencia y criterios universales. De allí se genera una inconsistencia en la observancia de las leyes “que son para los otros, no para los míos”. De acuerdo con estas hipótesis, el sujeto desconfía de los otros, de la ley y del Estado, y solo respeta las leyes tribales. Esta posición no sé si es antidemocrática pero con seguridad no es democrática. Es la negación del contrato social.

Valoración de la ciudadanía. Para nadie será un descubrimiento que en los últimos años la palabra ciudadano ha sufrido una sensible disminución (si no la eliminación) en los discursos públicos, y ha sido sustituida por la palabra “pueblo”. Esto no es irrelevante. El pueblo es un concepto inclusivo pero amorfo, anónimo, masificante. Todos y nadie lo conforman. Ciudadano es un concepto singular, particulariza al sujeto, lo individualiza. Ahora bien, ¿en qué consiste serlo? O mejor dicho, ¿qué condiciones lo caracterizan?

No pretendemos una definición política del término, sino un acercamiento a la cultura que se desprende del mismo. ¿Quiénes son los ciudadanos? En principio los constructores de la sociedad; los que viviendo en ella contribuyen a su permanencia y crecimiento a través de la producción social: de trabajo, de educación, de valores, de proyectos, de sentidos colectivos; y en tanto tales tienen derechos y deberes con respecto al Estado y con respecto a los otros. Ser conciudadanos no significa que pensamos lo mismo o que queremos lo mismo; no se trata de la pertenencia a un proyecto totalitario. Significa que, aun a pesar de nuestras diferencias, e incluso gracias a ellas, somos partícipes de una empresa que nos interesa a todos. Significa que somos individuos particulares sometidos a normas colectivas que hemos aceptado, es decir, que nos regimos por leyes para asegurar la convivencia pacífica, y que cuando se transgreden esas leyes, la misma sociedad, a través del Estado, tiene la obligación de restituir la justicia y el bien común; desde imponer una multa por estacionar mal el automóvil, hasta la privación de libertad en castigo por un crimen. La debilidad de la cultura ciudadana, en mi opinión, está determinada por el predominio de la cultura heroica en el imaginario social; predominio que ha sido exaltado en estos años pero cuyo origen es histórico.

Cultura de héroes. Ciudadano y héroe son conceptos muy distantes. Muchos pensadores han insistido en esto, citaré a Axel Capriles (La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo. Caracas: Taurus, 2008: 36) porque me parece resume muy bien el tema: “en la psicología del héroe no hay espacio para los quehaceres de la paz. Desconoce el mérito del trabajo y el valor de los imperceptibles logros ordinarios. Desprecia el empeño metódico y constante”. Esas y otras valoraciones son la desafortunada consecuencia de haber impuesto al héroe guerrero como modelo de identificaciones para los venezolanos, y de haber instalado la guerra de Independencia como única proeza de la venezolanidad.      De estos paradigmas derivan los códigos heroicos degradados que inundan el imaginario venezolano, y que resumo a continuación.

El culto revolucionario tiene sus raíces en el seguimiento arbitrario del ejemplo bolivariano entendido como la pasión por arrasar con el pasado, y el permanente deseo de empezar todo desde los cimientos. La confusión de los tiempos y los propósitos de la gesta independentista con los contemporáneos desemboca en una perenne exaltación de la ruptura, que desacredita lo existente en pos de ideales utópicos, sin otra justificación que la búsqueda irresponsable de la renovación permanente. Tiene esto mucho que ver con la dificultad para perseverar y concluir, así como para aceptar la modestia de las tareas posibles, aunque no sean grandiosas ni utópicas.

Esta fascinación por la “revolución” no es patrimonio de la política, ni tampoco una novedad introducida por la Revolución Bolivariana. Dice Gisela Kozak en El país que siempre nace (Caracas: Alfa, 2008: 9­16) que “el pensamiento, la literatura y el arte en Venezuela… para nuestro infortunio, se han prestado en demasiadas ocasiones para justificar la rebelión, el espíritu contrario a la institucionalidad, la violencia, el caudillismo o el rigor dictatorial como destino inevitable”. Sobre las razones que explican por qué los venezolanos cultivan una actitud de escepticismo y de negación ante los logros acumulados, apunta lo que denomina una “vena nihilista”. La visión negadora de la experiencia democrática es, en su criterio, uno de los mejores ejemplos de este caso. El nihilismo expresado en la imposibilidad de construir  y  creer ha sido una fuerza permanente en contra de la generación de valores comunes y la confianza de la sociedad en sus propias potencialidades. Por el contrario, el imaginario venezolano concede su fe y su confianza a los “hombres providenciales” que vendrán a salvar a la patria, y no a la ética de la propia sociedad, como es el sustento del vivir democrático.

El impulso a la libertad, presente en todas las sociedades, adquiere en Venezuela la cualidad del anarquismo, la voluntad de no estar sometido a nada ni a nadie. Estrechamente vinculado con lo anterior aparece el autoritarismo. Una condición esencial de la democracia es no solamente la igualdad ante la ley sino el consenso de que la ley es para todos. Entre los códigos que venimos señalando hay un eje común: la relación conflictiva con la ley. O se la ejerce en forma autoritaria y personalista; o se la rompe invocando un acto “revolucionario”; o se la burla anárquicamente; o se presume de una igualdad arbitraria para no respetarla; o, finalmente, se niega la validez de cualquier ley porque todas son injustas.

Veamos para finalizar algunas tendencias que favorecen la identidad democrática y las perspectivas de cambio.

La aspiración libertaria. Aunque parezca contradictorio con lo que expuse anteriormente, y la libertad sea frecuentemente confundida con anarquía o autoritarismo (“yo hago lo que quiero y no tengo que someterme a nadie”), la aspiración de libertad ha sido una idea fuerza en el imaginario venezolano desde tiempos históricos, y ha estado presente en los momentos más significativos: la independencia, la sustitución de la monarquía por la república, las contiendas de las guerras federales, y la lucha contra las dictaduras del siglo XX.

Si bien la libertad no es la única base de un sistema democrático, es sin duda uno de sus componentes esenciales, y la aspiración de vivir en libertad persiste en la sociedad venezolana.

La preservación del espacio privado frente a la invasión ideológica de corte totalitario. La negativa a pensar o sentir como el discurso del poder dice que debemos pensar o sentir. En la defensa de la penetración ideológica de la educación, desde la primaria hasta la universitaria, puede observarse esta preservación del ámbito privado.

La tendencia igualitarista. Aunque el igualitarismo no es igual a la igualdad, o a la equidad, conduce a una resistencia contra el autoritarismo y la consagración de privilegios, y es una tendencia favorable al pensamiento democrático.

La aspiración a la modernidad. Por la experiencia histórica de un país que vivió un proceso acelerado de urbanización y adquisición de bienes de consumo, la relación con la economía de mercado no ha desaparecido de la mentalidad venezolana en estos años de discurso socialista. De alguna manera los “dakazos” a los que ha recurrido el gobierno indican que esta aspiración al consumo y al bienestar tiene una fuerza importante en todos los estratos de la sociedad venezolana, que se opone a la aceptación de la escasez y penuria que mostraron otras sociedades en los regímenes socialistas.

La reserva histórica. Necesitamos construir un relato alternativo que haga honor a las virtudes democráticas y pacíficas de la venezolanidad, para lo cual el primer ejercicio es recurrir a nuestra historia cambiando el acento de los guerreros hacia los ciudadanos. Venezuela no es solamente una patria de guerreros, ni su mayor gloria haber ganado una guerra que sucedió hace doscientos años, y que por lo tanto está muy lejana de nuestros problemas actuales. Venezuela es también la patria de los que, después de la guerra, tuvieron que dedicarse a la ardua tarea de reconstruir la economía que había quedado destruida, y dejado al país en la mayor pobreza. En esa tarea participaron todos los sobrevivientes. Es también la patria de los que durante el resto del siglo XIX se plantearon las tareas de la educación y el pensamiento en medio de una gran penuria. De los que después, a comienzos del siglo XX fueron los pioneros de la mayor industria, el petróleo, y con el paso del tiempo lograron la construcción de Pdvsa, que fue una alta industria petrolera, con la tecnología avanzada equivalente a la de las naciones más poderosas. La patria en la que se crearon grandes universidades, de las que salieron todo tipo de profesionales, y ha dado grandes figuras de nuestra medicina, educación, ingeniería, ciencias. La patria de millones de ciudadanos que salen de sus casas muy temprano a trabajar, y desde el oficio más modesto contribuyen a la construcción de la vida social. La cultura venezolana tiene una amplia variedad de nombres que ofrecer como ejemplos, como modelos de ese venezolano de trabajo, de solidaridad, de empeño, que queda opacado si se le compara con las figuras de los libertadores. Esa sería la vía para construir una memoria civil; ante cada nombre de guerrero, el nombre de un científico, un artista, un profesional, un artesano. Nuestros niños saben los nombres de las batallas, pero deberían saber también cómo en el pasado llegaron a Venezuela las grandes innovaciones que mejoran la vida: el telégrafo, la electricidad, el teléfono, la radio, la televisión, las vacunas, las autopistas, las represas, los pozos petroleros, los hospitales, las escuelas, los museos, las bibliotecas, internet. Deberían conocer la riqueza de nuestra gastronomía,  la historia empresarial, la calificación de los operarios. Los nombres de nuestros artistas,  nuestros escritores, de los pensadores y políticos, que adelantaron políticas internacionales democráticas en un continente plagado de dictaduras. En fin, toda la construcción social que damos por sentada, como si no hubiesen sido ciudadanos venezolanos los que trabajaron, y trabajan, para que exista. En ella hay una reserva de valores suficiente para edificar el valor de la venezolanidad democrática.

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