Ana Teresa Torres
La democracia es un bien escaso que
podemos lograr pero también perder, y su construcción y mantenimiento
son tareas permanentes para cualquier sociedad. Según algunos pensadores
de indudable legitimidad, el pueblo venezolano tiene una indomable
vocación democrática, de modo tal que los momentos antidemocráticos que
puedan eventualmente presentarse en algún tramo de su historia son
pasajeros. Ciertamente, todo momento histórico es por definición
pasajero, pero no es esa una respuesta suficientemente tranquilizadora.
No comparto el dicho según el cual “el ADN venezolano es democrático”.
No hay nada en los venezolanos que asegure su destino democrático, como
tampoco hay nada que asegure lo contrario. En Venezuela durante cuatro
décadas tuvimos un Estado liberal que puso en práctica una democracia
populista, muy efectiva en los primeros veinte años (1958-1978) y
progresivamente deteriorada en los segundos veinte años (1978-1998). El
momento inaugural puede localizarse el 18 de octubre de 1945; su momento
emblemático el 23 de enero de 1958; su decadencia en la década de los
años ochenta, con varias fechas significativas: 1983 –año de de la
devaluación de la moneda–; 1989 –año en que se produjeron los sucesos
conocidos como el Caracazo; 1992 –año en que tuvieron lugar dos golpes
de Estado conducidos por el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200; y
su caída en 1998 –año en el que uno de los comandantes golpistas obtuvo
el triunfo electoral en las elecciones presidenciales con una amplia
mayoría.
El derrumbe del mito democrático
consolidó una matriz de opinión (que persiste hoy) según la cual
Venezuela quedó literalmente destruida durante el período de la
democracia representativa; opinión, creencia o sentimiento que se
transformará en idea fuerza en el discurso de la Revolución Bolivariana.
La negación de todo lo construido a partir de 1958 se insertó en el
pensamiento de los venezolanos como una idea irrefutable; a mi juicio no
suficientemente contestada por los factores opositores que, por temor a
la matriz antipartidos, han mostrado una conducta tímida, y hasta
cierto punto avergonzada, en la defensa de los innegables logros del
período, y de la democracia como sistema.
Después de 15 años de destrucción
sistemática de las instituciones y la cultura democrática nos
encontramos hoy, a fines de 2014, en un momento signado por una
disyuntiva: la posibilidad, por el momento incierta, de reconstruir el
régimen democrático, o al menos de refaccionar el actual para que
alcance de nuevo la calificación de democracia, y al mismo tiempo de
perderlo por un tiempo indefinido. Tenemos, a mi juicio, factores a
favor y en contra, desde el punto de vista de nuestras matrices
culturales, percepciones, autopercepciones, creencias, mitos y
valoraciones. Entremos, pues, en las representaciones del imaginario
venezolano, que no son en sí mismas ideas políticas pero tienen como
consecuencia efectos políticos. Pero antes de establecer los obstáculos y
las ventajas socioculturales para la democracia, quisiera de antemano
proponer que Venezuela no reúne los requisitos mínimos para una
democracia plenamente liberal, según el modelo de los países europeos y
norteamericanos, ni tampoco los reunía en 1958, de modo que el sistema
que funcionó fue el de la democracia populista dentro de un Estado
liberal. Para el funcionamiento pleno de una democracia liberal se
requiere de un Estado cuyas instituciones públicas sean más fuertes y
respetadas por toda la sociedad que las tendencias personalistas que
inevitablemente surgen en los individuos. Veremos a continuación que esa
premisa no se cumple. Y desde el lado de los ciudadanos se requiere,
precisamente, la mentalidad de ciudadano, la mentalidad del
“pagador de impuestos” (Tax payer), consciente de que es su trabajo y el
producto de su trabajo lo que sustenta al Estado y a la sociedad, y que
por lo tanto su opinión y su conducta deciden en lo macro y en lo
micro. Esto supone una sociedad civil organizada y fuerte. Mi opinión es
que esta mentalidad no puede instalarse en los países petroleros
(ninguno de los cuales es democrático, a excepción de Noruega que tiene
su propia historia democrática anterior a la explotación petrolera)
porque en ellos se conforma una mentalidad de recibidor de dádivas
provenientes de la renta petrolera, y lejos de pensar que es la
ciudadanía quien sustenta al Estado y a la sociedad, supone lo
contrario, ya que esa es la verdad económica, por lo menos por ahora;
qué ocurriría en una Venezuela pospetrolera, cuyos vientos comienzan a
soplar, es tema para los economistas. Hecha esta salvedad, que por
supuesto es solo una opinión, no tengo ninguna duda en afirmar que el
establecimiento de una democracia populista es considerablemente mejor
que la permanencia de un régimen populista radical dentro de un Estado
antiliberal como el actual, cuya definición más precisa dejo a los
politólogos.
Comenzaré por un listado de obstáculos socioculturales a la identidad democrática.
Imaginario democrático.
Entiendo por ello no solamente el cumplimiento de algunos ritos y
formas democráticas, como el ejercicio del voto o la existencia nominal
de los poderes públicos, sino el reconocimiento de los valores
esenciales del sistema, tales como la separación de poderes, el respeto
por las leyes y la Constitución, los derechos de las minorías políticas,
la alternabilidad de gobierno, el sometimiento del poder militar al
civil, la credibilidad en los organismos del Estado como representantes y
custodios de los derechos y deberes de todos los ciudadanos, y en
general la aceptación de una cultura ciudadana. Esos valores esenciales
han sido sistemáticamente irrespetados por los actores de la llamada
Revolución Bolivariana y ese irrespeto no es solamente una conducta de
quienes detentan el poder sino un estilo de vida que ha ido permeando a
toda la sociedad.
Encontramos una profunda erosión ética
que no solamente incluye los modos arbitrarios y despóticos de los
gobernantes sino que perfila el comportamiento de las mismas bases
sociales. Una sociedad del “todo vale”, y al mismo tiempo, del “nada
vale” que nos condena a una estrategia del “resuelve”. Una sociedad en
la que la vida humana ha perdido significación y nos hace a todos
potenciales enemigos de los otros; en la que la palabra, hablada,
escrita o sancionada por las leyes no tiene mayor capacidad para
orientar ni a los gobernantes ni a los gobernados, de modo que nos
convierte a todos en sospechosos sin credibilidad alguna; un poder
político que se administra de acuerdo a las necesidades de seguir
manteniéndose en acto, a costa de cualquier cosa y con absoluto
desprecio por sus limitaciones constitucionales; una división social que
se propone para expatriar a los que entran bajo la consigna de
“enemigos de la patria y de la revolución”, a quienes por consiguiente
se les niega existencia política legítima, de lo que se deriva una
noción de pueblo confinada a los seguidores del gobierno; pero también
un desprecio y desconocimiento hacia quienes lo apoyan por parte de
quienes lo adversan; una organización económica progresivamente
inclinada a fortalecer la creencia de que el Estado es el único
mantenedor de los desfavorecidos, al mismo tiempo que la productividad
privada no es considerada como el ejercicio de un derecho y una
necesidad social sino una práctica moralmente indigna y explotadora;
unos modos de administrar el poder que se sustentan en el eje directo
gobierno-pueblo sin que las mediaciones institucionales tengan alguna
relevancia; a lo que pudiéramos añadir no solamente una violencia
ingobernable sino la ocurrencia de acontecimientos extravagantes que
hablan de dislocaciones de la cordura: desde la instalación de
discotecas en las cárceles hasta la tortura de animales en los
zoológicos. Todo, en fin, parece decir que no sufrimos solamente el
despropósito de los gobernantes, sino que algo también se ha ido
descomponiendo en la sociedad, algo que no se subsana con un simple
cambio de gobierno, aunque, por supuesto esa sería la petición de
principio.
Por si fuera poco en los últimos años el
imaginario social ha venido a solaparse con el orden religioso, o al
menos con signos externos de la religiosidad que se han hecho constantes
en todo discurso político, sea cual sea su signo. El uso de símbolos
religiosos se ha hecho frecuente en las declaraciones de los políticos y
opinadores, y forma parte del habla cotidiana en frases como “los
tiempos de Dios son perfectos”. Esto sugiere un abandono de la política
como el espacio de negociación de las necesidades humanas en busca de lo
sobrenatural como el espacio de la salvación. Una sociedad invadida
por una desesperación colectiva en la que lo mismo se pide una vivienda,
una sanación, un lugar en alguna de las misiones que una televisión
digital. Y se le pide a Cristo, a María Lionza, al alcalde, al espíritu
de Chávez, al cuñado que milita en el PSUV o a la amiga que es vocera de
una comuna. Un discurso que ha dejado de ser un cuerpo de ideas
políticas para convertirse en un sistema de demandas naturales y
sobrenaturales.
Así como en las democracias los
militares pertenecen a los cuarteles, también los dioses deben volver a
los templos, al ejercicio privado de las creencias. De lo contrario
terminaremos pensando que el gobernante es un enviado de Dios, y que los
gobernados recibiremos bendiciones o maldiciones por nuestra conducta
política. Vivimos en una mezcla de milenarismo con socialismo,
militarismo, bolivarianismo y religiosidad que hace cuando menos
escarpado el camino a la restitución del imaginario democrático.
Valoración del pacto social. Silverio González Téllez, en La ciudad venezolana. Una interpretación de su espacio y sentido en la convivencia nacional
(Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2005: 141146) afirma que
en Venezuela el comportamiento doméstico predomina sobre el
comportamiento social, y la ética de esa socialización está determinada
por una cultura matrisocial. González retoma las tesis de Samuel Hurtado
y de Alejandro Moreno, así como la noción de “crisis de pueblo” de
Briceño Iragorry para centrarlas en “las fijaciones primitivas de la
matrisocialidad”, que privilegian los vínculos afectivos y privados del
grupo tribal sobre los impersonales, indispensables para establecer
normas de convivencia y criterios universales. De allí se genera una
inconsistencia en la observancia de las leyes “que son para los otros,
no para los míos”. De acuerdo con estas hipótesis, el sujeto desconfía
de los otros, de la ley y del Estado, y solo respeta las leyes tribales.
Esta posición no sé si es antidemocrática pero con seguridad no es
democrática. Es la negación del contrato social.
Valoración de la ciudadanía. Para nadie será un descubrimiento que en los últimos años la palabra ciudadano
ha sufrido una sensible disminución (si no la eliminación) en los
discursos públicos, y ha sido sustituida por la palabra “pueblo”. Esto
no es irrelevante. El pueblo es un concepto inclusivo pero amorfo,
anónimo, masificante. Todos y nadie lo conforman. Ciudadano es un
concepto singular, particulariza al sujeto, lo individualiza. Ahora
bien, ¿en qué consiste serlo? O mejor dicho, ¿qué condiciones lo
caracterizan?
No pretendemos una definición política
del término, sino un acercamiento a la cultura que se desprende del
mismo. ¿Quiénes son los ciudadanos? En principio los constructores de la
sociedad; los que viviendo en ella contribuyen a su permanencia y
crecimiento a través de la producción social: de trabajo, de educación,
de valores, de proyectos, de sentidos colectivos; y en tanto tales
tienen derechos y deberes con respecto al Estado y con respecto a los
otros. Ser conciudadanos no significa que pensamos lo mismo o que
queremos lo mismo; no se trata de la pertenencia a un proyecto
totalitario. Significa que, aun a pesar de nuestras diferencias, e
incluso gracias a ellas, somos partícipes de una empresa que nos
interesa a todos. Significa que somos individuos particulares sometidos a
normas colectivas que hemos aceptado, es decir, que nos regimos por
leyes para asegurar la convivencia pacífica, y que cuando se transgreden
esas leyes, la misma sociedad, a través del Estado, tiene la obligación
de restituir la justicia y el bien común; desde imponer una multa por
estacionar mal el automóvil, hasta la privación de libertad en castigo
por un crimen. La debilidad de la cultura ciudadana, en mi opinión, está
determinada por el predominio de la cultura heroica en el imaginario
social; predominio que ha sido exaltado en estos años pero cuyo origen
es histórico.
Cultura de héroes. Ciudadano y héroe son conceptos muy distantes. Muchos pensadores han insistido en esto, citaré a Axel Capriles (La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo.
Caracas: Taurus, 2008: 36) porque me parece resume muy bien el tema:
“en la psicología del héroe no hay espacio para los quehaceres de la
paz. Desconoce el mérito del trabajo y el valor de los imperceptibles
logros ordinarios. Desprecia el empeño metódico y constante”. Esas y
otras valoraciones son la desafortunada consecuencia de haber impuesto
al héroe guerrero como modelo de identificaciones para los venezolanos, y
de haber instalado la guerra de Independencia como única proeza de la
venezolanidad. De estos paradigmas derivan los códigos heroicos
degradados que inundan el imaginario venezolano, y que resumo a
continuación.
El culto revolucionario tiene
sus raíces en el seguimiento arbitrario del ejemplo bolivariano
entendido como la pasión por arrasar con el pasado, y el permanente
deseo de empezar todo desde los cimientos. La confusión de los tiempos y
los propósitos de la gesta independentista con los contemporáneos
desemboca en una perenne exaltación de la ruptura, que desacredita lo
existente en pos de ideales utópicos, sin otra justificación que la
búsqueda irresponsable de la renovación permanente. Tiene esto mucho que
ver con la dificultad para perseverar y concluir, así como para aceptar
la modestia de las tareas posibles, aunque no sean grandiosas ni
utópicas.
Esta fascinación por la “revolución” no
es patrimonio de la política, ni tampoco una novedad introducida por la
Revolución Bolivariana. Dice Gisela Kozak en El país que siempre nace
(Caracas: Alfa, 2008: 916) que “el pensamiento, la literatura y el
arte en Venezuela… para nuestro infortunio, se han prestado en
demasiadas ocasiones para justificar la rebelión, el espíritu contrario a
la institucionalidad, la violencia, el caudillismo o el rigor
dictatorial como destino inevitable”. Sobre las razones que explican por
qué los venezolanos cultivan una actitud de escepticismo y de negación
ante los logros acumulados, apunta lo que denomina una “vena nihilista”.
La visión negadora de la experiencia democrática es, en su criterio,
uno de los mejores ejemplos de este caso. El nihilismo
expresado en la imposibilidad de construir y creer ha sido una fuerza
permanente en contra de la generación de valores comunes y la confianza
de la sociedad en sus propias potencialidades. Por el contrario, el
imaginario venezolano concede su fe y su confianza a los “hombres
providenciales” que vendrán a salvar a la patria, y no a la ética de la
propia sociedad, como es el sustento del vivir democrático.
El impulso a la libertad, presente en todas las sociedades, adquiere en Venezuela la cualidad del anarquismo, la voluntad de no estar sometido a nada ni a nadie. Estrechamente vinculado con lo anterior aparece el autoritarismo.
Una condición esencial de la democracia es no solamente la igualdad
ante la ley sino el consenso de que la ley es para todos. Entre los
códigos que venimos señalando hay un eje común: la relación conflictiva con la ley.
O se la ejerce en forma autoritaria y personalista; o se la rompe
invocando un acto “revolucionario”; o se la burla anárquicamente; o se
presume de una igualdad arbitraria para no respetarla; o, finalmente, se
niega la validez de cualquier ley porque todas son injustas.
Veamos para finalizar algunas tendencias que favorecen la identidad democrática y las perspectivas de cambio.
La aspiración libertaria.
Aunque parezca contradictorio con lo que expuse anteriormente, y la
libertad sea frecuentemente confundida con anarquía o autoritarismo (“yo
hago lo que quiero y no tengo que someterme a nadie”), la aspiración de
libertad ha sido una idea fuerza en el imaginario venezolano desde
tiempos históricos, y ha estado presente en los momentos más
significativos: la independencia, la sustitución de la monarquía por la
república, las contiendas de las guerras federales, y la lucha contra
las dictaduras del siglo XX.
Si bien la libertad no es la única base
de un sistema democrático, es sin duda uno de sus componentes
esenciales, y la aspiración de vivir en libertad persiste en la sociedad
venezolana.
La preservación del espacio privado frente
a la invasión ideológica de corte totalitario. La negativa a pensar o
sentir como el discurso del poder dice que debemos pensar o sentir. En
la defensa de la penetración ideológica de la educación, desde la
primaria hasta la universitaria, puede observarse esta preservación del
ámbito privado.
La tendencia igualitarista.
Aunque el igualitarismo no es igual a la igualdad, o a la equidad,
conduce a una resistencia contra el autoritarismo y la consagración de
privilegios, y es una tendencia favorable al pensamiento democrático.
La aspiración a la modernidad. Por
la experiencia histórica de un país que vivió un proceso acelerado de
urbanización y adquisición de bienes de consumo, la relación con la
economía de mercado no ha desaparecido de la mentalidad venezolana en
estos años de discurso socialista. De alguna manera los “dakazos” a los
que ha recurrido el gobierno indican que esta aspiración al consumo y al
bienestar tiene una fuerza importante en todos los estratos de la
sociedad venezolana, que se opone a la aceptación de la escasez y
penuria que mostraron otras sociedades en los regímenes socialistas.
La reserva histórica.
Necesitamos construir un relato alternativo que haga honor a las
virtudes democráticas y pacíficas de la venezolanidad, para lo cual el
primer ejercicio es recurrir a nuestra historia cambiando el acento de
los guerreros hacia los ciudadanos. Venezuela no es solamente una patria
de guerreros, ni su mayor gloria haber ganado una guerra que sucedió
hace doscientos años, y que por lo tanto está muy lejana de nuestros
problemas actuales. Venezuela es también la patria de los que, después
de la guerra, tuvieron que dedicarse a la ardua tarea de reconstruir la
economía que había quedado destruida, y dejado al país en la mayor
pobreza. En esa tarea participaron todos los sobrevivientes. Es también
la patria de los que durante el resto del siglo XIX se plantearon las
tareas de la educación y el pensamiento en medio de una gran penuria. De
los que después, a comienzos del siglo XX fueron los pioneros de la
mayor industria, el petróleo, y con el paso del tiempo lograron la
construcción de Pdvsa, que fue una alta industria petrolera, con la
tecnología avanzada equivalente a la de las naciones más poderosas. La
patria en la que se crearon grandes universidades, de las que salieron
todo tipo de profesionales, y ha dado grandes figuras de nuestra
medicina, educación, ingeniería, ciencias. La patria de millones de
ciudadanos que salen de sus casas muy temprano a trabajar, y desde el
oficio más modesto contribuyen a la construcción de la vida social. La
cultura venezolana tiene una amplia variedad de nombres que ofrecer como
ejemplos, como modelos de ese venezolano de trabajo, de solidaridad, de
empeño, que queda opacado si se le compara con las figuras de los
libertadores. Esa sería la vía para construir una memoria civil; ante
cada nombre de guerrero, el nombre de un científico, un artista, un
profesional, un artesano. Nuestros niños saben los nombres de las
batallas, pero deberían saber también cómo en el pasado llegaron a
Venezuela las grandes innovaciones que mejoran la vida: el telégrafo, la
electricidad, el teléfono, la radio, la televisión, las vacunas, las
autopistas, las represas, los pozos petroleros, los hospitales, las
escuelas, los museos, las bibliotecas, internet. Deberían conocer la
riqueza de nuestra gastronomía, la historia empresarial, la
calificación de los operarios. Los nombres de nuestros artistas,
nuestros escritores, de los pensadores y políticos, que adelantaron
políticas internacionales democráticas en un continente plagado de
dictaduras. En fin, toda la construcción social que damos por sentada,
como si no hubiesen sido ciudadanos venezolanos los que trabajaron, y
trabajan, para que exista. En ella hay una reserva de valores suficiente
para edificar el valor de la venezolanidad democrática.
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