Tomás Straka
La verdadera batalla que la semana pasada tuvo lugar en el sector de San Vicente, en Maracay, es un ejemplo del grado de deterioro al que ha llegado la institucionalidad del Estado venezolano. Como no se veía desde hace noventa años, el Estado tuvo que retomar el control de una comunidad a plomo y fuego. Aunque los sostenidos avances de la delincuencia y el imperio de los pranes en las cárceles ya eran claros indicios de un Estado que, al mismo tiempo que se afana en controlarlo todo, iba perdiendo autoridad en grandes ámbitos de la vida nacional, lo de San Vicente demuestra el extremo al que han llegado las cosas: ya hay grupos que le disputan el dominio de comunidades enteras y están dispuestos a enfrentarlo con las armas. Aunque en el sector maracayero el Estado parece haber ganado la partida, al menos de momento, las noticias de pueblos y barrios en los que la delincuencia gobierna son tan numerosas como preocupantes. Incluso si aceptásemos las teorías conspirativas según las cuales todo es parte de un gran complot del gobierno para infundir miedo, hay indicios de que ya perdió el control sobre el problema (la teoría en el fondo es optimista, porque identifica un centro de control y una sola fuente del mal) y lo del hampa ya constituye un reto que va más allá de lo policial para adquirir un tinte más o menos político. Es decir, tanto como puede serlo un poder que le disputa el dominio de un territorio al Estado legalmente constituido.
Lo peor es que después de haber superado situaciones como estas hace casi un siglo, estamos volviendo a ellas. Esto no significa que los pranes sean exactamente equiparables a los caudillos, pero tienen suficientes puntos en común como para identificar en la debilidad del Estado un problema de fondo similar. Cuando en 1929 el moderno ejército creado por Juan Vicente Gómez logró sofocar los últimos focos más o menos caudillistas, pareció haber quedado enterrada la posibilidad de que un hombre, amparado por el poder de su propio ejército y sus negocios, asuma la dirección de una región o de un pueblo. Es cierto que treinta años después los guerrilleros de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) desconocieron al Estado, se alzaron en armas y llegaron a controlar algunos sectores. Pero su caso no era ni el de los caudillos ni el de los pranes. Ellos perseguían perfeccionar al Estado moderno, indistintamente de lo que pensemos del tipo de Estado que impulsaban; luchaban por establecer una legalidad distinta, pero legalidad al fin, y se enmarcaban en el contexto de un proyecto de sociedad en el que había fines trascendentes en cuanto a justicia social e independencia económica. El modelo probó ser un fracaso, tanto en los países donde se aplicó en toda su latitud (Europa Oriental) como en los que se ensayó una versión moderada (la Venezuela actual), pero al cabo se trataba de una propuesta que en 1962 o 1966 aparentaba ser, cuando menos, prometedora. Y decimos esto a sabiendas que las Unidades Tácticas de Combate (UTC), el brazo urbano de las FALN, se vincularon con delincuentes para perpetrar secuestros y asaltos a bancos, con terribles consecuencias para todos.
Los socios del hampa de las UTC terminaron siendo un cuchillo de doble filo. Para los órganos de seguridad del Estado, fue relativamente fácil sobornarlos para que delataran a los guerrilleros. Además, sus acciones (tiroteos en las calles, asaltos, homicidios, muchas veces no intencionados de gente inocente) ayudaron a desprestigiar a la guerrilla. Se sabe de casos muy tristes en los que jóvenes idealistas se unieron a la guerrilla y por esta vía terminaron envueltos en el crimen y en las drogas. Las tensiones de las luchas, las persecuciones y en ocasiones las torturas a los que fueron sometidos (aquel fue un período en el que todos tuvieron sus culpas) terminaron empujándolos a los psicotrópicos y después a la cárcel o el manicomio. También se sabe de delincuentes que gracias a la guerrilla obtuvieron armas y entrenamiento que los hicieron mucho más eficaces. Hay que estudiar la herencia de algunos grupos que terminaron combinando la cultura malandra con la izquierdista, generando una forma de entender y hacer política que se proyecta hasta hoy.
Pero lo de las “zonas de paz”, como San Vicente, es otra cosa. Se trata de áreas en las que, en acuerdo con el gobierno o no, las bandas delictivas ejercen el poder proscribiendo la acción de las fuerzas del orden. En el fondo parece haber cierta idea de que la represión del Estado es la que impulsa hacia la delincuencia a los oprimidos. Por eso, como se trata de víctimas, se espera llegar a una tregua con los hampones, más o menos como las que la Iglesia católica ha logrado con las maras centroamericanas. Los más críticos temen una reinstauración del sistema de alianzas de las UTC de los sesentas, de nuevo con terribles consecuencias. En todo caso, al igual que con las maras, en las “zonas de paz” no hay, al menos no aún, un proyecto político concreto. Hay ejercicio del poder, pero no proyecto, sino su simple usufructo (lo que, después de todo, no parece ser exclusivo de las bandas). Es difícil determinar si lo que hacen los colectivos en ciertas áreas de Caracas es asimilable al fenómeno. En un aspecto, puede serlo: el Estado, por las razones que sea, deja ocupar su lugar por otro; pero, hasta donde sabemos, los colectivos tienen ideología y fines políticos, y según se afirma logran poner un orden en sus espacios. Es necesario un estudio imparcial de ellos para hablar con propiedad.
Pero que esto no nos confunda. Si algo demuestra la historia es que muchas veces los bandoleros han enarbolado, sincera o arteramente, ciertas banderas políticas para justificar sus actos. De hecho, un amplio sector del caudillaje del siglo XIX envolvió lo que en última instancia era un buen negocio (“empresarios de la violencia” los llamó Domingo Irwin) con frases grandilocuentes. La frontera entre el caudillo y el delincuente solían ser muy tenues. Desde la fidelidad al Rey aducida por Dionisio Cisneros en las décadas de 1820 y 1830, hasta las mueras a Gómez y las vivas a la Libertad de muchos guerrilleros de los 1920s, sirvieron para justificar asaltos, estupros, asesinatos, saqueos, cuatrerismo, tráfico de armas y otras formas de contrabando. En una de sus novelas Enrique Bernardo Núñez dibuja a un personaje que cada cierto tiempo invadía Venezuela por los llanos “alzado” contra Gómez, sólo para huir finalmente hacia el Caribe con un buen lote de pieles de caimán, conchas de tortuga y plumas de garza. Su negocio era la revolución. El caso de Cisneros viene especialmente a colación en estos momentos: a fuerza de decirse rebelado contra la república a favor de Fernando VII, mantuvo asolado todo el territorio de Petare hasta el Tuy. Una vez incursionó con sus hombres en El Hatillo. Eran las fiestas patronales, por lo que, para disfrutar mejor la celebración, encerró a todos los hombres y secuestró a las mujeres, que devolvió unos días después, cuando ya su tropa (su banda) se había cansado de la parranda (¿está muy lejos de las “fiestas de paz” que se organizan en algunos sitios?).
Pero tal vez el ejemplo de Tomás Funes es el que mejor calaza para ilustrar el fenómeno que estamos describiendo. Representante de los caucheros muy disgustados por los tratos del gobernador Roberto Pulido, en 1913 lideró una revuelta en la que mató al magistrado, a su familia y seguidores (unas 460 personas, según se cuenta). Después de eso simplemente asumió el poder. Como prueba de la idea de legalidad que tenía, primero le pidió permiso a Gómez, aspirando a que lo ratificara en el cargo: es decir, es escribirle al presidente explicando que por diferencias irreconciliables has derrocado y matado a su gobernador, pero que si te manda un nombramiento, puedes dejar las cosas en paz. Gómez no le respondió pero tampoco hizo lo razonable en cualquier Estado, mandar al Ejército a poner orden. Para 1913 San Fernando de Atabapo estaba tan lejos de Maracay, que mejor era dejar las cosas así. Entonces, según relata Funes en sus cartas, el gobierno colombiano le hizo una propuesta: si se unía a Colombia, Bogotá lo ratificaba. Pero Funes era asesino, no traidor a la patria: se negó airado y le mandó la información a Gómez, casi como una muchacha que pasea con un pretendiente frente al galán que de verdad le gusta a ver si con eso se decide. Gómez no pisó el peine. Por siete años Funes (en realidad los caucheros a través de él) gobernó de facto, sin reconocimiento de Maracay, explotando el caucho sin rendirle cuentas a nadie, esclavizando indígenas y sacando del camino a quien lo molestara (a él o a sus socios). En 1921 Emilio Arévalo Cedeño, que invadía por enésima vez Venezuela tratando de tumbar a Gómez, le hizo el favor al Benemérito: apresó a Funes y lo fusiló. Toda una sinfonía de ilegalidad, justicia tomada por la propia mano y violencia. De la Venezuela que fue y que amenaza con volver a ser.
No obstante, este fusilamiento fue tal vez el último episodio en el que un caudillo/bandolero, ese tipo de delincuente con poder político que Rómulo Gallegos representó en Doña Bárbara (terrófaga, cuatrera, asesina, corrupta), tomaba el poder de toda una región de espaldas al Estado. Es cierto que Gómez dejó que sus sablones actuaran más o menos igual que Funes, pero ya bajo su control. Es decir, “roba para ti, pero roba también para el Taita”. Además, esos sablones, como León Jurado, Timoleón Umaña o Vicencio Pérez Soto, eran escrupulosos en mantener al hampa común bajo control, en proteger los intereses de los inversionistas (los guachimanes de las petroleras constituían ejércitos privados pero actuaban en connivencia con la policía) y en garantizar que las obras públicas siguieran adelante. A partir de 1936, con el proceso de adecentamiento e institucionalización que emprende López Contreras, aunque no se acaba de todo el modelo, oficiales de carrera, la nueva Guardia Nacional y funcionarios civiles borraron a los Tomás Funes de nuestra geografía. O eso creíamos.
Hoy parecemos estar volviendo atrás. El Estado que llegó a controlar y a poner orden y cierta legalidad en todo su territorio, está en retirada. La institucionalidad que pudo soportar el embate de las FALN, es desafiada por bandas al parece menos organizadas. Ellas tienen en sus “zonas de paz” una especie de “territorio liberado”. No sabemos si ya le dan algún sesgo político a su poder o si lo de San Vicente es completamente la prueba de que nuestra violencia (que mata veinte mil personas al año) ya es en propiedad una guerra civil. En cualquier caso, es posible que muy pronto los malandros “racionalicen” sus actos con banderas más o menos políticas, cosa especialmente peligrosa en un contexto de crisis como el actual en el que los “Robin Hood” pueden llegar ser muy populares. La batalla de San Vicente podría indicar que el Estado quiere detener la tendencia. Ojalá sea así y, de serlo, que no sea ya muy tarde. Debemos ahuyentar al fantasma de Tomás Funes que ha vuelto a aparecer. Y no en San Fernando de Atabapo sino en la mismísima Maracay.
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