Cuando, a los veinte años, Jorge Semprún decidió
unirse a uno de los grupos de la Resistencia francesa contra el nazismo, el jefe
de Jean-Marie Action, la red de la que iba a formar parte, le advirtió: “Antes
de aceptarte, debes saber a lo que te arriesgas”. Y le presentó aTancredo,un
sobreviviente de las torturas a que la Gestapo sometía a los combatientes del
maquis que capturaba. Las atrocidades que aquél le describió, las padecería
Semprún dos años más tarde, cuando, por la delación de un infiltrado, los nazis
le tendieron una emboscada en la granja de Joigny que lo escondía.
La pesadilla se convirtió en realidad: la inmersión
en las aguas heladas de una bañera llena de basuras y excrementos; la privación
de sueño; las uñas arrancadas; el crujir de todos los huesos del esqueleto al
ser colgado del techo de los talones amarrados a sus manos; las descargas
eléctricas y las palizas salvajes en las que el desmayo resultaba una
liberación.
Nunca antes de
escribir este libro, que se ha publicado póstumamente en Francia (Exercices
de survie),Jorge Semprún había hablado en primera persona de la tortura, el
horror extremo a que puede ser sometido un ser humano a quien los verdugos no
sólo quieren sacar información, sino humillar, volver indigno y traidor a sus
hermanos de lucha. Pero, aunque nunca hablara de ella en nombre propio, aquella
experiencia lo acompañó como una sombra y supuró en su memoria todos los años
de su juventud y madurez, en la Resistencia, en el campo nazi de Buchenwald y
en sus periódicas visitas clandestinas a España como enviado del Partido
Comunista, para tender un puente entre los dirigentes en el exilio y los militantes
del interior. En este libro inconcluso, apenas esbozado, y sin embargo lúcido y
conmovedor, Semprún revela que la tortura —el recuerdo de las que padeció y la
perspectiva de volver a soportarlas— fue la más íntima compañera que tuvo entre
sus veinte y cuarenta años. La describe como el apogeo de la ignominia que
puede ejercitar la bestia humana convertida en verdugo, y como la prueba
decisiva para, superando el espanto y el dolor, alcanzar las mayores valencias
de dignidad y de decencia.
En sus reflexiones sobre lo que significa la
tortura no hay autocompasión ni jactancia y, sí, en cambio, un pensamiento que
traspasa lo superficial y llega al fondo de la condición humana. En Buchenwald,
su jefe en el maquis lo felicita por no haber delatado a nadie durante los
suplicios —“Ni siquiera fue necesario cambiar los escondites y las
contraseñas”, le dice— y el comentario de Semprún no puede ser más parco: “Me
alegré de oír eso”. Luego explica que la resistencia a la tortura es “una
voluntad inhumana, sobrehumana, de superar lo padecido, de la búsqueda de una
trascendencia” que encuentra su razón en el descubrimiento de la fraternidad.
Un ser humano, sometido al dolor, puede ceder y
hablar. Pero puede también resistir, aceptando que la única salida de aquel
sufrimiento salvaje sea la muerte. Es el momento decisivo, en el que el guiñapo
sangrante derrota al torturador y lo aniquila moralmente, aunque sea éste quien
convierta a aquel en cadáver y vaya luego a tomarse una copa. En esa victoria
silenciosa y atroz lo humano se impone a lo inhumano, la razón al instinto
bestial, la civilización a la barbarie. Gracias a que hay seres así el mundo es
todavía vivible.
Hace bien Régis Debray, prologuista de Exercices
de survie, en comparar a Jorge Semprún con André Malraux, que padeció
también las torturas de los nazis sin hablar (sus verdugos no sabían quién era
la persona a la que torturaban) y, como aquél, fue capaz de convertir “la
experiencia en conciencia”. Fue, asimismo, el caso, en España, de George
Orwell, a quien casi matan los propios compañeros por los que se había ido a
España a luchar, y de Arthur Koestler, esperando en su celda de Sevilla la
orden de fusilamiento expedida por el general Queipo de Llano. Ellos, y
millares de seres anónimos que, en circunstancias parecidas, actuaron con el
mismo coraje, son los verdaderos héroes de la historia, con más pertinencia que
los héroes épicos, ganadores o perdedores de grandes batallas, vistosas como
las superproducciones cinematográficas. No suelen tener monumentos y, la gran
mayoría, ni siquiera son recordados o incluso conocidos, porque actuaron en el
más absoluto anonimato. No querían salvar una nación ni una ideología; sólo que
no fuera la fuerza bruta sino el espíritu racional y el sentimiento lo que
primara en este mundo sobre el prejuicio racista y la intolerancia criminal
ante el adversario político, la civilización creada con enormes esfuerzos para
sacar a los seres humanos del estado feral y organizar sus sociedades a partir
de valores que permitan la coexistencia en la diversidad y hagan disminuir (ya
que erradicarla del todo es imposible) la violencia en las relaciones humanas.
Jorge Semprún fue uno de estos héroes discretos
gracias a los cuales el mundo en que vivimos no está peor de lo que está y
queda siempre margen para la esperanza. Nacido en una familia acomodada, eligió
desde muy joven, sacrificando su vocación por la filosofía, militar en el
Partido Comunista y desaparecer en la clandestinidad bajo seudónimos, luchando
contra el nazismo y el franquismo, padeciendo por ello el infierno de la
tortura, del campo de concentración, muchos años de clandestinidad que lo
hicieron vivir desafiando a diario largos años de cárcel o una muerte horrible.
¿Y todo ello para qué? Para descubrir, cuando entraba en la etapa final de su
existencia, que el ideal comunista al que tanto había dado, estaba corrompido
hasta los tuétanos y que, de triunfar, hubiera creado un mundo acaso todavía
más discriminatorio e injusto que el que él quería destruir.
Algunos ex comunistas se suicidaron y otros
rumiaron su frustración en la neurosis o un desgarrado silencio. Pero, no Jorge
Semprún. Siguió luchando, tratando de explicar aquello que había comprendido al
final, en libros que son testimonios extraordinarios de lo huidiza que puede a
ser a veces la verdad, y de cómo a menudo ella y la mentira se mezclan de tal
manera que parece imposible identificarlas. Sin caer nunca en el pesimismo,
encontrando razones suficientes para seguir militando en pos de un mundo mejor,
o, por lo menos, más tolerable, con menos injusticias y menos violencias, y mostrando
que siempre es posible resistir, enmendar, reiniciar esa guerra en la que sólo
se pueden observar victorias momentáneas, porque, como dice Borges en el poema
a su bisabuelo que luchó en Junín, “la batalla es eterna y puede prescindir de
la pompa, de visibles ejércitos con clarines”.
Aunque
el último libro de Semprún evoque el más espantoso de los temas —la tortura—,
uno termina de leerlo sin caer en la desesperanza, porque, además de brutalidad
y maldad demoníacas, hay en sus páginas, contrarrestándolas, idealismo,
generosidad, valentía, convicción moral y razones sólidas para sobrevivir.
Vía El País. España
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