Primero
fue el largo y provocador silencio de Tibisay Lucena sobre la fecha de las
elecciones parlamentarias, infantil recurso de no nombrar siquiera lo que se
desea eludir a toda costa, a ver si así se logra. De ahí el más que razonable
temor a que no habría elecciones y la creciente presión desde dentro y fuera de
Venezuela para obligar al régimen a fijar al menos el día exacto de su ingrato
y crucial encuentro con la secreta voluntad de los venezolanos. Para iniciar
entonces el intrincado tránsito hacia la restauración de la democracia o para
hundirnos, ya sin disimulos posibles ni remedios a la vista, en una dictadura
tan sombría como la de Cuba.
En su
complejo pulso con el régimen, la oposición exigía una fecha, que ya se tiene,
pero también requería que representantes de la OEA y la Unión Europea vinieran
a Venezuela como garantía, antes, durante y después del acto de votar, de la
transparencia del proceso. Una ilusión a partir de este instante sin asidero en
la realidad, pues Lucena, tras anunciar la fecha de los comicios, advirtió que
en esta oportunidad tampoco tendremos esa imprescindible observación
internacional, sino el simple “acompañamiento”, es decir, la presencia,
distante y sin autorización para escudriñar en nada, de un grupito ocasional de
amigos, seleccionados a dedo por la cúpula de Unasur.
El
significado ominoso de este aviso no le ha bastado a Nicolás Maduro. Inquieto
en extremo porque todas las encuestas registran más allá de cualquier duda la
notable pérdida de popularidad del chavismo y el rechazo abrumador que hoy por
hoy genera su pobre desempeño presidencial, reveló en cadena de radio y
televisión lo poco de verdad que oculta en su alma. “Si la oposición ganara la
Asamblea Nacional –amenazó, ya sin pudor político alguno– el 27 de febrero
quedaría corto, pequeño, sería un niño de pecho, porque el pueblo no se va a
entregar y va a luchar en la calle y (yo) sería el primero en lanzarme a la
calle con el pueblo”.
En otras
palabras, para Maduro existe, por una parte, la probabilidad de un triunfo
sólido de la “derecha”; por la otra, que a pesar de que todavía flota en el
aire su propuesta pública a la oposición de firmar conjuntamente el compromiso
de reconocer desde ahora el resultado electoral sea cual fuese, él tiene la
determinación de no respetarlo en absoluto, con la inadmisible excusa de que
“el pueblo no se va a dejar quitar la revolución”. En realidad, que en el caso
de que ese pueblo se deje, ellos no están dispuestos a ceder el poder político
por las buenas. O sea, que el régimen gana las elecciones, o las gana. A
cualquier precio.
Es pronto para apreciar con
precisión las consecuencias que tendrán en el seno de las fuerzas opositoras
las declaraciones de Lucena, la amenaza dictatorial de Maduro y las normas con
que de aquí a diciembre el CNE irá deformando aún más las condiciones
electorales, como esta imprevista paridad de género que acaban de aprobar. Sí
puede sostenerse que Venezuela se halla ante una encrucijada dramática, porque
están dadas las circunstancias, no solo para que la oposición gane las
elecciones, sino que lo haga con mayoría suficiente para imprimirle a la acción
legislativa una dinámica irresistible de cambio a fondo del actual sistema de
gobierno. Entretanto, Maduro ha expresado, con claridad insultante, que el
régimen, despojado al fin de su disfraz democrático, no aceptará esa victoria.
O sea, que mírese como se quiera, el régimen ha puesto sus cartas finales sobre
la mesa. Con todas sus evidentes consecuencias. La oposición tiene ahora la
palabra.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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