ALBERTO
ARTEAGA SÁNCHEZ
No cabe la
menor duda de que nuestro sistema penal, independientemente de lo que
establecen las normas, es notoriamente injusto, primitivo, impredecible en su
aplicación, cruel, tarifado y con órganos que no tienen capacidad para
responder ante las exigencias de sus funciones, las cuales demandan respeto a
la dignidad de las personas sometidas a proceso y decisiones oportunas,
estrictamente apegadas a la ley.
Toda
persona amenazada por una investigación penal se siente de inmediato asediada
por las más impactantes imágenes de lo que implica “estar preso”, “a la espera
de un juicio” o sometido a medidas “provisionales o cautelares” que se pueden
prolongar por años.
Ante este
panorama, que adquiere la máxima intensidad cuando se entra en una prisión,
denominación inadecuada para hacer referencia a los antros de degradación
humana que sirven de centros de reclusión, se impone reflexionar y tomar
conciencia de una realidad que es incompatible con el proclamado Estado de
Derecho y de justicia de la Constitución (artículo 2).
La
legislación penal venezolana no escatimó términos para garantizar, en el papel,
el trato digno a los presos que solo deberían resultar restringidos en su
libertad de movimiento, como regla, después de una sentencia condenatoria
firme, en razón del principio elemental de la presunción de inocencia, el cual
solo puede permitir un encarcelamiento previo en circunstancias excepcionales y
cuando ello es imprescindible para garantizar que la justicia no sea burlada y
sean así desconocidos los derechos de las víctimas y de la sociedad que demanda
el juicio justo y el castigo oportuno para quien ha delinquido.
Pero lo
expresado en forma alguna puede hacer tolerable que se humille a los reclusos,
que se comercie con su libertad, que se difieran sus procesos sine die,
que se someta a humillaciones a sus familiares y que se les prive, sin más, de
los derechos que tienen como ciudadanos.
Si a un
ser humano se le infligen dolores o sufrimientos físicos o mentales para
castigarlo, encontrándose privado o no de su libertad, o se les hace sufrir
para quebrantar su voluntad, sencillamente se le está torturando o maltratando,
lo cual resulta sancionado severamente por nuestra legislación.
La
protesta, por ello, de los presos, máxime de quienes se encuentran encarcelados
por razones políticas o motivaciones predominantemente políticas, está más que
justificada y el Estado, sencillamente, tiene la obligación de atender sus
justos reclamos, como siempre ha ocurrido entre nosotros, salvo en períodos
oscuros de nuestra historia en los que la represión descarada se ha impuesto a
la razón y la venganza ha funcionado como sustituto de la justicia.
En
Venezuela debe cesar el maltrato penal institucionalizado a los presos; debe
cesar la utilización de la justicia penal como instrumento para neutralizar o
sacar del juego político a quienes disienten o se oponen al gobierno; debe
cesar el vejamen a los familiares de los presos que deben pagar con
humillaciones el derecho de visitar a sus seres queridos, debiendo someterse a
requisas violatorias de sus derechos; deben cesar los castigos infamantes
impuestos por el derecho de protestar; debe cesar el aislamiento y la
prohibición a los “políticos presos” por exponer sus ideas; y,
fundamentalmente, la dama ciega de la justicia debería recobrar la vista para
dirigir su mirada, respetuosa de la dignidad de todo ser humano, para fijarla
en quienes, en verdad, han cometido graves delitos que hoy no se pagan, sino
que se cubren con el manto de horror de la más perversa impunidad.
Vía
El Nacional
Que pasa Margarita
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