Esperamos el movimiento de una morosa quincena para que posáramos los ojos en el suceso
ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 27 de febrero de 2011 12:00 AM
La huelga de hambre que acaba de terminar merece un comentario especial. Los hechos que la rodearon reflejan muchas de nuestras luces y de nuestras miserias como sociedad, hasta el punto de ser casi como el minúsculo espejo de unas características de las cuales no podemos desprendernos, o que se han incorporado a unas vivencias sobre cuya presencia no podemos enorgullecernos. Como fue un suceso que apenas terminó, un episodio todavía caliente y lleno de incitaciones, no se ofrecen ahora conclusiones estables sino apenas algunas ideas para el debate.
La primera de tales ideas se relaciona con lo que nos costó advertir el sacrificio emprendido por los jóvenes. El ayuno comenzó casi sin advertencia, como un episodio más que apenas era capaz de concitar, ya no pasiones encontradas, sino sólo comentarios de rutina. Tuvimos que esperar el movimiento de una morosa quincena para que posáramos los ojos en el suceso. La prensa no le dio mayor espacio al principio. Los medios tuvieron que enterarse del alarmante camino que tomaba la salud de los huelguistas, para abrirle unos espacios hasta entonces renuentes a convertir el gesto en noticia de proyección nacional. Los protagonistas de la política tampoco acompañaron a los muchachos que se negaban a consumir alimento: contados movimientos de contados líderes de la oposición, quienes comenzaron a merodear el episodio cuando ya era imposible su ignorancia, o cuando convino subirse en la cresta de una ola cuyo volumen no se podía ocultar. Las objeciones sobre un plan que parecía desconectado de un movimiento de mayor envergadura, sobre una operación a la cual se adjudicó desconcierto en relación con los proyectos a los cuales concedían preferencia los voceros de la oposición, sólo perdieron consistencia cuando la voluntad de los huelguistas se impuso por sí sola ante la opinión pública después de una evidente indiferencia. Tal vez no ocurriera lo mismo con la inmolación de Franklin Brito, aunque tampoco contó con el calor que merecía la heroica conducta que vivió y terminó un derrotero casi a solas para pasar más tarde a un rincón entre el olvido y la conmiseración de las malas conciencias.
La segunda de las ideas topa con las críticas de amplios sectores de la oposición al acuerdo logrado por los muchachos. Como se sabe, la culminación de la huelga fue producto de un acuerdo con funcionarios del Gobierno, al cual llegaron los estudiantes luego de examinar diferentes alternativas desde el aprieto que los consumía. Ellos, los que recibían los golpes del hambre, los que experimentaban cada vez con mayor rigor la fragilidad de sus decaídos organismos, los que experimentaron al principio el aislamiento de su cruzada, los que recibían el consejo de los médicos para que renunciaran a un sacrificio que podía desembocar en fatales consecuencias, calcularon los beneficios que podían obtener de su gesta y se levantaron del incómodo lecho. La reacción negativa no se hizo esperar, hasta el extremo de hablar de una decepcionante claudicación o de un mutis que entregaba al Gobierno los honores del triunfo. Como si la guerra no dependiera de una escaramuza de la cual se obtiene únicamente lo que las circunstancias imponen a las partes enfrentadas, o como si no fueran realmente irrespetuosos y caracterizados por la insensibilidad los reproches que se hacen con la barriga llena frente a un aparato de televisión o desde la irresponsable libertad del Twitter.
Pero la descalificación y la burla de la huelga de hambre merecen el comentario más contundente, la censura más redonda y enfática. Fue de veras digna de baldón la conducta del doctor Chaderton, representante de Venezuela ante la OEA, quien se ocupó, no sólo de señalar como bastardos los propósitos de los estudiantes, sino también de atreverse a sugerir que protagonizaban una mascarada de la cual saldrían más saludables de lo que estaban antes iniciar un simulado ayuno. Tal vez porque jamás haya sentido los latigazos del hambre, o porque entienda que la "revolución" está reñida con la compasión, o porque no tenga hijos por quienes velar y a quienes mantener, o porque considere desde la dorada atalaya de Washington que todos los gatos son pardos y que ninguno de esos inofensivos felinos sin garras lo alcanzará; su rol de chalequeador de los empeños juveniles, tal y como lo llevó a cabo, no lo enaltece como diplomático de una república que alguna vez fue civilizada. ¿Por qué sorprenderse, entonces, del gesto postrero de algunos "revolucionarios" frente a los huelguistas? Como también se sabe, se presentaron en el sitio de la huelga con el plan de cocinar una suculenta parrillada. Una punta trasera frente a las penalidades de un grupo de republicanos. ¿Qué tal? Pocas veces, seguramente jamás, se haya presenciado en Venezuela una actitud tan indecente, una conducta de magnitudes mayúsculamente inciviles, un desdén así de olímpico, una respuesta tan grotesca frente a una reacción de esencia cabalmente republicana. Pero podía esperarse, por desdicha, no en balde contaba con el prólogo del diplomático de marras.
Tales son algunas de las lecciones que se desprenden de un suceso aparentemente pequeño como el que se ha comentado. No son lecciones enaltecedoras. Traen a colación los rasgos de una descomposición que pocas veces ha experimentado la república. Si para llevarnos como sociedad a esos sumideros quieren los chavistas perpetuarse en el poder, "más les valiera estar duerme".
La primera de tales ideas se relaciona con lo que nos costó advertir el sacrificio emprendido por los jóvenes. El ayuno comenzó casi sin advertencia, como un episodio más que apenas era capaz de concitar, ya no pasiones encontradas, sino sólo comentarios de rutina. Tuvimos que esperar el movimiento de una morosa quincena para que posáramos los ojos en el suceso. La prensa no le dio mayor espacio al principio. Los medios tuvieron que enterarse del alarmante camino que tomaba la salud de los huelguistas, para abrirle unos espacios hasta entonces renuentes a convertir el gesto en noticia de proyección nacional. Los protagonistas de la política tampoco acompañaron a los muchachos que se negaban a consumir alimento: contados movimientos de contados líderes de la oposición, quienes comenzaron a merodear el episodio cuando ya era imposible su ignorancia, o cuando convino subirse en la cresta de una ola cuyo volumen no se podía ocultar. Las objeciones sobre un plan que parecía desconectado de un movimiento de mayor envergadura, sobre una operación a la cual se adjudicó desconcierto en relación con los proyectos a los cuales concedían preferencia los voceros de la oposición, sólo perdieron consistencia cuando la voluntad de los huelguistas se impuso por sí sola ante la opinión pública después de una evidente indiferencia. Tal vez no ocurriera lo mismo con la inmolación de Franklin Brito, aunque tampoco contó con el calor que merecía la heroica conducta que vivió y terminó un derrotero casi a solas para pasar más tarde a un rincón entre el olvido y la conmiseración de las malas conciencias.
La segunda de las ideas topa con las críticas de amplios sectores de la oposición al acuerdo logrado por los muchachos. Como se sabe, la culminación de la huelga fue producto de un acuerdo con funcionarios del Gobierno, al cual llegaron los estudiantes luego de examinar diferentes alternativas desde el aprieto que los consumía. Ellos, los que recibían los golpes del hambre, los que experimentaban cada vez con mayor rigor la fragilidad de sus decaídos organismos, los que experimentaron al principio el aislamiento de su cruzada, los que recibían el consejo de los médicos para que renunciaran a un sacrificio que podía desembocar en fatales consecuencias, calcularon los beneficios que podían obtener de su gesta y se levantaron del incómodo lecho. La reacción negativa no se hizo esperar, hasta el extremo de hablar de una decepcionante claudicación o de un mutis que entregaba al Gobierno los honores del triunfo. Como si la guerra no dependiera de una escaramuza de la cual se obtiene únicamente lo que las circunstancias imponen a las partes enfrentadas, o como si no fueran realmente irrespetuosos y caracterizados por la insensibilidad los reproches que se hacen con la barriga llena frente a un aparato de televisión o desde la irresponsable libertad del Twitter.
Pero la descalificación y la burla de la huelga de hambre merecen el comentario más contundente, la censura más redonda y enfática. Fue de veras digna de baldón la conducta del doctor Chaderton, representante de Venezuela ante la OEA, quien se ocupó, no sólo de señalar como bastardos los propósitos de los estudiantes, sino también de atreverse a sugerir que protagonizaban una mascarada de la cual saldrían más saludables de lo que estaban antes iniciar un simulado ayuno. Tal vez porque jamás haya sentido los latigazos del hambre, o porque entienda que la "revolución" está reñida con la compasión, o porque no tenga hijos por quienes velar y a quienes mantener, o porque considere desde la dorada atalaya de Washington que todos los gatos son pardos y que ninguno de esos inofensivos felinos sin garras lo alcanzará; su rol de chalequeador de los empeños juveniles, tal y como lo llevó a cabo, no lo enaltece como diplomático de una república que alguna vez fue civilizada. ¿Por qué sorprenderse, entonces, del gesto postrero de algunos "revolucionarios" frente a los huelguistas? Como también se sabe, se presentaron en el sitio de la huelga con el plan de cocinar una suculenta parrillada. Una punta trasera frente a las penalidades de un grupo de republicanos. ¿Qué tal? Pocas veces, seguramente jamás, se haya presenciado en Venezuela una actitud tan indecente, una conducta de magnitudes mayúsculamente inciviles, un desdén así de olímpico, una respuesta tan grotesca frente a una reacción de esencia cabalmente republicana. Pero podía esperarse, por desdicha, no en balde contaba con el prólogo del diplomático de marras.
Tales son algunas de las lecciones que se desprenden de un suceso aparentemente pequeño como el que se ha comentado. No son lecciones enaltecedoras. Traen a colación los rasgos de una descomposición que pocas veces ha experimentado la república. Si para llevarnos como sociedad a esos sumideros quieren los chavistas perpetuarse en el poder, "más les valiera estar duerme".
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