Juan Goytisolo
Uno. La relación entre poesía y novela parte de un
hecho diferencial: mientras la segunda no cabe en el ámbito estricto de la
primera, la poesía a la inversa sí. La prosa de aquella puede asumir un ritmo
poético si el autor dispone de un oído musical abierto a los diferentes
registros del habla e invita a una lectura en voz alta. Desde la cadencia y el
uso de símiles que hallamos en Faulkner a la concepción de la obra total como
un vasto poema conforme al modelo deLa muerte de Virgilio de Broch
el abanico de posibilidades es infinito.
Releyendo recientemente Bajo
el volcán de Malcom Lowry encontré imágenes (“nubes como cisnes
sombríos”) de belleza conmovedora. Al dar con la “súplica muda de los
alcornoques” evoqué el tronco descorchado rojizo de los que contemplaba en los
veraneos de mi niñez e imaginé al punto los del Parque Natural de la Almoraima
con su imploratorio ademán ante la crasa barbarie que los amenaza: la
devastación de aquel bello paraje ecológico en aras del insaciable apetito
inmobiliario que nos llevó a la maldita burbuja. Un hotel de cinco estrellas
con bungalows, piscinas y campos de golf destinados, a falta de un hipotético
comprador indígena, a algún honestísimo magnate ruso o a un jeque golfante de
los del Golfo.
Dos. Si, salvo raras excepciones, el relato
anterior a Cervantes era como un instrumento musical de una sola cuerda,
nuestro primer escritor inventó otro en el que diversos instrumentos se
conjugan de forma armónica: el de esas variaciones sinfónicas que se impondrían
en la narrativa del siglo XIX. La novela como sinfonía alcanzó su cumbre en
dicha centuria. Ulises marca también un punto de inflexión que
pone fecha de caducidad a la reiteración de las formas narrativas de Balzac y
Galdós. Sin su novedad constitutiva la obra de arte cesa de existir aunque el
público lector, atento solo a la trama argumental de la novela que tiene entre
las manos, no se percate de ello.
Tres. Paul Valéry definía el poema como “una
oscilación entre el sentido y el sonido”. Tal formulación, aunque válida, es
solo aproximativa en cuanto no abarca la complejidad de los problemas que nos
planteamos. ¿No sería mejor por ejemplo hablar de conjunción de intensidad
semántica y belleza musical? La poesía, según la concebimos a partir de
Baudelaire, comprende una gama de registros distintos, pero excluye todo tipo
de retórica y didactismo, por no hablar de la facilidad ripiosa en la que tanto
incurrieron nuestros románticos. Es, por decirlo así, una poesía antilírica,
centrada en un esfuerzo de decantación. Dicho esfuerzo por partida doble
—reducción del vocabulario y ahondamiento de la relación sintáctica en el
interior de éste (Kundera dixit)— marca con su sello
inconfundible la modernidad intemporal a la que aspira el poeta: libre de toda
ornamentación verbal, del jadeo cansino de quien estira el verso para alcanzar
la meta de cumplir ingenuamente consigo mismo o de responder a la espera del
público (tal fue el caso a veces de Victor Hugo y en nuestra lengua del Neruda
propagandístico).
Cuatro. Como esa flor que milagrosamente se abre paso
entre el agrietado alquitrán al borde de un sendero así la belleza del poema
emerge con fuerza del subsuelo que abriga lo clandestino. Es el murmullo que
llega a nuestro oído en medio del ruido mediático de lo inane y efímero.
Trabajar con la palabra es volver al arte humilde del calígrafo, a la época en
la que el material prefabricado no existía y el arte surgía con sencillez de las
manos curtidas del artesano.
El artista, ya sea músico, poeta
o novelista que abandona el recurso a las cláusulas del canon establecido y se
exilia del mismo, busca como un zahorí la radicalidad del origen, de lo
increado que aguarda con paciencia el acto virtual de la creación.
Cinco. “Lo que importa en un poema”, dice I. A.
Richards citado por Eliot, “no es nunca lo que dice sino lo que es”. La
observación se ciñe escrupulosamente a la verdad y vale tanto para Góngora como
para San Juan de la Cruz. El argumento de Las soledades (¿cabe
hablar de él en la inabarcable creación gongorina?) carece de relevancia. La
obra es lo que es, una extraordinaria construcción verbal entretejida de
tensiones semánticas que el artífice ha elaborado con enrevesada nitidez. Lo
mismo se aplica al verbo alquitarado de San Juan: lo que nos dice puede ser
interpretado de modos muy distintos sin alterar por ello la unidad y substancia
de lo que es (la interpretación del autor en su prólogo a Canto
espirituales una entre mil otras y en vez de aclarar su sentido lo complica
y extravía al lector y al otro posible destinatario del mismo: el señor
inquisidor).
Seis. Mientras redacto estas notas releo a Octavio
Paz: pocos escritores han señalado con tanta justeza y nitidez la urgencia de
introducir el pensamiento crítico del lenguaje en el ámbito de la creación
poética y novelesca e, inversamente, de una aconsejable dosis de imaginación en
el pensamiento crítico. Lo que en los medios de comunicación se vende por
crítica es una mera apreciación subjetiva, y a veces venal, carente en
cualquier caso del conocimiento interdisciplinario y de la sensibilidad
indispensable para captar el significado de la obra en el contexto de la
evolución de los géneros. Dicha seudocrítica mide a menudo la importancia de un
libro por el número de quienes lo adquieren obviando el hecho de que una cosa
es la innovación y otra muy distinta la visibilidad y apoteosis mediática. La
mayor parte de las obras que se imponen en el mercado pertenecen al “género de
las ya leídas antes de haber sido escritas”: simple reiteración, pura
redundancia. Pero vuelvo a Octavio Paz y a su reflexión luminosa en unos
tiempos en los que la mediocre cultura ambiental y la indigencia crítica
reducen la vida literaria a los avatares de una grotesca y pueril competición
deportiva (Fulano de tal “triunfa” en Fráncfort, Mengano bate récords de venta
en su caseta-jaula del zoo-Feria de Madrid, etcétera): “Prosa y poesía libran
en el interior de la novela una batalla, y esa batalla es la esencia de la
novela: el triunfo de la prosa convierte a la novela en documento psicológico,
social o antropológico; el de la poesía la transforma en poema. En ambos casos
desaparece como novela. Para ser, la novela tiene que ser al mismo tiempo prosa
y poesía, sin ser enteramente ni lo uno ni lo otro”.
Siete. El lector de la gran poesía se adentra en un
mundo que exige de él una sensibilidad, rigor y experiencia que trascienden las
coordenadas de la época y del ámbito local. Los lectores apresurados de ella
suelen errar y transmitir su yerro a las generaciones sucesivas. Consulto,
porque lo tengo a mano, Función de la poesía y función de la crítica de
T. S. Eliot traducido hace más de medio siglo a nuestra lengua por Jaime Gil de
Biedma: “La persona de experiencia limitada está siempre dispuesta a dejarse
engañar por la falsificación o el artículo adulterado y así vemos generación
tras generación de lectores bisoños engañarse con lo ficticio y amañado de la
propia época, prefiriéndolo incluso, por ser más fácilmente asimilable, al
producto genuino”.
La obra de San Juan de la Cruz y
de Góngora, por citar dos ejemplos, no incidió en la de nuestros poetas de los
siguientes siglos y público y crítica se extasiaron en cambio ante Espronceda
(“un piano tocado con un solo dedo”, dijo de él con humor Eugenio d’Ors) y aún
ante Zorrilla (“una pianola”, añadiría d’Ors, “y como el que se cansa
pedaleando es él...”). Con todo, el verdadero poeta obliga a regresar a la
fuente de la que mana el verso. Leer poesía es avezarse al arte del regreso, a
la vuelta atrás. La verdadera poesía, como el vino añejo, se decanta y mejora
con el tiempo.
Ocho. “Considero el verso una cosa intermedia, un
paso de la música a la prosa. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir
ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y,
sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la
prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso” (Fernando
Pessoa, Libro del desasosiego,traducción de Ángel Crespo).
Juan Goytisolo es escritor. Acaba de obtener el Premio Cervantes de Literatura
Vía El País. España
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