La verdad es que eso de que Venezuela aparezca, según el Índice del
Planeta Feliz, entre los 10 países más felices del mundo, me tiene otra vez
confundido y pasmado. El HPI mide hasta qué punto un país procura una vida
larga, alegre y sostenible para sus habitantes. Pienso en Luis Manuel Camejo,
uno de los 40 cadáveres ingresados en la morgue de Bello Monte el fin de semana
pasado, el joven de 27 años de edad al que asesinaron para robarle el dinero
destinado a la compra de los regalos navideños de su hija, y les juro que me es
imposible imaginar a sus familiares sintiendo que llevan la mejor vida posible
o que el bienestar y la expectativa de vida de los venezolanos es muy superior
a la de los alemanes o singapurenses. Aquí hay gato encerrado. Y me huele a que
estamos frente a lo que Sigmund Freud llamó hace mucho tiempo racionalización, un
mecanismo de defensa que busca justificar la propia condición para ocultar los
sentimientos de ansiedad, dolor e inferioridad que de otro modo producirían
una insoportable tensión. Porque lo cierto es que el relato emocional de
los venezolanos de carne y hueso que conocemos y encontramos es diametralmente
opuesto al del Planeta Feliz. Estamos chéveres de la máscara para afuera.
¿Qué
hacer con nuestras emociones?, se ha vuelto una pregunta crucial, no solo para
la supervivencia cotidiana de cada uno de nosotros sino para la vida política
de la nación. ¿Qué hacer con la frustración, la incertidumbre, la desesperanza,
la impotencia, el miedo? Los venezolanos vivimos con las emociones a flor de
piel, crispados, al borde de un ataque de nervios. El nuevo liderazgo que surja
en el país será el que logre expresar y dar significado a esas emociones para
convertirlas en pautas y fuerza de acción política. Mientras tanto, nos toca el
trabajo personal para no caer en la depresión, la desesperación o el vacío. Y
el primer paso es, por supuesto, reconocer nuestras emociones, diferenciar los
sentimientos, no ocultar bajo un superficial y vano cheverismo lo que muy
dentro nos pasa. Para manejar y superar una emoción tenemos que, primero,
hacerla consciente. Pero no basta con reconocer lo que sentimos. En situaciones
de crisis colectiva, compartir es importante. La solución no es escapar,
aislarse o distanciarse porque pensemos que nada podemos hacer individualmente.
La alternativa al colapso del país no es la preocupación sino la ocupación, la
acción decidida en formas organizadas de participación social y política.
Vía El Nacional
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