Mario Vargas Llosa
Quienes
se sienten desmoralizados con la construcción de la Unión Europea deberían ir a
Ucrania; verían cómo este proyecto concita una enorme ilusión en muchos
millones de ucranios que ven en la Europa unida la única garantía de
supervivencia de la soberanía y la libertad que conquistaron con la gesta del
Maidán contra el Gobierno corrupto de Yanukóvich y que hoy amenaza la Rusia de
Putin, empeñado en la reconstitución del imperio soviético (aunque no se llame
así). Verían también la serenidad estoica que muestra una sociedad invadida por
una potencia extranjera, que se ha apoderado ya de la quinta parte de su
territorio, y cuyas fronteras orientales, donde mueren a diario más voluntarios
de los que indican las estadísticas oficiales, siguen transgrediendo centenares
de blindados y millares de soldados rusos.
“Doscientos
tanques sólo en los últimos dos días y, con ellos, unos 2.000 militares, sin
sus uniformes”, me precisa el presidente Petro Poroshenko, en el gigantesco y
pesado edificio que ocupa, y que fue construido para el Comité Central del
Partido Comunista de Ucrania. “Rusia no respetó ni un solo día el acuerdo de
paz que firmamos en Minsk. Pero la invasión rusa ha servido para unirnos.
Ahora, el 80% del país rechaza la intervención y está dispuesta a pelear”.
Habla con mucha calma, en un inglés cuidado —es un industrial próspero, rollizo
y amable y todo el mundo conoce sus fábricas de chocolates— y está convencido
de que Europa y Estados Unidos no permitirían la ocupación colonial de su país.
Se dice que
entre el presidente Poroshenko y su primer ministro, Arseni Yatseniuk, hay
diferencias, pues este último sería más radical que aquél. Conversando con
ambos, por separado, apenas las noté. Ambos creen que la agresión rusa
continuará y que Ucrania, para Putin, es sólo un primer paso en su desafío al
sistema democrático occidental, al que percibe como un adversario esencial de
Rusia y del orden autoritario e imperial que preside; y que, en las actuales
circunstancias, el jerarca ruso se siente envalentonado por la impunidad con
que ha actuado creando los enclaves prorrusos de Georgia —Abjasia y Osetia del
Sur—, apoderándose de Crimea e infligiendo una humillación al presidente Obama
en Siria, saltándose alegremente, sin el menor perjuicio, las “líneas rojas”
que éste estableció.
El jerarca ruso está ahora envalentonado por la
impunidad con que ha actuado
En lo que
Poroshenko y Yatseniuk se diferencian es en que el primer ministro, raro hombre
público, no trata de ser simpático a su interlocutor y habla con una franqueza
cruda que cualquier político consideraría suicida. “Nadie va a ir a la guerra
por Ucrania, lo sabemos de sobra. Ojalá que, por lo menos, nos den armas para
defendernos”. Es delgado, calvo, con unas gruesas gafas de miope y, se diría,
un asceta. Economista destacado, dirigió el Banco Central, ha sido ministro de
Economía y rara vez sonríe. “No soy pesimista sino realista”, asegura. “Los
zares, Lenin, Stalin, trataron de desaparecernos. Ahora todos ellos están
muertos y Ucrania sigue viva. ¿Qué debemos hacer, pese a la desigualdad de
fuerzas con Rusia? Luchar, no hay alternativa”. Piensa que si Ucrania cae, las
próximas víctimas serán los países bálticos, Polonia, las otras “exdemocracias
populares”. “Putin no puede dar marcha atrás, en Rusia lo matarían. Ha hecho
tragar a su pueblo que todo esto es una conjura de la CIA y los Estados Unidos.
Y, por ahora, los rusos le creen y están dispuestos a sufrir todas las
sanciones económicas que les inflija el mundo democrático”. Estas sanciones
están afectando seriamente a la economía rusa, pero Yatseniuk no cree que ello
mermará la vocación imperialista de Putin. “Su principal objetivo no es
económico sino político e ideológico”.
A la
ciudad de Dnipropetrovsk, extendida a ambas orillas del majestuoso río Dniéper,
han llegado en las últimas semanas más de 40.000 refugiados de las provincias
orientales donde se combate. El alcalde me dice que esperan otros 40.000 en las
próximas semanas. Aunque las migraciones forzadas por causa de la guerra son
difíciles de cuantificar, la cifra de ucranios que han abandonado las ciudades
y pueblos de la frontera debe haber ya excedido el millón. Para albergar este
gigantesco éxodo hay una movilización ciudadana que apoya y a veces suple al
Estado precario, que se va reconstituyendo a saltos luego del cataclismo que
significó el desplome de la dictadura de Yanukóvich gracias al levantamiento
del Maidán.
En la
enorme plaza de este nombre hay fotos de todos los muertos durante las
acciones. Hablo con varios líderes de la revuelta y el que me impresiona más es
Dimitri Bulatov. Organizó las caravanas de automóviles que iban a hacer
manifestaciones de repudio pacíficas ante las casas de los jerarcas del régimen
y aseguró las comunicaciones rebeldes. Nada más comenzar las protestas fue
secuestrado, en plena calle, por individuos que —supone— pertenecían a las
“fuerzas especiales” del Gobierno. Durante ocho días fue torturado: le
acuchillaron la cara, le cortaron media oreja y, finalmente, lo crucificaron.
Sus verdugos querían que confesara que el Maidán era financiado por la CIA.
“Les confesé todos los disparates que querían pero, aun así, estaba seguro de
que me matarían”. Sin embargo, al octavo día, misteriosamente, sus captores
desaparecieron. Ahora es ministro de Juventud y Deportes. Joven y jovial, luce
sin la menor incomodidad su oreja cortada, su gran cicatriz en la cara y sus
manos trituradas. Me informa con lujo de detalles sobre los esfuerzos que hacen
él y sus colegas en el Gobierno para acabar con la corrupción, grande todavía
en la burocracia oficial. Le pregunto si es verdad que, apenas liberado del
secuestro, fue a pelear como voluntario a la frontera. “Sí, y mi mujer me dijo
que si volvía vivo ella me mataría. Pero no lo hizo”. Su mujer, que está a su
lado, joven, bonita y risueña, asiente: “Da, da”.
Millones de ucranios ven en la Unión Europea la
única garantía para su supervivencia
El
Ejército ucranio que se enfrenta a los rusos ha renacido prácticamente de la
nada; está conformado en parte por voluntarios y, dada la precariedad de los
fondos de que dispone el Gobierno, existe en buena medida gracias al apoyo de
la población civil. Julia, mi traductora, me cuenta que ella y sus hijos están
encargados de las colectas en su calle para ayudar a los soldados y que, cada
semana, van ellos mismos en vehículos alquilados a la frontera llevando las
provisiones, mantas, colchones y dinero que permiten a los combatientes
subsistir.
El único
escritor ucranio que he leído, Mijaíl Bulgákov, se sentiría orgulloso en estos
días de la resistencia y el heroísmo tranquilo de sus compatriotas. Él fue una
víctima de Stalin y del régimen comunista que censuró casi todos sus libros; su
obra maestra, El maestro y Margarita, sólo apareció en los años
setenta, muchos años después de su muerte. En lugar de mandarlo al Gulag,
Stalin tuvo el refinamiento de darle un trabajito miserable en el mismo teatro
donde se habían estrenado sus obras más exitosas, como para que se muriera a
pocos de nostalgia y frustración.
Voy a visitar su casa-museo en la
bonita cuesta de San Andrés, donde hay una bella iglesia ortodoxa, pintores
callejeros y quioscos llenos de camisetas con insultos contra Putin y rollos de
papel higiénico impresos con su cara. La casa del escritor es pulcra, blanca,
llena de íconos —sus seis hermanas y sus padres eran muy religiosos— y ahí
están sus cuadernos de estudiante de Medicina, su título, sus libros
póstumamente publicados que él nunca vio. Visitar esta casa, este país, aunque
sea sólo por cinco días, me entristece, me alegra, me subleva. Una visita tan
corta le llena a uno la cabeza de imágenes confusas y sentimientos exaltados.
Pero de una cosa estoy seguro: los ucranios son ahora libres y a Vladímir Putin
le costará muchísimo arrebatarles esa libertad
Vía El País. España
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