Lo militar tiene que ver
fundamentalmente con la defensa de la soberanía y la integridad territorial de
un país. Esta es una función no solo importante para cualquier nación, sino
merecedora de toda consideración y respeto. El militarismo, que suena parecido
pero no lo es, constituye por el contrario una auténtica perversión social,
generadora de repulsión y condena por sus efectos catastróficos sobre cualquier
sociedad.
El militarismo es un fenómeno
frecuente en países del Tercer Mundo, y es uno de los síntomas típicos del
subdesarrollo político de una sociedad. Y esto es así porque en las sociedades
modernas, a diferencia de los países más primitivos, nadie discute que las
fuerzas militares tienen que estar sometidas al poder civil.
El militarismo tiene dos facetas
principales: por un lado, se entiende como la intrusión indebida y abusiva de
las fuerzas armadas, o de sus miembros, en la conducción del Estado. Un país
preso del militarismo es uno donde la población es convencida de que “lo
militar” es la esencia misma del Estado, que la fuerza armada tiene el derecho
de tutelar el mundo civil, y por ende entrega a los militares el poder de
decidir sobre el destino de los demás. En una palabra, es una corrupción del
modo militar de actuar en una sociedad.
La segunda faceta es igualmente
perversa, porque supone la imposición a la sociedad de los códigos, lenguaje y
formas de comportamiento castrenses, donde estos resultan no solo extraños sino
inaplicables. En los cuarteles, la vida está signada por necesarias relaciones
jerárquicas de obediencia y mando. Fuera de ellos, en el mundo civil, la
convivencia social está caracterizada –y no puede ser de otra manera– por la
discrepancia de opiniones y por la heterogeneidad de criterios entre personas
iguales. Imponerle entonces los códigos y maneras de actuar y pensar castrenses
a esta complejidad social es tan contranatura que solo puede hacerse a través
de la represión de unos y la sumisión de otros.
En América Latina, el militarismo
se ha expresado en gobiernos de distinto signo ideológico: Trujillo, Batista,
Stroessner, Pérez Jiménez, Somoza, Perón, Duvalier, Velasco, Rojas, Torrijos,
Castro, Pinochet, son todos ejemplos de esta perversión militarista. Los
últimos ejemplos que registra la literatura ocurren en nuestro país, con Chávez
y Maduro como lamentables referencias.
Esta semana, específicamente el
día 24 de marzo, se cumplen 35 años del asesinato de un valiente sacerdote,
arzobispo de San Salvador, quien se enfrentó con fuerza esta enfermedad del
militarismo: Oscar Arnulfo Romero. A la edad de 62 años, y mientras oficiaba
una misa en el Hospital de la Divina Providencia, fue ejecutado por un
francotirador al servicio de los violentos de su país. El día anterior a su
asesinato, durante la homilía dominical en la Catedral de San Salvador, Romero
había lanzado una hermosa y contundente proclama antimilitarista, que hoy sigue
resonando en nuestro continente, con una vigencia que nos toca muy de cerca:
“Yo quisiera hacer un
llamamiento, de manera especial, a los hombres del Ejército. Y en concreto, a
las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos,
son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos. Y ante una orden de
matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’.
Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una
ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que obedezcan antes a su
conciencia que a la orden del pecado… En nombre de Dios, pues, y en nombre de
este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más
tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la
represión!”.
El 3 de febrero pasado, el papa
Francisco autorizó la promulgación del decreto que proclama a monseñor Romero
“mártir de la Iglesia”. La ceremonia de beatificación se llevará a cabo en San
Salvador el próximo 23 de mayo. El antimilitarismo latinoamericano acaba de
llegar a los altares.
Vía El Nacional
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