Antonio López Ortega
En días recientes, Gerver Torres,
una reconocida figura pública que fue presidente del Fondo de Inversiones de
Venezuela y asesor del Banco Mundial, renunció después de 15 años a su columna
del diario El Universal de Caracas. ¿Las razones? Los editores de
la centenaria publicación, ahora en manos de dueños desconocidos, le censuraron
su última entrega. Meses antes, la caricaturista Rayma, posiblemente la que
mejor recoge el legado de crítica política de Pedro León Zapata, cuya sensible
muerte acaeció en estos días, recibió una invitación a dejar las páginas del
mismo periódico. A estos nombres se pueden sumar muchos más, como el de Marta
Colomina, analista fina del proceso chavista, o el de Pedro Pablo Peñaloza, uno
de los periodistas de mayor trayectoria a quien le han obligado a cambiar de
medio. Hay que tratar de imaginar cuál puede ser el ambiente de la redacción
del periódico para que una ONG como Espacio Público esté solicitando
abiertamente firmas para una campaña llamadaCese inmediato de la práctica de
censura hacia informaciones y noticias y respeto al trabajo profesional de sus
periodistas. Cuando un redactor o columnista vive en este ambiente de
vigilancia, o de decisiones abruptas que lo pueden dejar en la calle, las
palabras comienzan a temblar, ya no son fiables, y el espíritu expresivo sufre
como un rapto: ya no pertenece al que escribe sino al que lee con lupa. Es el
comienzo de la duda frente al lenguaje, es el comienzo de la autocensura.
Se diría
que la autocensura es el sentimiento dominante de la prensa venezolana de hoy.
¿Cómo titular de manera que no se hieran susceptibilidades gubernamentales?
¿Cómo abordar una investigación sin ofender a un funcionario público? Porque
son extremadamente sensibles las autoridades venezolanas, suponemos que por
considerarse a sí mismas intachables, impolutas, indignas de señalamientos o
críticas. Por poco menos que palabras, un legendario político venezolano,
Teodoro Petkoff, director de Tal cual, está obligado, junto a
su directiva, a presentarse mensualmente en un tribunal. ¿Razones? Haber
permitido la publicación de un artículo del humorista Laureano Márquez. Así,
cuando el hostigamiento no tiene cara de juicio, viene disfrazado de
inspecciones fiscales, laborales, sanitarias o, claramente, como en los últimos
tiempos, de compras de emporios comunicacionales, como son los casos de El
Universal o de la Cadena Capriles, operaciones de compraventa que
dejan ver las manos pero nunca las cabezas.
Si nos vamos a los periódicos de
provincia, a excepción de buques insignia como El Impulso o El
Correo del Caroní, el cortejo guarda silencio sepulcral. El temor a
quedarse sin papel, pues el Gobierno ha sabido centralizar los despachos en una
entidad pública, obliga a comportamientos poco ejemplares. Allí la autocensura
se convierte en dictado, y basta ver en las planas de primera página el reflejo
fiel de las gacetillas gubernamentales: Se construirán nuevas viviendas oLlegarán
pollos importados. El futuro o el gerundio, por cierto, son los
tiempos verbales más usados por el discurso gubernamental. De cara a esa copia
o calco, el oficio periodístico desaparece: nadie opina, nadie analiza, nadie
investiga. Finalmente, hemos pasado a una transferencia discursiva, por no
decir sanguínea: el Gobierno habla y los medios repiten (al menos los loros
tropicales ofrecen una variación cromática que las páginas preciosas de
periódico no exhiben). Mención aparte merecería el universo radial, quizás por
la penetración que tiene en audiencias populares, donde el Gobierno ha logrado,
allí sí, la perfecta “hegemonía comunicacional”.
La autocensura, sin embargo,
comienza a producir unos efectos extraños: y es que o la realidad reflejada por
los periódicos no existe o la realidad que veo o siento es en verdad una
pesadilla. Cada vez el divorcio entre hechos y su reflejo periodístico es mayor.
Por ejemplo: hay medios que han dejado de publicar noticias sobre delincuencia,
o para los que no existe la corrupción, o para los cuales no existe
desabastecimiento. Es decir, el país es una fantasía que solo se halla en las
páginas de los periódicos. Entonces se produce una inversión de roles, porque
ahora los periódicos quieren novelar cuando los nuevos narradores toman los
referentes de la hemorragia social para convertirlos en novelas o relatos. Una
prueba de esa fantasía son las amplias reseñas que responden a fuentes
intrascendentes: la farándula, el deporte, los viajes o los éxitos prolongados
del Sistema de Orquestas Juveniles en Viena o Kiev.
Nadie parece pensar, sin embargo, en el lector,
el televidente o el oyente que espera ansioso en su hogar por un dato crudo de
la realidad: quién ha muerto, quién opina o quién manifiesta. Los hogares se
han vuelto cuevas sombrías porque la exterioridad no llega. Puede
estar ocurriendo un cataclismo,
pueden estar saqueando una tienda, pueden estar reprimiendo a unos estudiantes,
y nadie se entera. La verdad no es esa, la que ya nadie refleja, sino la que
quieren que yo reciba o vea. A esto nos han llevado los medios que han dejado
de ser medios.
Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano. Autor de La
sombra inmóvil(Pretextos, 2014).
Vía El País.España
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