Alberto Arteaga Sánchez
No
podemos aceptar como un incidente más en el cuadro dantesco de la cárcel
venezolana que se produzca un suicidio -según la versión oficial- de un
venezolano preso por motivaciones políticas, preso político, político preso,
manifestante o disidente encarcelado como es el caso de Rodolfo González, a la
espera de un injusto juicio terrenal que debía llevarse a cabo en breve lapso,
pero que había tardado más de un año, amenazado seriamente para ser trasladado
a otro depósito penitenciario en peores condiciones que las mazmorras políticas
venezolanas.
¿Realmente
ocurrió un suicidio? ¿Hubo inducción al suicidio? ¿O pudo darse un homicidio?
Siendo
así que el lamentable hecho de la muerte tuvo lugar en una cárcel del Estado,
bajo la custodia y responsabilidad de este, no cabe hablar de suicidio puro y
simple, producto de motivaciones personales o de un cuadro mental ajeno de un
todo a la reclusión. Si ocurre un suicidio en prisión, sin duda, por lo menos
nos encontramos ante un suicidio favorecido por las circunstancias propia del
encierro carcelario que conjuntamente con la separación familiar y la pérdida
de contacto con el medio social que le es natural, coloca al preso en posición
vulnerable y por ello en manos del Estado, como lo contempla la Constitución en
el artículo 43.
Pero,
aparte del suicidio favorecido, del cual debe responder el Estado, en caso de
producirse la muerte por la decisión del encarcelado, podríamos estar ante un
supuesto de inducción o ayuda al suicidio, lo cual implica que quien atente y
logra su objetivo de acabar con su vida por su propia voluntad haya llegado a
este resultado bajo la influencia de otra persona o con su asistencia o ayuda,
por lo cual debe sancionarse al inductor con una pena de siete a diez años de
presidio (artículo 412 del Código Penal).
Sin
embargo, lo expresado no significa que no exista otra hipótesis, de difícil
demostración, pero que puede darse, y que consiste en el hecho de que un
sujeto, funcionario o no, con la intención de procurarle el fin de la
vida a un preso, no solo lo insta a tal objetivo sino que, en definitiva, le
ocasiona la muerte obligándolo a quitarse la vida siendo el que se mata
simplemente instrumento de otro y debiendo responder, a título de homicidio
doloso el que ha utilizado a la víctima doblegando su voluntad y sin autonomía
alguna en su actuación suicida.
Estas
consideraciones no son simplemente un ejercicio académico penalístico. La
muerte en prisión, el deterioro de la salud o las enfermedades contraídas en el
encarcelamiento, casos como el de Rodolfo González o el de Marcelo Crovato,
quien también llegó a los límites de la desesperación en el encierro, constituyen
gritos desesperados contra la injusticia penal de nuestros días.
Un Estado
de Derecho y de Justicia no puede tolerar las muertes en prisión, unas
conocidas o divulgadas y otras ocultas y sin notoriedad, que solo son sufridas
por las familias de las víctimas de la “violencia común penitenciaria”, que ya
no es noticia.
aas@arteagasanchez.com
Vía El Nacional
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