Si la filosofía pudiera ser para
pensar y comprender la vida de los hombres, la historia, su hija realenga,
tendría al menos la obligación de enseñarnos los amores traicioneros de las
sociedades y de los individuos, sus errores dominantes, así como también las
causas evidentes u ocultas de sus triunfos. La novela, mirona de tantos avatares,
las iluminaría narrando las peripecias imperceptibles entre “ser o no ser”,
dicotomía que la modernidad ha sacado de quicio copulativamente, porque ahora
se puede “ser y no ser” sin escozor alguno de conciencia.
Viéndolo bien y metiendo la
cuchara en donde no la llaman, la poesía tendría mayores posibilidades de
éxito, aunque no así de público, en esas aventuras del espíritu, para iluminar
sobre lo que nos pasa. El problema está en que ella enseña por
encandilamientos, por terapia de choque. La poesía no educa, no es escolar,
arrebata en el sentido de ataque de locura, aunque la verdad sea dicha, he
conocido poetas y poesía cercanos tanto a la beatitud como a la inclemencia. La
poesía no piensa ni se piensa en la ordinaria concepción que esas expresiones
admiten en nuestro limitado entendimiento. No discurre dentro del cuadrilátero
de lo establecido; ni siquiera su voz es la de las que se explaya en explicar.
Engulle sí, a velocidad vertiginosa, realidad y ensueño y en el cosmos que cabe
en un instante, sudoración e inspiración engendran a un enano gigante. Además,
no pretende vencer o convencer, lee y se lee sin intenciones carismáticas, es
tímido latido aunque también sea cierto que ayude a veces a despertar la voz
aplazada que llevamos por dentro, que es la de un náufrago abrazado a su
conciencia que se hunde en un mar de interrogaciones.
No deberíamos olvidar, a todas
estas, al arte de pintar, que me es tan esquivo en su ejercicio y pericia y,
tal vez sea por ello, amo tanto en mi trastabilleo de pinceles y aceites.
Pintar es talismán de húmeda cercanía y no la seca, difícil y obstinante labor
de urdir palabras que son, bajo la lupa, enemigas acérrimas pero, sin duda,
bisturí inseparable de los cambios históricos.
Y qué pronunciar sobre la música,
la clásica por ejemplo, aunque el mambo o el jazz no se queden atrás. De las
artes nombradas es la más sutil y profunda de todas, la más compleja y
abstracta, la que puede aterrizar en lo más profundo de nuestros espíritus y
requiere de una sensibilidad digamos submarina. A la música clásica al menos,
hay que oírla como existiendo debajo del agua. No sé, me atrevo a preguntar y
casi que respondo lo tercero; cuál será la más difícil entre estas opciones:
¿interpretarla, sentirla o poseerla?
A estas alturas me examino,
preocupado sobre la importancia o trascendencia de un alegato como el aquí
fraguado para entender, vislumbrar o superar lo que podemos ser como país y
como personas, más allá de lo que observamos a diario se traga el pozo sin
fondo del presente.
Si soy sincero respondería sin
duda que ninguna, y por ello es que me atrevo y obligo a plantearlo, a
contracorriente, en el océano encrespado de nuestras dietas obligadas, a
recalcarlo. A eso vinimos, porque si no qué es opinar sino mostrar que no son
tan solo las noticias veloces o el momento fugaz que somos lo mejor que nos
puede reflejar. Lo peor, eso sí, radica en el desterrado rincón de nuestras
ilusiones, el acorralado horizonte que delata, el cencerro impuesto que alarma
y se hace ominosa costumbre, la postergada sed de deseo creador, el
empobrecimiento raudal de nuestros apetitos.
leandro.area@gmail.com http://leandroareaopina.blogspot..com/
Vía El Nacional
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