Rafael Rojas
Cuando el secretario John Kerry
declaraba hace días que el único gobierno latinoamericano que no estaba
contento con la normalización diplomática con Cuba era el venezolano,
muchos pensamos que en Washington estaban decididos a no dejarse
provocar por el bloque bolivariano.
La decisión de Barack Obama de incluir
ese país sudamericano dentro del procedimiento de acciones ejecutivas,
por causa de amenaza “inusual y extraordinaria” a la seguridad nacional
de Estados Unidos, es, a todas luces, una respuesta equivocada al
desafío de Caracas.
Desde diciembre del 2014 el Congreso,
mayoritariamente republicano y enfrentado al presidente en varios temas
domésticos e internacionales, había autorizado a Obama aplicar sanciones
contra Caracas. ¿Qué hizo el gobierno de Nicolás Maduro desde entonces?
En vez de desescalar la tensión, lo que habría favorecido las
negociaciones con La Habana, Maduro arreció la represión de opositores
pacíficos, arrestó al alcalde Antonio Ledezma, acusó a Estados Unidos de
propiciar un golpe militar, redujo el personal diplomático de
Washington y prohibió la entrada a Venezuela de siete políticos
norteamericanos, incluidos varios congresistas en funciones.
La respuesta de Obama ha sido aplicar, a
siete funcionarios venezolanos, sanciones económicas en el territorio
de Estados Unidos. Sus visas serán revocadas y sus cuentas,
temporalmente, congeladas. No se trata de un embargo extraterritorial o
una Ley Torricelli o Helms-Burton, pero sí de algo que el gobierno de
Maduro puede presentar como una declaración de guerra —la acción “más
agresiva de la historia”, dijo el mandatario, con lo cual la supuesta
implicación del gobierno de George W. Bush en el golpe de Estado de 2002
queda en entredicho—, que le permite reforzar sus ya amplias facultades
extraordinarias, gobernar por decreto y reprimir a la oposición, por
razones de seguridad nacional.
Quienes hemos vivido, por décadas, el
conflicto entre Estados Unidos y Cuba, conocemos a la perfección ese
expediente de la “amenaza de agresión imperialista”. Fidel y Raúl Castro
han salido, naturalmente, a aplaudir a Nicolás Maduro y a Diosdado
Cabello por asumir que Venezuela está al borde de una invasión de
Estados Unidos. Los discípulos han aplicado lealmente el formato
fidelista: informan al pueblo de planes imperiales, revelados por sus
poderosos servicios de inteligencia, y llaman a cerrar filas, es decir, a
aplastar a la oposición interna, en un año electoral.
La reacción de Caracas ha sido tan
expedita y vehemente, que pareciera que en Miraflores esperaban las
sanciones de Obama, como se espera un regalo. Hugo Chávez siempre aspiró
a que Estados Unidos tratara su socialismo de la misma manera como
trató el cubano en los años 60. Era ese trato hostil el que faltaba al
proyecto bolivariano para ser considerado, finalmente, una “Revolución”.
Ahora el deseado trato parece llegar, pero no está Chávez para
capitalizarlo y en La Habana lo que más se desea es un entendimiento con
Washington.
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