Alberto Arteaga Sánchez
Apreciado Roy:
Nos conocimos en la
Facultad de Derecho de la UCV a finales de los años sesenta e inclusive
compartimos un estrecho cubículo, sin ventilación natural, en espacios
rancherizados de la “Casa que Vence las Sombras”, llamados entonces “los
tigritos”. Fue corta tu pasantía por el Instituto de Ciencias Penales ya que
pronto se abrió, en el año 69 -si mal no recuerdo- la posibilidad de iniciar tu
carrera diplomática, lejos del hermoso, pero oscuro derecho penal y muy cerca
de los abiertos espacios del mundo diplomático al que –entiendo-te convocó el
recordado Arístides Calvani, de quien fuiste apreciado discípulo en la teoría y
en la práctica socialcristiana.
Mis recuerdos son gratos de tan
duros tiempos que, apreciados a los lejos, lucen luminosos y preñados de ideales
por una Venezuela abierta democrática, igualitaria y justa.
Esas viejas imágenes se agolparon
en mi mente en forma estrepitosa cuando te oí, sin montaje alguno, pronunciando
con voz clara y pausada, en pose de embajador y con elegante vestimenta, expresiones
que solo por obra de algún artificio maligno podrían ser atribuidas a un
venezolano cabal, por lo demás formado en el pensamiento humanista cristiano.
Un mal chiste, un ejercicio de
humor negro no puede ser explicación valedera. La burla tiene sus límites y no
puede llegar al desprecio por la condición humana en ningún caso, máxime ante
la realidad que vivimos y ante muertes tan cercanas de jóvenes cuyas madres no
pueden entender ninguna referencia que no sea de dolor, sentimiento y lágrimas
por una bala que atravesó la cabeza de sus hijos.
La división del país en
escuálidos y patriotas, entre venezolanos de verdad y traidores, entre
revolucionarios y apátridas no puede ser aceptada. No cabe tampoco explicar,
justificar o legitimar los atropellos a los derechos humanos por el hecho de
tratarse de disidentes que, no por ello, son una especie de criminales natos
con deformaciones cerebrales, que, como recordarás de tu pasantía por el
Instituto fue la tesis de Lombroso para explicar la condición del “hombre
delincuente”.
La Universidad Central de
Venezuela ha sido escuela de tolerancia, de respeto por las ideas de otros, de
valentía, como la de tu maestro Calvani, para defender su pensamiento y sus
convicciones. Un cargo, una encomienda accidental, una responsabilidad como la
de representar a Venezuela ante la Organización de Estados Americanos, no es
compatible con una posición que reniega de los sentimientos más nobles de un
ser humano.
No creo exagerar en lo más
mínimo, Roy, por lo que digo y pienso. Es el sentir de cualquier venezolano que
capte lo que tú dijiste, en ese momento, en ese auditorio, ante la mirada y en
las circunstancias que vive el país, que no son las de la sede de la Embajada
de Venezuela en Estados Unidos.
Después de tan infausta declaración
solo cabe, sin tratar de enmendar el entuerto con rebuscadas explicaciones que
nada aclaran, reconocer el grave error cometido, aunque ello parezca ajeno a
quienes detentan el poder.
La mayoría de los venezolanos no
hemos aprendido la lección del odio que algunos han querido inculcarnos. Por
encima de todo, a pesar de todo, nos reconocemos como hermanos y a pesar de las
diferencias, estamos dispuestos a compartir un país que se niega a la
exclusión, a la desigualdad y a la intolerancia.
Por supuesto, a pesar de mi
presunta especialidad, me niego a encuadrar tu dicho en un estrecho tipo penal.
El problema y el reproche es fundamentalmente ético y es materia de valores,
asignatura pendiente que no podremos arrastrar para siempre y que exige ser reconstituida
con una sanación verdadera que nos devuelva lo más hermoso del ser venezolano.
aas@arteagasanchez.com
Vía El Nacional
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