El rápido
ascenso de Podemos ha generado un intenso debate, plagado además de
predicciones sobre el futuro. Las últimas mediciones reportan que lidera en
intención de voto, con lo cual algunos vaticinan la crisis terminal del sistema
de partidos español. Otros se alarman por lo que ven como la irrupción de un
populismo de estilo latinoamericano en la mismísima Unión Europea. Temen una
suerte de 17 de octubre, solo que en la Puerta del Sol en lugar de la Plaza de
Mayo.
El debate
ha reverberado fuertemente al otro lado del Atlántico, desde luego, sobre todo
en Venezuela y su área de influencia. Por una parte porque la cúpula de Podemos
ha estado en la región y ha manifestado su simpatía con el socialismo del siglo
XXI, la revolución ciudadana y otros formas parecidas. Las palabras
aprehensivas que se escuchan en América Latina obedecen a que Podemos habría
recibido apoyo del chavismo, aparentemente en recursos humanos y materiales.
Si ello
es así, es inevitable, pues hace tiempo que vivimos en un planeta electoral “de
distrito único”. Todos elegimos, vayamos a votar o no, y todos somos parte de
una campaña política u otra. Lo hacen las ONGs, la Internacional Socialista, la
democristiana, el capital financiero y, trágicamente, también las redes terroristas.
Siendo el caso, la colaboración de los bolivarianos con Podemos no debe
estigmatizarse más de lo necesario. Lo que sí tiene importancia es que es una
buena oportunidad para reflexionar en paralelo sobre los procesos históricos
que les abrieron la puerta a ambas fuerzas políticas. Ni el chavismo ni Podemos
llegaron de Marte.
La
democracia venezolana—caso a imitar al comenzar las transiciones de los setenta
y ochenta—se construyó sobre un pacto político, el Punto Fijo. Un arreglo entre
las elites de AD y COPEI, los partidos dominantes, el pacto sirvió para moderar
el conflicto y hacer la democracia posible. También era de representatividad
limitada, sin embargo. Excluía a otros partidos y a vastos sectores de la
sociedad, los más pobres, pero mientras el petróleo pagara las cuentas, el
puntofijismo podría continuar.
El
problema fue cuando, justamente en los ochenta, el precio del petróleo comenzó
a caer. La austeridad puso de manifiesto las limitaciones del arreglo:
partidocracia y no democracia, se escuchó con frecuencia. Le siguió la crisis
de la deuda, precipitando el ajuste económico, que a su vez puso en descubierto
el carácter corrupto del pacto: solo los muy selectos tenían acceso a sus
rentas. El Caracazo fue el hito que presagió el final. El Punto Fijo se desarmó
y los partidos tradicionales perdieron toda credibilidad. Chávez llegó para
ocupar ese espacio vacío, por medio del golpe o del voto, el método ya carecía
de importancia. El chavismo tal vez haya asesinado a la democracia venezolana,
pero debe reconocerse que la encontró agonizando y con el certificado de
defunción escrito. Solo le faltaba la firma y el sello oficial.
La
democracia española también se construyó sobre una seria de pactos, los de
Moncloa. Ejemplo a imitar, fue un manual para sociedades en transición. Con la
ingeniería institucional de Adolfo Suárez, los pactos impulsaron una serie de
reformas políticas cruciales: la legalización de los sindicatos independientes,
la ley y el calendario electoral, la legalización del Partido Comunista, la
disolución del Movimiento y la Constitución de 1978.
La España
de la transición no fue una época de bonanza económica, los pactos fueron más
allá de un simple arreglo entre elites políticas. Abordaron los problemas de la
inflación, el desempleo, la seguridad social y la tributación entonces
regresiva. Las negociaciones incluyeron políticas de ingresos, y con ello
legitimaron e institucionalizaron la discusión sobre la desigualdad. El pacto
también fue social.
El resto
de la historia es conocida, una España estable, democrática, próspera y
finalmente europea. Excepto que la prosperidad de los noventa estuvo basada en
el boom de bienes raíces. Efecto riqueza, burbujas y otros conceptos, son
periodos de expansión económica basados en el sobreendeudamiento, una
prosperidad efímera. Cuando esas burbujas revientan, como sucedió en 2008, la
crisis del sistema bancario es ineludible. El valor de los activos es menor a
la cartera de deuda, las hipotecas impagas se multiplican y, aún más trágico,
la cara de la desigualdad creciente es la de los ancianos desahuciados de sus
hogares. Agréguese a esto el desempleo de los jóvenes—los indignados—la
corrupción en aumento—más indignación—y el nacionalismo catalán—la repentina
fragilidad del mismísimo concepto de Estado español.
Marco
propicio para el surgimiento de una fuerza anti-sistema, el libreto dice que
entra Podemos a escena. Por cierto que ello no es exclusividad de España en la
Europa de hoy. Los desafíos de los nacionalismos y la caída de la participación
electoral son frecuentes en el resto del continente. La fragmentación del
sistema de partidos también lo es, sea la amenaza desde la extrema derecha—como
en Francia—desde la extrema izquierda—como en Grecia—o desde el extremo anti
europeísmo—como en el Reino Unido. Pero en España, además, es como si nadie se
acordara ni de la letra ni el espíritu de los Pactos de Moncloa, ni de recrear
y renovar el régimen de 1978.
Debe
reconocerse que este contexto le da sentido al mensaje anti-sistema de Podemos.
Su extrema debilidad, sin embargo, reside en que no hay manera de conciliarlo
con los fundamentos del constitucionalismo democrático. De hecho, el discurso
del empoderamiento de la ciudadanía y la democracia directa ya le está dando
paso a una estructura vertical, con el poder en manos del Secretario General y
débiles mecanismos de control. Pronto tal vez estén hablando de la vieja y
remanida noción de “centralismo democrático”, para invocar un eufemismo de la
antigüedad.
Podemos
también cree que el liberalismo republicano es contradictorio con la reducción
de la desigualdad, una falacia lógica y empírica, en tanto las sociedades más
equitativas del planeta son aquellas que también exhiben los índices más altos
de libertad individual. Ese anti-liberalismo asimismo se revela en la ambigua
respuesta de Iglesias sobre el caso de Leopoldo López. Habría que hacerle
entender a Iglesias que si Rajoy—un Presidente de derechas—gobernara como lo
hace Maduro, él mismo estaría en la cárcel sin causa probada, sin sentencia y
sin régimen de visitas. Por eso la democracia no es sobre ideología sino sobre
instituciones y reglas de procedimiento.
Es el
estalinismo de Podemos, precisamente, lo que debe debatirse, en lugar de agitar
los fantasmas del populismo y el chavismo. Lo peor que puede hacer la sociedad
política española es demonizar a Podemos, así como la oposición venezolana ha
demonizado al chavismo por casi dos décadas. El último paralelo entre Venezuela
y España es que la demonización del otro suele ser una excusa para no reconocer
las responsabilidades propias en la crisis política precedente. La democracia
siempre requiere de otro tipo de debate.
Twitter @hectorschamis
Vía El País. España
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