MIBELIS ACEVEDO DONÍS
| EL UNIVERSAL
lunes 3 de noviembre de 2014 12:00 AM
Que Venezuela vive una crisis
sin precedentes; que pocos advierten soluciones en el corto-mediano
plazo; que una mayoría de venezolanos (81,6%, según Datanálisis) percibe
como negativa la situación del país; que la inflación, inseguridad,
escasez embisten contra la exigua serenidad que nos resta; que no hay
confianza en el Gobierno, en los líderes, en los partidos, en el
sistema; en fin. Las afirmaciones anteriores, cada vez más comunes en
nuestro habitual intercambio de visiones y encrespados estados de ánimo,
hablan de un hondo pesimismo que contrasta paradójicamente con la
esperanza de algunos de presenciar pronto un "milagro político": el
advenimiento de una figura que al mejor estilo del caudillo populista
(absoluta consagración del Locus de control externo) logre conjurar todos los males que hoy jadean como bestia feroz sobre nuestras espaldas.
Inmunizarse contra la viciosa saga que legó el populismo (hoy disfrazado de izquierdismo) es difícil en paisajes extremos como este. Mucho más si consideramos que lo que sufrimos responde en su origen a la quiebra del sistema político tradicional y al cansancio del electorado por los partidos tradicionales (sin que hubiese ruptura del sistema político) tal como apunta Fernando Henrique Cardoso: "El populismo es una forma insidiosa del ejercicio del poder que se define por prescindir de la mediación de las instituciones, del Congreso y de los partidos, y por basarse en la relación directa del gobernante con las masas, cimentada en el intercambio de dádivas". Como sociedad tal vez nos hemos acostumbrado a esa aviesa manera de relacionarnos con nuestros gobernantes, de modo que nuestro papel como ciudadanos activos de una "democracia participativa" se ha visto cada vez más menguado, más limitado a recibir, antes que aportar; más asociado a la demanda de derechos que al cumplimiento de deberes que nos hagan merecedores de retribución.
Pero hoy, en ausencia de ese Mesías proveedor y apabullante –peligroso comodín que no asoma ni el chavismo ni la oposición– capaz de capitalizar toda simpatía, de eclipsar a todo adversario, de neutralizar malquerencias y traspiés con su carisma o con una narrativa que logre postergar la razón invocando a la emoción, la tarea de transferir ese "milagro" a hombre o mujer determinados luce francamente irreal. Y en este punto vale preguntarse si lejos de tropezar con una carencia importante, no estamos más bien ante una época crucial para el desarrollo de nuestra madurez política como sociedad. Por primera vez en mucho tiempo, los venezolanos (tentados a liberarse de esa suerte de prolongada adolescencia que reclama manutención del Padre-Estado) nos plantamos ante la oportunidad de construir un sistema eficiente de liderazgo atomizado, no concentrado en la figura única y abrumadora de un híper-líder, sino sostenido en la capacidad múltiple y articulada de muchas dirigencias y sus respectivas organizaciones. ¿No es hora de asumir positivamente nuestra "orfandad" política, para dar el salto que nos convierta en adultos independientes, verdaderos ciudadanos capaces de gestionar iniciativas propias, "milagros" y sueños, inclusive? ¿Y si en vez de ligar la aparición de un Mesías-que-nos-libre- de-todo-mal; en vez de ser indiferentes, pasivos, laxos o poco comprometidos con el cambio que queremos, nos convertimos en multitudinaria legión de "pequeños héroes"?
El doctor Phillip Zimbardo (autor del célebre experimento de la prisión de Stanford) propone una teoría que muestra la otra cara de la tesis de la "Banalidad del mal" de Hannah Arendt. Él sugiere que ante la situación de maldad que legitima el entorno (el "Efecto Lucifer") surge no sólo la notable hazaña de seres extraordinarios, sino la de individuos comunes que, mientras el resto de las personas mira para otro lado o continúa perpetrando el mal, deciden emprender una "acción heroica": así, hacen algo para parar la irregularidad, llaman la atención sobre ella o desafían la autoridad injusta de un modo directo. Son seres que han roto la ilusión de invulnerabilidad y se conectan con su propia urgencia y la de otros, que sortean las presiones para ver la situación no tal como es, sino tal como debería ser; y que no se perciben a sí mismos como héroes, sino que hacen simplemente "lo que cualquiera haría en su caso". En ello, según Zimbardo, consiste la "Banalidad del heroísmo": suerte de heroicidad cotidiana y con pies bien puestos sobre la tierra.
Ese rasgo aparentemente trivial de pequeño heroísmo ciudadano (llamado a asumir la anónima, colectiva gesta de recuperar la institucionalidad) está latente en cada uno de nosotros, incluso en cada uno de esos líderes señalados o cuestionados, quienes de acuerdo a Fernando Mires, al negarse a ser trascendentes (y con ello, dispuestos a cargar con la culpa de no asumir épicas transgresiones) están destinados a trascender. Y hay que creerlo: después de todo, este país ya no está para soportar ser "salvado" por otro nuevo, aplastante, agotador Mesías.
Inmunizarse contra la viciosa saga que legó el populismo (hoy disfrazado de izquierdismo) es difícil en paisajes extremos como este. Mucho más si consideramos que lo que sufrimos responde en su origen a la quiebra del sistema político tradicional y al cansancio del electorado por los partidos tradicionales (sin que hubiese ruptura del sistema político) tal como apunta Fernando Henrique Cardoso: "El populismo es una forma insidiosa del ejercicio del poder que se define por prescindir de la mediación de las instituciones, del Congreso y de los partidos, y por basarse en la relación directa del gobernante con las masas, cimentada en el intercambio de dádivas". Como sociedad tal vez nos hemos acostumbrado a esa aviesa manera de relacionarnos con nuestros gobernantes, de modo que nuestro papel como ciudadanos activos de una "democracia participativa" se ha visto cada vez más menguado, más limitado a recibir, antes que aportar; más asociado a la demanda de derechos que al cumplimiento de deberes que nos hagan merecedores de retribución.
Pero hoy, en ausencia de ese Mesías proveedor y apabullante –peligroso comodín que no asoma ni el chavismo ni la oposición– capaz de capitalizar toda simpatía, de eclipsar a todo adversario, de neutralizar malquerencias y traspiés con su carisma o con una narrativa que logre postergar la razón invocando a la emoción, la tarea de transferir ese "milagro" a hombre o mujer determinados luce francamente irreal. Y en este punto vale preguntarse si lejos de tropezar con una carencia importante, no estamos más bien ante una época crucial para el desarrollo de nuestra madurez política como sociedad. Por primera vez en mucho tiempo, los venezolanos (tentados a liberarse de esa suerte de prolongada adolescencia que reclama manutención del Padre-Estado) nos plantamos ante la oportunidad de construir un sistema eficiente de liderazgo atomizado, no concentrado en la figura única y abrumadora de un híper-líder, sino sostenido en la capacidad múltiple y articulada de muchas dirigencias y sus respectivas organizaciones. ¿No es hora de asumir positivamente nuestra "orfandad" política, para dar el salto que nos convierta en adultos independientes, verdaderos ciudadanos capaces de gestionar iniciativas propias, "milagros" y sueños, inclusive? ¿Y si en vez de ligar la aparición de un Mesías-que-nos-libre- de-todo-mal; en vez de ser indiferentes, pasivos, laxos o poco comprometidos con el cambio que queremos, nos convertimos en multitudinaria legión de "pequeños héroes"?
El doctor Phillip Zimbardo (autor del célebre experimento de la prisión de Stanford) propone una teoría que muestra la otra cara de la tesis de la "Banalidad del mal" de Hannah Arendt. Él sugiere que ante la situación de maldad que legitima el entorno (el "Efecto Lucifer") surge no sólo la notable hazaña de seres extraordinarios, sino la de individuos comunes que, mientras el resto de las personas mira para otro lado o continúa perpetrando el mal, deciden emprender una "acción heroica": así, hacen algo para parar la irregularidad, llaman la atención sobre ella o desafían la autoridad injusta de un modo directo. Son seres que han roto la ilusión de invulnerabilidad y se conectan con su propia urgencia y la de otros, que sortean las presiones para ver la situación no tal como es, sino tal como debería ser; y que no se perciben a sí mismos como héroes, sino que hacen simplemente "lo que cualquiera haría en su caso". En ello, según Zimbardo, consiste la "Banalidad del heroísmo": suerte de heroicidad cotidiana y con pies bien puestos sobre la tierra.
Ese rasgo aparentemente trivial de pequeño heroísmo ciudadano (llamado a asumir la anónima, colectiva gesta de recuperar la institucionalidad) está latente en cada uno de nosotros, incluso en cada uno de esos líderes señalados o cuestionados, quienes de acuerdo a Fernando Mires, al negarse a ser trascendentes (y con ello, dispuestos a cargar con la culpa de no asumir épicas transgresiones) están destinados a trascender. Y hay que creerlo: después de todo, este país ya no está para soportar ser "salvado" por otro nuevo, aplastante, agotador Mesías.
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