Fernando Mires
La suerte está echada. El golpe militar de Julio de 2013, la inevitable rebelión de los desplazados islamistas, la cruel represión militar, las masacres, la prisión de Mursi -pésimo presidente pero legítimo- las calumnias que inventa la dictadura en contra de personas del antiguo régimen, en fin, todos esos son signos que marcan el destino de la gran mayoría de los golpes militares habidos y por haber.
Los sectores democráticos, los mismos que iniciaron la lucha en contra de la dictadura de Mubarak, no controlan al ejército. Por el contrario, el ejército los controla a ellos. Si esos sectores son de verdad demócratas, pronto deberán pasar a la oposición y contraer una nueva alianza con fracciones islamistas. La dictadura militar redoblará en ese caso la represión y la historia, si no comenzará de nuevo, será muy similar a esa que las multitudes de la plaza Tahrir imaginaron haber dejado atrás.
El de Egipto, ya no hay duda, fue un golpe militar. Represivo y asesino, como todos son cuando los militares ejercen un poder que no les corresponde. No sin razones ya recibió el general Abdel Fatah al-Sisi, nuevo dictador, el saludo de la tiranía de Siria, la que ahora, apoyada en el ejemplo egipcio, intenta presentarse al mundo como bastión laico en contra del fanatismo islámico.
No sigamos engañándonos: Los militares no fueron parte de la oposición democrática a Mursi. Solo se montaron sobre ella para recuperar el poder que gozaban bajo Mubarak. El golpe no fue tampoco una “tercera revolución”, como lo denominan sus apologistas. Fue, en cambio, una contra-revolución en todas sus formas y con todas sus letras. Mal camino han elegido entonces los demócratas de ayer que hoy apoyan a la dictadura. Tarde o temprano los militares también se liberarán de ellos. Los dictadores del Oriente Medio, aunque decirlo sea un disparate geográfico, son muy sudamericanos.
Quienes se obstinan en legitimar el golpe -también fuera de Egipto- aducen que el país se debatía entre una dictadura militar y una dictadura islamista y solo fue elegido el mal menor. La dicotomía es, sin embargo, falsa. A la hora del golpe la gran mayoría política egipcia estaba formada por grupos civiles laicos y diversos sectores pertenecientes a un Islam moderado quienes, como el partido salafista Al-Nur y el partido Al Wasat Al Jadid, abogaban por una estado regido por normas del derecho civil.
Los sectores musulmanes integristas, los llamados “Hermanos”, pese a no ser mayoría están muy bien organizados. Si Mursi, quien ganó las elecciones presentándose como moderado se apoyó más en ellos que en otros grupos, fue porque estos últimos tienen un bajo nivel de organización. En otras palabras, Mursi habría podido ser en Egipto lo que es Erdogan en Turquía. Piadoso creyente este último, nada le ha impedido convertirse en campeón de la modernización económica, ganando el apoyo de sectores medios urbanos y, por cierto, controlando al ejército. Erdogan es una suerte de Atatürk islámico. Mursi, en cambio, no logró ser un Nasser islámico. Esa es la diferencia.
Lo cierto es que el golpe militar en Egipto parece haber cerrado un ciclo histórico. La mal llamada Primavera Árabe ha llegado a su fin. Pero la pregunta que todavía nadie puede responder es otra: ¿Estamos presenciando el fracaso definitivo de las revoluciones democráticas del Oriente Medio, o solo se trata del fin de un capítulo de una ya larga novela? O de otro modo: ¿Es la egipcia una revolución muerta o una revolución inconclusa?
“La revolución inconclusa” fue título de uno de los libros del mejor biógrafo de Trotzky y Stalin, el gran historiador Isaac Deutscher. Con el término “inconclusa” quería señalar Deutscher que la revolución rusa no terminó con Stalin; solamente había sido interrumpida. Tarde o temprano el espíritu de Octubre –pensaba Deutscher- volvería a renacer en la URSS pasando por encima de la contra-revolución estaliniana. No solo los trotzquistas mantenían esa esperanza.
¿Se equivocaba Deutscher? Si y no. Sí, porque aquello que renació en la URSS con la Perestroika no fue como creía al comienzo Gorbachov, el espíritu de 1917. No: El que renació en el llamado mundo socialista fue el de 1789, es decir, el espíritu de la revolución francesa, el mismo que electrizó a socialdemócratas rusos como Plejanov y a sus dos muy jóvenes discípulos, Lenin y Trotzsky.
De ahí que cuando hemos de hablar del fracaso o del éxito de una revolución, podemos optar por medirla de acuerdo a una periodización corta o larga. Medida en periodización corta, la revolución francesa fue un tremendo fracaso. Traicionada primero por el terror de Robespierre, por las alucinaciones de Marat y por la corrupción de Danton, después violada por la dictadura militar napoleónica y derrotada militarmente por la Santa Alianza, nadie daba un centavo por ella.
Pero si aplicamos una periodización larga, podemos entender a la revolución francesa como un eslabón de una cadena comenzada en Inglaterra con la Carta Magna (1215) y continuada en los EEUU a través del “Bill of Rights” (1789). ¿Se atrevería alguien a señalar, de acuerdo a esa periodización, que la revolución francesa fue un fracaso? ¿No fueron sus ideas las mismas que dieron origen a las naciones latinoamericanas? ¿Las que defendieron muchos europeos cuando se batieron a muerte en contra del nazismo? ¿Las que fueron guías de las revoluciones democráticas de 1989 en Europa del Este? ¿Las que hoy imperan en todo el mundo democrático?
El fracaso o éxito de las revoluciones se conoce, efectivamente, mucho después de que han ocurrido. Porque las verdaderas revoluciones son como mareas oceánicas cuando dejan sedimentos detrás de sí. Son los materiales que después serán recogidos por otras oleadas de la historia.
Las revolución del Oriente Medio -no es necesario ser un gran historiador para entenderlo- también fue sedimentaria. A través de una simple mirada es posible observar que la ola democrática dejó por lo menos tres muy visibles sedimentos detrás de sí.
1. El ejército, sobre todo el egipcio, ya no es el del nasserismo de los años cincuenta del siglo XX. Este último subscribía a la ideología del socialismo pan-arábico fundado por Gamal Abdel Nasser el que a su vez era una versión de la ideología soviética aplicada en terreno árabe. Las dictaduras nacional-militares, no hay que olvidarlo, eran verdaderos protectorados de la URSS. Socialistas y nasseristas fueron Muamar al-Gadafi en Libia, Hafez al- Asad en Siria y Sadamm Hussein, entre otros. Hoy, en cambio, el nasserismo militar, al no existir una potencia socialista mundial como la URSS, carece de un proyecto misionario de poder hegemónico como fue en su tiempo el marxismo soviético. Los militares de hoy solo representan el poder de la fuerza bruta y nada más. Muy poco para mantenerse demasiado tiempo en el poder.
2. Como contrapartida ha surgido en casi todos los países de la región una tendencia creciente representada por sectores medios urbanos, especialmente jóvenes, portadores de un ideal democrático de origen occidental, reacios a ser subyugados por ideologías religiosas o macro-históricas. Ellos fueron los iniciadores de la revolución democrática en diversos países del Oriente Medio. Carecen, por cierto, de fuerza militar, pero poseen una coherencia discursiva que no tienen los segmentos religiosos integristas y, en ningún caso, los militares. Solo de ahí puede surgir una nueva “clase política” civil en condiciones de articularse con el mundo de la post-modernidad al cual la mayoría de las naciones árabes, incluyendo a no pocos islamistas, quiere pertenecer.
3. Los contingentes islámicos ya han sido divididos –no solo en Egipto- por la revolución democrática. A un lado, los sectores integristas. Al otro, los portadores de una islamidad culta quienes, para salvar la espiritualidad de la propia religión, aceptan la separación entre religión y política como parte sustancial de la vida ciudadana.
Esos tres sedimentos visibles permiten afirmar la hipótesis de que la revolución democrática en el Oriente Medio aún no ha terminado. Quizás conforman la base para que, más temprano que tarde, las utópicas posibilidades aparecidas el año 2011, vuelvan a aparecer representadas en nuevas ideas, en nuevos actores y, no por último, en nuevas mayorías.
Cuando el néctar de la libertad ha sido una vez probado, será muy difícil olvidar su ardiente sabor.
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