El País
Junio 30, 2013
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Los principales bancos centrales del mundo siguen expresando su preocupación por las repercusiones inflacionarias que puede generar su lucha contra la recesión. Es un error. Comparado con los riesgos políticos, sociales y económicos que conlleva la persistencia del lento crecimiento económico tras una crisis financiera de las que ocurren solo una vez cada cien años, un arranque sostenido de inflación moderada no es algo por lo que preocuparse. Por el contrario, en la mayor parte del mundo, debiera ser bienvenido.
Tal vez los argumentos en favor de la inflación moderada (digamos, entre el 4% y el 6% anual) no sean tan convincentes como al principio de la crisis, cuando planteé el tema por primera vez. Por aquel entonces, con el telón de fondo de la reticencia gubernamental a forzar quitas a la deuda, junto con unos precios de la vivienda extremadamente sobrevaluados y salarios reales excesivos en algunos sectores, la inflación moderada hubiese sido extremadamente útil.
El consenso en ese momento, por supuesto, era que una robusta recuperación con forma de Vestaba a la vuelta de la esquina y que era insensato abrazar la heterodoxia inflacionista. Vi las cosas de otro modo, basándome en las investigaciones para el libro que escribí con Carmen M. Reinhart en 2009, Esta vez es distinto (Fondo de Cultura Económica). Después de examinar varias crisis financieras profundas del pasado, teníamos todos los motivos para temer una catastrófica caída del empleo y una recuperación extraordinariamente lenta. Una evaluación adecuada de los riesgos de medio plazo hubiera ayudado a justificar mi conclusión en diciembre de 2008: "Serán necesarias todas las herramientas disponibles para corregir esta crisis financiera, de una magnitud tal que solo ocurre una vez cada cien años".
Cinco años más tarde, las deudas pública, privada y externa han alcanzado niveles récord en muchos países. Todavía son necesarios enormes ajustes salariales relativos entre la periferia y el centro de Europa. Pero los bancos centrales más importantes del mundo no parecen haberlo notado.
En Estados Unidos, la Reserva Federal ha puesto nerviosos a los mercados de bonos al indicar que la relajación cuantitativa ha llegado a su fin. La salida propuesta parece reflejar una tregua entre los halcones y las palomas de la Fed. Las palomas obtuvieron liquidez masiva, pero, ahora que la economía está fortaleciéndose, los halcones insisten en abandonar los estímulos.
Esta es una variante moderna de la receta clásica que consiste en comenzar a ajustar antes de que la inflación cale profundamente, aun cuando el empleo no se haya recuperado por completo. Como bromeó William McChesney Martin, presidente de la Fed en las décadas de 1950 y 1960, el trabajo del Banco Central es "llevarse la ponchera justo en el momento en que la fiesta empieza a ponerse interesante".
El problema es que esta no es una recesión ordinaria, y mucha gente todavía no ha probado el ponche (y ni hablar de que alguien haya bebido con exceso). Sí, hay preocupaciones técnicas legítimas relacionadas con las distorsiones en los precios de los activos que genera la relajación cuantitativa, pero las explosiones de burbujas sencillamente no son en este momento el mayor de los riesgos. Estados Unidos tiene ahora su mejor oportunidad hasta el momento para lograr una recuperación real y sostenida de la crisis financiera. Y sería una catástrofe si la recuperación descarrilara por una excesiva devoción a los dogmas antiinflacionarios, igual que cuando algunos bancos centrales eran excesivamente devotos del patrón oro durante las décadas de 1920 y 1930.
Japón afronta un acertijo diferente. Haruhiko Kuroda, el nuevo gobernador del Banco de Japón, ha enviado una clara señal a los mercados para indicar que busca una inflación anual del 2%, después de años de un crecimiento de los precios cercano a cero.
Sin embargo, ahora que los tipos de interés a más largo plazo comienzan a avanzar ligeramente, el Banco de Japón parece estar haciendo una pausa. ¿Qué esperaban Kuroda y sus colegas? Si el Banco de Japón tuviese éxito al aumentar las expectativas inflacionarias, los tipos de interés
a largo plazo necesariamente tendrían que reflejar una prima inflacionaria proporcionalmente mayor. Mientras las tasas de interés nominales aumenten debido a las expectativas inflacionarias, el aumento es parte de la solución, no del problema.
El Banco de Japón estaría en lo correcto al preocuparse, por supuesto, de si los tipos de interés aumentaran debido a una mayor prima de riesgo y no por expectativas de mayor inflación. La prima de riesgo podría aumentar, por ejemplo, si los inversores dudaran de si Kuroda cumplirá su compromiso. La solución, como siempre en el caso de la política monetaria, es una estrategia de comunicación clara, coherente y sin ambigüedades.
El Banco Central Europeo está en una situación completamente distinta. Como ya ha estado usando su balance para ayudar a reducir los costes de endeudamiento en la periferia de la zona euro, se ha mostrado cauto en su enfoque de la relajación monetaria. Pero la mayor inflación ayudaría a acelerar los ajustes tremendamente necesarios en los bancos comerciales europeos, donde muchos créditos continúan en los libros a valores muy por encima de los de mercado. También proporcionaría un telón de fondo contra el cual los salarios en Alemania podrían aumentar sin tener que disminuir necesariamente en la periferia.
Cada uno de los principales bancos centrales del mundo puede presentar argumentos convincentes en favor de la cautela. Y los funcionarios de los bancos centrales están en lo cierto al insistir en reformas estructurales y planes creíbles para equilibrar los presupuestos en el largo plazo. Pero, desafortunadamente, estamos muy lejos del punto en el cual los responsables de las políticas deban temer por
los riesgos inflacionarios y considerar un cambio de estrategia. Debieran estar agregando bebida a la ponchera, no llevándosela.
Traducción de Leopoldo Gurman.
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