Freud dio
una explicación racional a lo que Sade había intuido: la existencia de una
violencia empozada en el fondo irracional de la persona, que la civilización
modera sin erradicarla
Donatien
Alphonse François, marqués de Sade (1740-1814), ha entrado en el panteón
cultural de Francia por todo lo alto. Su obra dejó de estar prohibida hace
medio siglo, ha sido editada en tres volúmenes por la más prestigiosa colección
literaria, la Pléiade, y ahora el Museo de Orsay le dedica una vasta
exposición: Attaquer le soleil(Atacar al sol). De este modo, la
frivolidad del siglo en que vivimos —la civilización del espectáculo— va a
conseguir lo que no lograron los Gobiernos, policías y la Iglesia que a lo
largo de dos siglos lo persiguieron con encarnizamiento: acabar con la leyenda
maldita que rodeaba al personaje y a sus libros y probar que ni aquél ni éstos
eran tan peligrosos ni malignos como se creía. Y que, a fin de cuentas, aunque
sus ideas resultaban, sin duda, bastante apocalípticas y escabrosas, como
escribidor era recurrente como un disco rayado y, pasados algunos sobresaltos,
generalmente aburrido.
Para
disfrutar a Sade era indispensable la nerviosa clandestinidad, procurarse esas
ediciones de catacumba como las codiciables que se exhiben en el Museo de
Orsay, casi siempre con pies de imprenta falsificados y que se salvaron de
milagro de los secuestros e incineraciones, y sumergirse en sus páginas con la
sensación de estar transgrediendo una ley y cometiendo pecado mortal. Como hoy
en día Las 120 jornadas de Sodoma, Justine o los infortunios de la
virtud y Juliette o las prosperidades del vicio se
venden en las más respetables librerías, y se pueden leer en todas las buenas
bibliotecas, su atractivo es bastante menor y, como ocurre siempre con la
literatura monotemática, tanta ferocidad recurre de tal modo en sus páginas que
deja de serlo y se vuelve juego, irrealidad. En la inmensa obra que escribió
hay, me parece, apenas una genialidad literaria: el breve Diálogo entre
un sacerdote y un moribundo, en el que luce un pensamiento condensado y firme,
sin las retóricas blasfemias y los morosos discursos exaltando las
depravaciones, la traición y los crímenes que entumecen sus otros libros, tanto
los históricos como los eróticos.
La exposición
del Museo de Orsay, excelente, tiene como comisaria a Annie Le Brun, gran
conocedora de Sade y autora de un sutil ensayo sobre él, y muestra algo
bastante obvio, que el “sadismo” no lo inventó el divino marqués, pues la
literatura y las artes plásticas ya habían descrito la crueldad y la violencia
sexual con imaginación, audacia y belleza desde los tiempos más antiguos. Pero
es verdad que probablemente ningún artista, escritor ni filósofo fue tan lejos
como él en la exploración de esas profundidades humanas donde deseos e
instintos entremezclados producen formas indecibles del horror. Goya,
naturalmente muy presente con grabados y pinturas en esta muestra, lo sintetizó
de manera luminosa en la leyenda de uno de sus aguafuertes: “El sueño de la
razón produce monstruos”. Sade mostró en sus novelas que los deseos sexuales,
exonerados de todo freno, convierten al ser humano en una máquina depredadora y
carnicera y que una sociedad que los dejara desplegarse con absoluta libertad
podría llegar a acabar con toda forma de vida en el planeta.
Una sociedad que dejara desplegarse los deseos
sadianos podría acabar con toda forma de vida
Esa
aterradora utopía la defendió de manera teórica en sus escritos literarios y
filosóficos, en nombre de un individualismo sin fronteras y un ateísmo
apocalíptico, pero, en la vida real, sus excesos fueron, en verdad, limitados,
si se los compara con los de cualquier dictadorzuelo tercermundista, no se diga
un Hitler o un Stalin. La verdad es que se pasó buena parte de su vida en
cárceles y manicomios, o huyendo de sus perseguidores, y que en su prontuario
delictivo no hay un solo crimen, sólo azotes a algunas prostitutas y, lo más
grave, haber hecho tragar a otras unas pastillas que producían cuescos,
pestilencia que, por lo visto, lo inflamaba hasta el delirio.
Lo que es
una lástima es que no escribiera su autobiografía porque, lo que sabemos de su
vida, aunque no es mucho —su mejor biografía la escribió Gilbert Lely, un
compañero mío de la Radiotelevisión Francesa, que, cuando no estudiaba al
divino marqués, se ganaba la vida como locutor y hacía calceta—, revela a un
aventurero de polendas. Estuvo dos veces condenado a muerte y las dos se fugó
de la cárcel, secuestrando, en una de ellas, de paso, a su propia cuñada, que
era monja. Cuando el pueblo de París asaltó la prisión de la Bastilla, donde él
estaba preso, exhortó a las masas revolucionarias, desde un balcón, para que
abrieran todas las rejas en nombre de la libertad. En una de sus breves
temporadas sin cautiverio, fue un activo revolucionario, pero los jacobinos lo
consideraron demasiado “moderado” y lo condenaron por ello a la guillotina; lo
salvó la oportuna muerte de Robespierre. Pero quizás el periodo más
extraordinario de su vida fue su encierro en el manicomio de Charenton, donde
escribió la mayor parte de sus libros, y donde se dedicó a montar
representaciones teatrales de su invención con los locos como actores,
espectáculos que atraían, se dice, a las familias parisinas más ilustres.
Goya y Buñuel también están muy presentes en la
vasta exposición organizada en París
Al
malvado más famoso de la literatura nunca le faltaron mujeres y, aunque fue un
gordo fofo precoz, como sus horrendos personajes libidinosos, los testimonios
femeninos sobre él —salvo los de su esposa legítima, Renée Pélagie de
Montreuil, que lo mandó a la cárcel y al manicomio cuantas veces pudo— hablan
de un hombre encantador, refinado y elegante en su trato y de una galantería
irresistible con las damas. Siempre se declaró un pacifista y, el colmo de los
colmos, hasta escribió un manifiesto contra la pena de muerte.
Como
todos los grandes escritores malditos, Sade despertó siempre pasiones, tanto en
sus admiradores como en sus detractores. La muestra del Museo de Orsay da
cuenta sobre todo de los primeros, y, entre ellos, principalmente de los
surrealistas que le hicieron homenajes, algunos deslumbrantes, como el retrato
imaginario de Man Ray, de 1938, o las obras inspiradas en él de Hans Bellmer.
Más aún que la literatura, la pintura y el cine modernos delatan resabios
sadianos, por lo menos en la selección de obras de la exposición. Entre las
películas son sin duda las de Buñuel las que parecen más directamente
inspiradas en las propensiones del divino marqués, sobre todo en las escenas
perversas de Él, con Arturo de Córdova, que reciben al
visitante en la entrada de la exposición.
Quizás lo que falte en ella sea
una mayor presencia de Freud, quien, no como literato ni artista, sino como
psicólogo, se adentró por las mismas cavernas de la intimidad humana que Sade y
dio una explicación racional totalizadora a lo que el divino marqués conoció a
través de la intuición, sus propios fantasmas y la imaginación, la existencia
de esa violencia empozada en el fondo irracional de la persona humana, que
encuentra en el sexo una vía privilegiada de expresión, algo que la
civilización modera luego en formas más benignas, creativas en vez de
destructivas, aunque sin erradicarla nunca del todo. Lo que significa que, como
ha ocurrido y sigue ocurriendo en medio de las sociedades más avanzadas, la
violencia estalla a menudo de manera incontenible, no solo a través del deseo
individual ciego, también en todas las formas colectivas posibles del
fanatismo, desde el religioso hasta el político y el ideológico.
Paradójicamente, el terrorismo que en nuestros días vuelve a hacer de las suyas
por el globo, aunque los terroristas no lo sepan, es el mayor homenaje que
rinde nuestra época al divino marqués, al que, aunque había pedido ser
enterrado en una tumba laica y sin nombre, se le hicieron honras fúnebres muy
católicas en el manicomio de Charenton, donde murió, apaciblemente, a sus 74
años de edad.
Vía El País. España
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