Armando Durán
La relación entre civiles y militares siempre ha sido, por definición,
enigmática. Cada sector encerrado en un compartimiento estanco. Incomunicación
peligrosa, que parecía haber comenzado a desaparecer a partir de enero de 1958.
La democracia que nacía era civil y se sostenía en el imperio de la civilidad,
con un corolario fundamental: los hombres de uniforme admitían la sumisión del
poder militar al gobierno civil. Y así, durante muchos años, daba la impresión
de que la amenaza de un golpe militar había sido sepultada para siempre en el
baúl de los olvidos.
Ya sabemos lo que pasó después. La intentona golpista del 4 de febrero y
su secuela aérea el 27 de noviembre tuvieron un impacto devastador en el ánimo
de la nación. Era evidente que el sueño de la estabilidad democrático había
terminado. Quizá por eso, en su discurso de su primera toma de posesión, Chávez
glosó la más famosa frase de Clausewitz, “la guerra es la política por otros
medios”, por otra sorprendente entonces: “la política es la guerra por otros
medios.” Precisamente lo que hizo durante 14 años. Gobernar como si
estuviéramos en guerra. Entre otras razones, porque Chávez resultó ser un
auténtico jefe militar. Sus órdenes, sencillamente, se cumplían al pie de la
letra, sin chistar, como en cualquier cuartel del mundo.
El principal problema de Nicolás Maduro es que él no es, ni por asomo,
un jefe militar, mientras que el régimen que heredó se ha venido haciendo cada
día más militar. En la práctica, Maduro sufre lo que le ocurrió a José Vicente
Rangel cuando Chávez decidió nombrarlo ministro de la Defensa. Ni siquiera pudo
despachar desde la oficina del ministro en Fuerte Tiuna. Esa es la razón
esencial de la actual inestabilidad estructural del régimen, sordamente puesta
en evidencia a raíz del atroz asesinato de Robert Serra, la matanza del
edificio Manfredir, el ultimátum de los llamados colectivos, la destitución
sumaria del ministro Miguel Rodríguez Torres y de la cúpula de la policía
científica, y la designación de Freddy Bernal como encargado de poner orden en
los cuerpos de seguridad del Estado.
Desde el mismo instante en que se dio la noticia del doble crimen de La
Pastora, Maduro usurpó las funciones de la Fiscalía al dar su versión personal
y politizada del suceso. Nadie se lo ha creído, pero él tenía que hacerlo. En
todo caso, la premura con que se adelantó a las investigaciones policiales,
induce a pensar que sus declaraciones perseguían silenciar alguna verdad que no
debía ser conocida. Lo mismo pasó con el ajusticiamiento televisado de José
Miguel Odreman, cuyo motivo nadie se ha atrevido siquiera a mencionar. ¿Existe
alguna relación entre un suceso y otro? ¿No era Odreman un hombre de confianza
del poder político? ¿Por qué la exigencia de los colectivos, en lugar de
atornillar a Rodríguez Torres en su cargo, produjo la fulminante destitución
del ministro? ¿Tiene alguna significación la sustitución de la almiranta Carmen
Meléndez por el general en jefe Vladimir Padrino López, quien además del
ministerio conserva la jefatura del CEOE, pasando a ser el hombre más poderoso
de Venezuela? ¿Se trata acaso de acorralar a Diosdado Cabello, teórico antagonista
de Maduro en las alturas del poder político chavista, quien además es miembro
del exclusivo universo militar? ¿Por eso este aumento inesperado de 45% en los
sueldos de los componentes de la FANB?
Cada una de estas y
otras preguntas parecidas engendran incógnitas adicionales. Por ahora mentiras
a granel y muy pocas verdades de un enigma que Maduro, a toda costa, lo antes
posible, tendrá que despejar. En ello se juega su permanencia en Miraflores.
Vía El Nacional
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