Luis García Mora
Queramos o no queramos aceptarlo, por la vía de los hechos, el país se desbrida, se descarrila.
Basta ver las largas colas y el
desabastecimiento que obliga a la ciudadanía a una reorganización
táctica y estratégica sobre la marcha para obtener aunque sea el papel
para limpiarse, o algún alimento, artículo de limpieza imprescindible o
el desaparecido remedio que impida que nos enfrentemos desarmados ante
la enfermedad, ante la muerte.
Basta recordar las matanzas del
principio del año 2014 que ya empiezan a reproducirse de nuevo tras el
vil asesinato del niño estudiante del Táchira y algunos otros balaceados
en la cabeza, y que están obligándonos a sentir en carne propia cada
vez más nuestro desvalimiento ante este régimen.
Ante esta especie de “harakiri
político”, como dice Vargas Llosa. Que asfixia y clausura y multiplica
la disidencia y la encarcela. Sí, esta especie de harakiri demencial en
donde las instituciones, desde los jueces hasta el Consejo Nacional
Electoral, como él dice, son “sirvientes del poder”, y donde el
gobierno, aunque luce inepto para todo, “a la hora de fraguar elecciones
y de encarcelar, torturar y asesinar opositores no le tiembla la mano”.
Pareciera que se rompió toda amarra institucional.
La detención del alcalde de Caracas,
Antonio Ledezma, “brutal en las formas e inaceptable por su significado
político”, más la prisión de los otros venezolanos que solamente osaron
protestar, por más que se apele a las teorías conspiratorias y sin
pruebas, ha reforzado la incertidumbre sobre nuestra propia situación
física y jurídica, junto con la de los actuales detenidos.
Arremetida absolutamente incompatible,
como decía un editorial europeo, “con cualquier atisbo de existencia de
un Estado de derecho”.
Y en esto nos encontramos los venezolanos.
Imposibilitados para acceder al cambio.
Represados. Contenidos. Detenidos. Asesinados.
Al tiempo que obnubilado por la maldita
fantasía revolucionaria, este gobierno sin pies ni cabeza, con el
desmoronamiento nacional frente a sus narices, única e inútilmente se
empeña en perseguir fantasmas.
Fantasmas ideológicos de una súper superada Guerra Fría.
Fantasmas políticos de una terrible y trágica incomunicación dizque revolucionaria con el prójimo. Con el otro.
Fantasmas económicos de una guerra que no existe.
Fantasmas sociales de una pesadilla que debe de estar sacudiendo la tumba de Carlos Marx allá donde se encuentre.
Fantasmas, apariciones, espectros.
Desatendiendo las urgencias nacionales.
Descuidando, desoyendo, despreciando o menospreciando esta profunda
crisis generalizada que le salta diariamente a la cara, como ayer,
cuando para cerrar una semana negra el bolívar se volvió a desplomar,
aunque ahora con mayor velocidad y contundencia. Pero con una dureza tal
que agitó ante los ojos de todos los venezolanos un verdadero demonio,
el demonio de la hiperinflación.
Un desplomamiento al que se llegó con
tal aceleración tras el fracaso del SIMADI, el nuevo sistema cambiario
que superó la velocidad del fracaso del SICAD I y el SICAD II, al
provocar que nuestra frágil moneda se viniese abajo desde los 189
bolívares por dólar a los 221, tras una barrida de vértigo.
La locura.
Esta locura del régimen.
De distraerse en buscar estérilmente al
Demonio por los rincones como en una suerte de crisis religiosa, cuando
las urgentes tareas de gobierno le exigen, primero, reducir al mínimo el
sentimiento de incertidumbre nacional, aceptando, convocando al
diálogo.
Y, luego, llamar al país, caramba.
Emplazar, congregar, invitar. Sumar. Y lograr, como decía un líder
opositor, que todo el mundo se sienta parte de la solución, y no todo
esto de enfrentar, perseguir y e intentar meterle miedo al país entero.
De intentar conmocionarlo. Encerrarlo. Y envolverlo en esta especie de
“terror revolucionario”, que le justifique el desentenderse de los
problemas que él mismo ha causado.
De la crisis.
Ah, pero más allá, más allá del país y
de los intereses nacionales y sin rubor, la volada más arrecha: impedir
por todos los medios disponibles (que son tantos) que se produzcan
pacífica y democráticamente las tan temidas elecciones parlamentarias
que en un voto limpio y feroz pudieran romper la supuesta
irreversibilidad de su gobierno, de su “revolución”, de su poder.
Algo que nos habla desesperadamente de
sus carencias, y de una inestabilidad tan peligrosa que asusta que pueda
finalmente terminar –si un poco de inteligencia no devuelve la
situación– en una trágica y pueril infantilidad.
Fea, sangrienta infantilidad, al escoger atrincherarse en el poder sin importar costo político alguno.
Como ese documento, como ese comunicado,
hermano, se han hecho antes muchos y más arrechos. Pero de ahí a acusar
a sus firmantes de ¿golpistas?… Ni que acudan a estas maniobras tan
necias con las más cripticas técnicas lingüísticas a lo Ferdinand de
Saussure.
Nada. No hay nada jurídicamente sustancial que les justifique tan truculenta acción.
Aunque, ¿qué les importa?
Ni les conmueve ni van enfrentar la
crisis social y económica. Solo les importa su supervivencia política. Y
aquí es donde aparecía esta semana como pertinente y lúcida la
advertencia del presidente uruguayo Pepe Mujica, que hoy se prepara para
entregar el poder y que debería herir la retina analítica de Maduro, al
declarar que “El problema que puede tener Venezuela es que nos podemos
ver frente a un golpe de Estado de militares de izquierda”.
Conocedor, informado, experimentado,
astuto Pepe Mujica. Desde siempre con llegada directa a Chávez y al
régimen y a Maduro, este llamado de atención, de aviso, de que podría
estar en marcha este golpe militar supuestamente intra-revolucionario,
de izquierda, ese sí, como advierte el viejito, podría mandar la defensa
democrática en sus propias palabras “al carajo”.
Mensaje con destino para este domingo en
que el presidente venezolano debe aterrizar en Montevideo junto al
resto de los mandatarios de América, incluido el vicepresidente
norteamericano, Joe Biden, para asistir a la entrega de Mujica y la toma
de posesión del presidente Tabaré Vázquez.
Ahí el Pepe podrá repetirle a Maduro eso
de que en la actualidad “hay maneras muy inteligentes de desestabilizar
un gobierno” y que “es mucho más fácil hacer incurrir a un gobierno en
estupideces”, para hacerlo entrar en la emboscada militar.
Emboscada que desde la óptica del propio
uruguayo luciría completamente innecesaria, ya que según él nuestro
país dispone de “una Constitución libertaria que hizo Chávez, donde en
medio del proceso se prevé un plebiscito revocatorio”.
Y seguramente esto sea lo que se discuta en Montevideo.
La crispación. El acantonamiento de Maduro.
Junto a otra advertencia señalada esta
semana por un comentarista europeo: “los golpes no se dan sin la
anuencia activa del Ejército”.
¿Es que acaso desconfía el presidente venezolano de sus jefes del Ejército y de sus mandos intermedios?
Impactado por la crisis, por sus
efectos, por la disconformidad de la gente, y por las encuestas, el
presidente no ha dejado de repetir que hay en marcha un golpe de
Estado; aunque eso sí, proveniente de la oposición y de un eje
internacional en el que se habrían implicado los presidentes de
Colombia, Estados Unidos y España, lo que ha obligado a hacerse una
pregunta: ¿con quién?
¿Con qué Ejército?
¿Con qué FAN?
Se considera que el partido más organizado e institucionalizado lo tiene el Gobierno: el Partido Militar.
¿Entonces?
No. Afuera en la cubierta de este buque
inmenso llamado Venezuela, que es como decir en las calles, en las
casas, y en los núcleos familiares civiles, ciudadanos, lo que campea no
es el golpe militar sino el hambre, el desabastecimiento, la
inseguridad, el crimen, la disociación social, la anomia, la anarquía y
la inflación; y desde esta semana, el asomado e inquietante hocico
hiperinflacionario.
Por lo que llama poderosamente la
atención el surgimiento de métodos de control militar de la población
que, como bien advierte un reciente comunicado universitario, se creía
históricamente superado.
Unos métodos que están “seguramente
inspirados en la doctrina de la otrora Seguridad Nacional del tiempo de
las dictaduras militares del Cono Sur que restringieron las libertades
civiles para imponer un pensamiento autoritario”.
Chávez le dejó a Maduro, aparte de la presidencia, el apoyo popular, la plata, las relaciones internacionales… y a las FAN.
¿Qué queda de eso? El apoyo popular en todas las encuestas no sólo lo perdió: ya lo condena.
La plata (un millón de millones de dólares) se evaporó.
Las relaciones internacionales las deshizo.
¿Qué queda?
¿La Presidencia?
¿Las FAN?
¿Qué?
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