MARTÍN SANTIVÁÑEZ VIVANCO | EL UNIVERSAL
domingo 6 de marzo de 2011 04:00 PM
La revolución árabe ha transformado el orden mundial de una forma que aún no alcanzamos a comprender. Somos testigos de un momento esencial en la historia humana en el que la noción de democracia se presenta al orbe islámico como una alternativa válida, sin ser tachada de amenaza extranjerizante o peligrosa herejía pagana. Cien millones de jóvenes entre 15 y 29 años, casi un tercio de la población del mundo árabe, son los protagonistas indiscutibles de esta revuelta y, en cierta manera, los responsables del rumbo que ella tome y el puerto en que recale.
La transformación del paradigma tecnológico ha precedido a la revolución política y al posibilismo democrático. Los numerosos autócratas que gobiernan sociedades complejas en estado de ebullición pueden ralentizar el cambio pero son incapaces de frenar la imparable tormenta de las redes sociales. La libertad siempre encuentra la forma de escabullirse e inspirar un proyecto político. Antes, sin las tecnologías, este proceso duraba décadas, incluso siglos. Hoy, con la velocidad que Internet imprime al mundo, la cyber-democracia está al alcance de nuestras manos.
Zine el Abidine Ben Ali, Hosni Mubarak y el genocida Gadafi han intentando, en mayor o menor medida, utilizar la represión para evitar el fin de sus regímenes. Se trata, parafraseando a Robert Kagan, del empleo de un poder que aún se rige por cánones hobbesianos y verticales. Este maquiavelismo moderno se aferra a la violencia como instrumento de control. Así, las Fuerzas Armadas adquieren un peso esencial en la vida pública. Pero existe, y hoy lo contemplamos, un nuevo tipo de poder, que transforma y extiende la acción política a otros actores. Esta potestad, en esencia posmoderna, no responde a la lógica del centralismo y la violencia. Es más, apuesta por la dispersión y el pacifismo organizado. A diferencia del poder omnímodo y asfixiante que caracteriza a las satrapías del mundo islámico, el nuevo poder que destruye las pirámides totalitarias del caudillismo oriental es uno de índole horizontal, compartido, comunitario. Es un poder que transforma la base de la pirámide en un ágora de derechos y deberes compartidos. Esta lucha histórica y permanente entre el ágora y la pirámide encuentra, en nuestro tiempo, un instrumento fundamental capaz de inclinar la balanza en uno u otro sentido: la revolución de las comunicaciones. El power to the people es más real gracias al imperio abierto de la tecnología. El cambio paradigmático de los mass media sí otorga un nuevo poder a los ciudadanos. Este empoderamiento tiene consecuencias políticas, sociales y económicas. Ignorarlo es vivir de espaldas al mundo y, en el caso de los políticos y estadistas, condenarse a la derrota electoral. El ágora se ha tecnificado y globalizado, mientras que la pirámide continúa aferrada a una tradición vertical y ortodoxa amparada por el fusil.
El ágora que emerge en el mundo árabe no es un foro post-islámico. Se engañan los que sostienen que una democracia secular y rabiosamente laicista terminará por imponerse en Oriente de la misma manera que en Europa, eliminando cualquier referencia a la religión. La democracia árabe que surgirá de esta revolución continuará condicionada de una u otra manera por el Islam. Esto, por supuesto, no implica que sucumba ante el islamismo radical. Es preciso que triunfe el Islam moderado y Occidente puede desempeñar un papel esencial en dicho proceso, ayudando a los partidos que lo encarnan y promoviendo una democracia que respeta todas las libertades, fundamentalmente, la religiosa. Sin embargo, hemos de ser conscientes que incluso en democracia el Islam jugará un rol fundamental. Los islamistas radicales sostienen que "al-islam huwa al-hal" (el Islam es la solución). La juventud árabe, la que se integra en el ágora, parece responder, en cambio, que "al-i'lam huwa al-hal": los medios de comunicación son la solución. Veremos que depara el futuro en este punto.
Occidente tiene ante sí el formidable reto de promover la democracia en los países árabes. La auctoritas, el prestigio de Occidente se ha visto medrado por una indefendible alianza subalterna con dictaduras corruptas que se mantuvieron en el poder gracias a nuestro apoyo explícito. Hoy, la revolución árabe nos obliga a optar por una posición clara en el marco de un nuevo compromiso. Y para ello hemos de tener en cuenta que la construcción de una democracia no pasa solo por la conformación de un régimen de partidos o la instauración de elecciones periódicas. Es imposible concebir un ágora real sin la más completa libertad religiosa. La pirámide es consciente del poder liberador del cristianismo y por ello busca controlarlo y, si es posible, constreñirlo. Si nos conformamos con una democracia coja que legitime el radicalismo o lo contemple como el mal menor, tal Estado pronto degenerará en un corporativismo religioso, totalitario y piramidal. De ser así, poco, muy poco habremos avanzado por la senda de la libertad.
La transformación del paradigma tecnológico ha precedido a la revolución política y al posibilismo democrático. Los numerosos autócratas que gobiernan sociedades complejas en estado de ebullición pueden ralentizar el cambio pero son incapaces de frenar la imparable tormenta de las redes sociales. La libertad siempre encuentra la forma de escabullirse e inspirar un proyecto político. Antes, sin las tecnologías, este proceso duraba décadas, incluso siglos. Hoy, con la velocidad que Internet imprime al mundo, la cyber-democracia está al alcance de nuestras manos.
Zine el Abidine Ben Ali, Hosni Mubarak y el genocida Gadafi han intentando, en mayor o menor medida, utilizar la represión para evitar el fin de sus regímenes. Se trata, parafraseando a Robert Kagan, del empleo de un poder que aún se rige por cánones hobbesianos y verticales. Este maquiavelismo moderno se aferra a la violencia como instrumento de control. Así, las Fuerzas Armadas adquieren un peso esencial en la vida pública. Pero existe, y hoy lo contemplamos, un nuevo tipo de poder, que transforma y extiende la acción política a otros actores. Esta potestad, en esencia posmoderna, no responde a la lógica del centralismo y la violencia. Es más, apuesta por la dispersión y el pacifismo organizado. A diferencia del poder omnímodo y asfixiante que caracteriza a las satrapías del mundo islámico, el nuevo poder que destruye las pirámides totalitarias del caudillismo oriental es uno de índole horizontal, compartido, comunitario. Es un poder que transforma la base de la pirámide en un ágora de derechos y deberes compartidos. Esta lucha histórica y permanente entre el ágora y la pirámide encuentra, en nuestro tiempo, un instrumento fundamental capaz de inclinar la balanza en uno u otro sentido: la revolución de las comunicaciones. El power to the people es más real gracias al imperio abierto de la tecnología. El cambio paradigmático de los mass media sí otorga un nuevo poder a los ciudadanos. Este empoderamiento tiene consecuencias políticas, sociales y económicas. Ignorarlo es vivir de espaldas al mundo y, en el caso de los políticos y estadistas, condenarse a la derrota electoral. El ágora se ha tecnificado y globalizado, mientras que la pirámide continúa aferrada a una tradición vertical y ortodoxa amparada por el fusil.
El ágora que emerge en el mundo árabe no es un foro post-islámico. Se engañan los que sostienen que una democracia secular y rabiosamente laicista terminará por imponerse en Oriente de la misma manera que en Europa, eliminando cualquier referencia a la religión. La democracia árabe que surgirá de esta revolución continuará condicionada de una u otra manera por el Islam. Esto, por supuesto, no implica que sucumba ante el islamismo radical. Es preciso que triunfe el Islam moderado y Occidente puede desempeñar un papel esencial en dicho proceso, ayudando a los partidos que lo encarnan y promoviendo una democracia que respeta todas las libertades, fundamentalmente, la religiosa. Sin embargo, hemos de ser conscientes que incluso en democracia el Islam jugará un rol fundamental. Los islamistas radicales sostienen que "al-islam huwa al-hal" (el Islam es la solución). La juventud árabe, la que se integra en el ágora, parece responder, en cambio, que "al-i'lam huwa al-hal": los medios de comunicación son la solución. Veremos que depara el futuro en este punto.
Occidente tiene ante sí el formidable reto de promover la democracia en los países árabes. La auctoritas, el prestigio de Occidente se ha visto medrado por una indefendible alianza subalterna con dictaduras corruptas que se mantuvieron en el poder gracias a nuestro apoyo explícito. Hoy, la revolución árabe nos obliga a optar por una posición clara en el marco de un nuevo compromiso. Y para ello hemos de tener en cuenta que la construcción de una democracia no pasa solo por la conformación de un régimen de partidos o la instauración de elecciones periódicas. Es imposible concebir un ágora real sin la más completa libertad religiosa. La pirámide es consciente del poder liberador del cristianismo y por ello busca controlarlo y, si es posible, constreñirlo. Si nos conformamos con una democracia coja que legitime el radicalismo o lo contemple como el mal menor, tal Estado pronto degenerará en un corporativismo religioso, totalitario y piramidal. De ser así, poco, muy poco habremos avanzado por la senda de la libertad.
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