Rubén Monasterios/ND
11 Marzo, 2011
Es inconmensurable la deuda cultural de Occidente con los pueblos árabes; considerando nada más el aspecto lingüístico, el segundo idioma más hablado del mundo, el español (con 358 millones de parlantes), contiene un 17 por ciento de su léxico de palabras árabes; en el discurrir de unos siete siglos, a partir de la aparición de Mohamed, y debido a la religión que proclamó, el Islam, los moradores del Medio Oriente pasaron de ser tribus dispersas de culturas primitivas, nómadas muchas de ellas, todas politeístas, a naciones organizadas, culturalmente unificadas, que desarrollaron una las civilizaciones más sofisticadas conocidas en la Historia de la humanidad.La cultura islámica de la Edad Media era considerablemente más evolucionada que la europea en sus mejores manifestaciones; los cruzados regresaron literalmente con los sentidos deslumbrados por los placeres exóticos que habían descubierto entre los infieles; de su experiencia en el Medio Oriente trajeron recuerdos, algunos horrendos –las matanzas de las batallas–, otros deleitables –las mujeres de los harenes, lujos y comodidades jamás imaginados, comidas exquisitas– y entre esas cosas materiales y espirituales, una visión del cosmos diferente, en la que el misticismo islámico se entremezclaba con la sensualidad sibarítica oriental llevada al extremo y con los conocimientos científicos más avanzados de la época.
Y uno de los enigmas de la Historia es su estancamiento a partir del s. XIV, aproximadamente; por esta época, los europeos asumen el desarrollo de la civilización, en gran medida a partir de lo asimilado del mundo islámico, en tanto estos quedan como congelados en el tiempo; en la actualidad todavía imperan en la cultura de los pueblos islámicos numerosísimos rasgos de sesgo medieval; como en toda cosa estancada, en el seno de esas sociedades han ocurrido descomposiciones: desarrollaron procesos perversos, como el terrorismo llevado a extremos vesánicos y el fundamentalismo religioso en una extensión e intensidad desconocidas entre otros pueblos modernos; y en el seno de esos fangales sociales emponzoñados por la ausencia de luces, sin otra esperanza que la redención en un pretendidamente deleitable “más allá”, se erigieron como amos repulsivas bestias humanoides desaforadas en cuanto a megalomanía y crueldad, por cuanto no es otra cosa Gadafi: ladrón, tirano del pueblo libio con 42 años en el poder, y ahora también su genocida; además, terrorista, sospechoso, a partir de muy sólidas razones, de ser la mano oscura detrás del Septiembre Negro, 1972, y poco menos que autodeclarado patrocinador del atentado contra el vuelo 103 de Pan Am, 1988, con su saldo de 270 víctimas, por citar sólo dos de los más notables actos de esa índole que lo involucran.
Ha sido tan larga esa especie de detención en el tiempo que la llegamos a creer insuperable; ese conglomerado de países subdesarrollados apretados en el Medio Oriente, sumados a los rezagados de idéntica índole concentrados en África y a otros pocos dispersos, aquí y allá, por el resto del mundo, a la luz de la civilización son anacronismos, lacras que avergüenzan, lastres en el avance de la ecúmene hacia el logro pleno de los derechos humanos y de la existencia pacífica de las naciones. Los árabes se hacían sentir en el acontecer internacional principalmente por su desmesurada riqueza petrolera, las extravagancias de sus élites, el terrorismo y sus costumbres de inconcebible arcaísmo, por todos conocidas.
Hasta ayer, como suele decirse, la imagen internacional de los pueblos árabes no era precisamente la mejor; la actitud negativa originó consejas concernientes a ellos, ampliamente generalizadas entre los occidentales. Una nos hacía suponer que el terrorismo no era un asunto de déspotas desquiciados y de sus más recalcitrantes y obtusos seguidores fundamentalistas, sino un valor místico-político integrado a la estructura de la personalidad básica de los árabes en general; algo que podría resumirse en el decir: “Árabe que no practica el terrorismo, en su fuero interno lo aprueba”; ante esa creencia de poco servían las declaraciones de voceros de la fe de Alá −no muy frecuentes, a decir verdad− intentando explicar a Occidente el sentido coránico de la yihad y condenando la práctica terrorista. Otra conseja sustentaba la idea de que esos pueblos jamás accederían a la democracia, por estar culturalmente condicionados para la sumisión…
No obstante, impromptu estalla la protesta en el Medio Oriente; pueblos íntegros sometidos durante décadas, de plano le han dado sahb mat (viene a lugar decirlo en persa antiguo) a un par de déspotas, tienen en jaque a otros, y −como lo hice ver en una nota anterior− hacen apretar el esfínter terminal del tubo digestivo a tiranuelos del resto del mundo identificados con aquellos, llevándolos a asumir falaces posturas conciliadoras.
¿Qué ha ocurrido? Responder a esta pregunta podría ocupar varios volúmenes, pero la clave del asunto quizá se resuma en una sola frase: ¡Es la aldea global, estúpido!
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