Editorial El Nacional
No habían pasado cuarenta y ocho horas del
asesinato de Robert Sierra y su asistente María Herrera cuando el presidente
Maduro, enardecido, aseguraba saber quienes eran los presuntos autores
intelectuales: el expresidente Álvaro Uribe Vélez y criminales protegidos por
Estados Unidos.
Detengámonos en esta nueva acusación. El guión es
bien conocido, por repetido: no es necesario volver al recuento de las más de
sesenta denuncias de magnicidios acumuladas en tres lustros y nunca
demostradas. Baste recordar que el año pasado, manteniendo esa tradición de su
predecesor en el cargo, el gobierno de Nicolás Maduro ya había vinculado al
expresidente Álvaro Uribe con planes golpistas y magnicidas. Ahora vuelve a la
carga, restándole seriedad a la investigación policial que casos como el de
Serra y Herrera ameritan.
En cambio, el alto gobierno regresa al trajinado
expediente de cambiar de tema, no por casualidad, en tiempos en los que no le
va nada bien y piensa que le funcionará lo de inventarse una conspiración
internacional. Al coro oficialista se han sumado Fidel Castro y el nuevo secretario
de la Unasur, el ex presidente colombiano Ernesto Samper; también el
acostumbrado silencio regional.
Tanto el año pasado como ahora, pese a su línea de
baja resistencia ante el gobierno de Venezuela, Juan Manuel Santos protestó la
insustanciada acusación contra Uribe. Si antes el propio Santos anunció que
defendería la dignidad del expresidente por los canales diplomáticos, esta vez
la canciller Mariángela Holguín dejó conocer públicamente la posición de su
país a través del ya bien conocido mensaje a Samper sobre lo que le corresponde
y no le corresponde como secretario de la Unasur.
La ministra Holguín le precisó, además, que el
asunto sobre el que tomó posición trata de una situación “donde tiene que haber
una investigación de por medio”.
Es una tibia defensa, pero defensa al fin, de la
figura de un exmandatario que no ha sido un personaje cómodo para el propio
Santos ni para su canciller. Sus reacciones recuerdan algo esencial: no se
puede aceptar una acusación (tras otra, y otra y muchas, como ha sido el caso)
sin que haya investigación.
Y no es solo eso lo que ha venido sucediendo: es
que con cada acusación a Uribe el gobierno venezolano también revuelve el mundo
político colombiano, de una u otra forma lo interviene y, en el camino, le
recuerda su peculiar disposición y capacidad para complicarle la vida: en el
comercio, el proceso de paz y la seguridad.
En Venezuela se están borrando aceleradamente los frágiles trazos de
institucionalidad que iban quedando. La violencia, en sus más insólitas y
oscuras expresiones, se mueve en ese cauce de un modo que inunda y desborda al
propio régimen. Como las banderas antiimperialistas se han ido destiñendo al
son de los cambios en el vecindario, se ha vuelto al raído expediente de Uribe
y la gran conspiración. Mientras tanto, a los venezolanos nos devora la
violencia.
Vía El Nacional
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