Tulio Hernández
Desde el
punto de vista de un posible y necesario proyecto de reconstrucción nacional,
pero incluso desde la propia continuidad del actual modelo, lo más grave que le
ha ocurrido y le está ocurriendo a Venezuela no es el colapso económico: la
inflación, el desabastecimiento, el déficit fiscal, las reservas.
Tampoco
la asfixia de la vida democrática. La satanización de la protesta social; el
número de dirigentes y activistas políticos presos, perseguidos, en el exilio o
en régimen de presentación; los juicios a periodistas y directivas de diarios.
Lo más
grave que está ocurriendo, lo que amenaza a mediano y largo plazo la
convivencia y la cohesión social es, a nuestro juicio, la velocidad con la que
crece la economía ilícita, la delincuencia organizada, las organizaciones
paramilitares y la degradación interna de las policías y la institución
militar, creando un poderío económico y un poder de fuego paralelo al del
Estado, debilitándolo y exponiéndolo a la pérdida definitiva de uno de sus condiciones
esenciales: ejercer el monopolio de la fuerza.
En el
núcleo central del fenómeno hay una sumatoria trágica. De una parte, las
grandes mafias que se han hecho de capitales descomunales, los carteles de
drogas, contrabando de combustible y alimentos y la negociación multimillonaria
con los dólares preferenciales de Cadivi, asociados a la jerarquía militar,
cuadros altos y medios del gobierno y “empresarios”, así con comillas, a ellos
vinculados.
Del otro,
las agrupaciones paramilitares llamadas “colectivos” cuyo número y poderío
armado han ido haciéndose públicos luego de las muertes de Juan Montoya y José
Odreman, altos jefes de estas organizaciones, y del asesinato –la masacre, la
han denominado algunos– de cinco de sus activistas en enfrentamiento con el
Cicpc el pasado septiembre. Y junto a ellos el extraño entramado de abusos
visible en las actuaciones del Cicpc y el Sebin y que muchos desde el propio
sector oficial han comenzado a denunciar.
A esto
hay que agregarle los fenómenos de delincuencia común organizada, como el de
los “pranes”, capos locales que manejan el sistema penitenciario, o el de las
bandas-empresas que controlan la industria del secuestro o la distribución de
droga a escala barrial. Más la delincuencia común no organizada, que en su
conjunto, ya lo sabemos, hace de nuestro país uno de los primeros en las
estadística internacionales.
No
debemos dejar fuera lo que podríamos llamar “delictividad cotidiana”, para
designar todas esas formas de violación de leyes y normas, a falta de sanción
convertidas en rutinas legales, como las que ofician a diario automovilistas,
peatones y motorizados que cruzan con el semáforo en rojo, o estacionan o
transitan sobre las aceras, la de los buhoneros que acaparan y venden más caro
los productos que escasean, o los empleados de líneas aéreas del Estado que por
un sobreprecio de 15% o 20% hacen el milagro de conseguir un asiento.
La anomia
es un concepto de la sociología utilizado para designar una situación en la que
las reglas sociales se han degradado o ya no son respetadas por los integrantes
de una comunidad al punto de que no hay capacidad colectiva para distinguir
entre lo correcto y lo incorrecto, lo legal y lo ilegal, los derechos y los
abusos. La violencia y la delincuencia en Venezuela evidencian la condición
anómica creciente de una buena parte de nuestra sociedad.
El asunto es grave. Tanto que en
su página semanal, en el diarioÚltimas Noticias, a propósito del
enfrentamiento entre Cicpc y colectivos, José Vicente Rangel, periodista
oficial y miembro de la cúpula en el poder, escribió que estamos ante “una
situación en la que la delincuencia común y la policial se dan la mano,
producto de un grave proceso de retroalimentación cuyo efecto más acusado es el
descrédito de la institucionalidad”. Y agrega: “…confieso que me alarma que se
subestime el fenómeno. Que se le soslaye para atender otros problemas que, si
bien son importantes, no tienen el efecto letal de éste”. Una amenaza a la
nación. Roja y no roja.
Vía
El Nacional
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